Fuente: ethic.es
Autor: Carlos Javier González Serrano
Fotografía de pxhere
A pesar de las abrumadoras evidencias que sitúan al estrés y a las patologías psicológicas en fuentes de origen social, la literatura de autoayuda y desarrollo personal prefiere ignorarlas, culpando al individuo, mediante sus consignas, de cualquier tipo de problema: es la privatización de la enfermedad.
En los últimos años, quizás a causa de las reiteradas crisis económicas, sanitarias y sociales, la literatura de autoayuda, el pensamiento positivo y las llamadas «nuevas espiritualidades» –como la astrología o el mindfulness– ha sufrido un crecimiento exponencial, llegando a ocupar una nutrida parte de las estanterías dedicadas al ensayo en las librerías de todo el mundo. Podemos preguntarnos si este tipo de obras, aparentemente inocuas, esconden algún tipo de interés. Estas corrientes «luminosas» y embaucadoras suelen venderse como un producto inofensivo bajo las capas de crecimiento y superación personal. Pero analizado en profundidad, este tipo de producto oculta numerosas y contraproducentes dictaduras afectivas asociadas al más descarnado neoliberalismo, que se apropia emocionalmente de los individuos y los transforma en sujetos del rendimiento en total connivencia con las grandes corporaciones mundiales (y al amparo de los distintos gobiernos).
Estas son prácticas que fomentan el individualismo. Según señala Ronald E. Purser en su obra McMindfulness, están «perfectamente adaptadas a los valores culturales dominantes, ya que no requieren ningún cambio sustancial en el estilo de vida. Una espiritualidad tan individualista está claramente relacionada con las intenciones liberales de privatización. El mindfulness es la última iteración de una espiritualidad capitalista cuyos orígenes se remontan a la privatización de la religión en las sociedades occidentales».
Al margen de sus presuntos beneficios a nivel individual, la literatura de autoayuda fomenta –con una violencia silenciosa y hasta complaciente– el establecimiento y continuidad de un statu quo que perpetúa las desigualdades sociales. La felicidad, con la que se comercia como si fuera un producto que puede adquirirse en forma de recetas mágicas o productos milagrosos, se ha convertido en toda una industria que, como muchos autores señalan, ha conseguido despolitizar el estrés, convirtiéndolo en un asunto estrictamente privado y particular: es el individuo quien ha de enfrentarlo, en soledad y bajo el signo de la culpa. Ello da como resultado, a su vez, una religión del yo que, falsamente endiosado y también sujeto al fracaso, cae fácilmente en el abatimiento y la zozobra emocional.
«Fórmulas como ‘cree en ti mismo’ no son más que prescripciones soterradas para manipular emocionalmente a los sujetos»
No solo es que el estrés se haya patologizado, sino que se culpabiliza a quien lo sufre por no saber «gestionarlo» y por no contar con las herramientas necesarias para neutralizarlo, como si fuéramos máquinas que hay que rentabilizar; más aún: como máquinas que se tienen que rentabilizar a sí mismas, como ha defendido el filósofo Byung-Chul Han en algunas de sus obras. Este tipo de corrientes silencian el hecho de que el estrés, la ansiedad o la depresión responde netamente a causas sistémicas, obviando las formas de hacerle frente desde un punto de vista ético y social. Muchas de estas fórmulas –como «no hay nada imposible», «cree en ti mismo», «con esfuerzo lo lograrás» o «eres tu propia empresa»– no son más que prescripciones soterradas para manipular emocionalmente a los sujetos, sobre todo a aquellos de clase trabajadora. No en vano se ha dicho que la máxima de nuestros tiempos es la de «adaptarse o morir»: adaptarse a unas condiciones sociales, laborales, psicológicas… de cuya introducción el individuo no tiene culpa más que como sujeto paciente; esta culpa, sin embargo, parece tener que ser expiada y aliviada por el sujeto mismo.
En este sentido, la autoayuda y el pensamiento positivo provocan un (auto)control que roza lo obsesivo. Lo más preocupante: causan una miopía ética y social que nos aleja de la colectividad y de los auténticos responsables de las desigualdades sociales. Si no gestionas tus emociones, tú serás el responsable de no encajar: así opera la lógica de la autoayuda y del pensamiento positivo.
Como leemos en el libro La vida real en tiempos de la felicidad, a cargo de los psicólogos Edgar Cabanas, Marino Pérez y José Carlos Sánchez González, «expresiones del tipo ‘hay que ser optimista’, ‘quiero ser positivo’ y ‘debes confiar en ti’ parecen ya propias del buen sentido y de la buena gente»; llegan a ser casi obligadas, «como si atrajeran el ir bien de las cosas y no decirlas fuera poco menos que no ‘tocar madera’». Y a ello añaden que «sin tener nada en contra del optimismo, la positividad y la confianza en uno, su conversión en consignas y eslóganes da que pensar». No es para menos: estamos ante consignas y eslóganes que hacen recapacitar sobre la indudable relación que existe entre el estrés –y cuadros como la ansiedad y la depresión– y la opresión social.
La nueva servidumbre no es física o material, aunque también, sino eminentemente emocional: el individuo ha de aparentar sin descanso una cordura mental en un escenario en el que resulta muy difícil mantenerla. Por ello, en paralelo, se ha patologizado el pensamiento disidente o crítico: quien protesta tiene un problema, ya sea emocional o de inadaptación social. Bajo la apariencia de un lenguaje transformador –como ocurre con consignas como «llega a ser quien eres» o «puedes alcanzar lo que te propongas»– el pensamiento positivo y sus esbirros apoyan el mantenimiento del statu quo mientras se centra en el yo y en la creación de seres obsesionados con su situación personal, descuidando las vulnerabilidades sociales, el cuidado por lo común, por las estructuras colectivas y la interdependencia.
Vivimos rodeados de información saturada por mensajes como «sé feliz» o «céntrate en lo positivo», y la dictadura de la felicidad hace estragos no solo en lo anímico y afectivo, sino también en lo material y en lo social. Ya avisaba Séneca de que «nada nos ocasiona mayores males que hacer caso a los rumores, dar por hecho que las mejores cosas son las admitidas con gran consenso». Y este se ha generalizado por vía de un pervertido y despiadado uso de la publicidad, que nos ahorra ser jueces de nuestro propio destino. Nos hace ser títeres que prefieren creer antes que juzgar.
Los individuos acaban aferrándose a tales fantasías de felicidad al no encontrar proyectos de crecimiento comunes: la retórica de la autoayuda camufla la posibilidad de la lucha política porque debilita la solidaridad y la búsqueda común de la justicia social. Según esta idea, el problema eres tú, por lo que debes de aprender a gestionarte. El maquinal y perverso imperativo por alcanzar una plena y total felicidad se ha adueñado de nuestras costumbres y ha impregnado con fuerza el modo en que contemplamos y pensamos el mundo que nos circunda. Esa felicidad, que los antiguos maestros griegos y romanos tuvieron por una aspiración deseable pero en absoluto sencilla de obtener, se ha convertido en nuestros días en la única manera posible de tratar con nuestras emociones, sentimientos y estados de ánimo. Se trata de la felicidad como un producto más de consumo.