Fuente: El País
Autora: Lola Huete Machado
Hay niños trabajando para nosotros ahora mismo. Por todas partes. Exactamente 160 millones en cifras oficiales. Las extraoficiales se desconocen. Un total de 97 millones de niños y 63 millones de niñas que cada mañana no agarran sus carteras y se van a la escuela. No. Acuden a las fábricas, a las minas, a los campos, a los mercados, a los talleres textiles, a los prostíbulos… A veces, ni se desplazan. Viven en ellos. Menores de edad, entre 5 y 17 años, con oficio; sin nombre, muchas veces. Sin infancia siempre. Es uno de cada diez en el mundo. En los países ricos apenas los vemos; se esconden o disimulan. Pero en aquellos en vía de desarrollo, en los más pobres, se encuentran por doquier. Giras sobre ti misma en cualquier calle y ahí están: por los cuatro puntos cardinales. Aun así, con ojos occidentales tardas en verlos, en darte cuenta de quiénes son, de por qué están ahí; en comprender que tienen dueño o son víctimas de tráfico o trata… Cuando nos encontramos en lugares vulnerables asumimos la miseria circundante y, con ella, normalizamos su condición de niños trabajadores como parte del paisaje. Como si lo merecieran por nacer donde han nacido. Como si no hubiera anomalía, causas, opciones.
Sus desgraciadas vidas transcurren al ritmo usual (nacer, crecer, reproducirse y morir) en todos los continentes, pero especialmente en África, Asia, América Latina. Y son violentados o exprimidos habitualmente por sus propias familias (en un 72% de los casos) o su círculo cercano. Pero también les fallan los políticos, la sociedad entera, ciega, en pleno siglo XXI. Ahí están: barren las calles, venden helados, cargan fardos, cuidan el ganado, lavan la ropa o la cosen, buscan oro, cocinan… Trabajan en esas cadenas de producción global donde se manufacturan productos que luego acaban en cualquier estantería de cualquier supermercado. El de mi barrio mismo. Niños currantes, mano de obra barata, dócil, esclava.
Quien esto escribe se topó de lleno con esta lacra del mundo civilizado hace años en Camboya. Íbamos a realizar un reportaje sobre niñas liberadas de los prostíbulos. Y solo teníamos ojos para ellas y para lo que sucedía en los burdeles. El resto era escenario o contexto asiático degenerado, digamos, incluso cinematográfico. Hasta que un día alguien nos llevó a (nos coló en) las fábricas de ladrillos. Y allí nos estalló en plena cara la esclavitud contemporánea igual que explotan aún las minas antipersona esparcidas por los jemeres rojos durante la guerra en este país asiático. Familias enteras malvivían en el interior de edificios ruinosos, destrozados por los monzones, y los niños de las tejeras (así los llamaban), escuálidos, alimentaban los hornos cerámicos sin descanso. Allí vivían, dormían y comían; no veían la luz del sol en semanas. Eran, nos contaron en Battambang, propiedad de los industriales del sector. Lo llaman “servidumbre por deudas”. Pagaban con sus vidas, de por vida, los préstamos quizá de sus abuelos o tatarabuelos, o de sus tíos. Todo lo que tenían o ganaban les pertenecía a sus amos. Incluidos los cuerpos.
Así comenzó para mí el gran desfile de la factoría mundial de niños currantes: primero fueron los chavales ladrilleros en Camboya, y luego, los de los telares en Bangladés, los vendedores de flores de Bangkok, los que tiraban de los carros en Poipet (Tailandia), los de las piedras preciosas en los talleres de Rajastán (India), los de las minas de oro o coltán en Uganda, Congo o Camerún, los de los talleres mecánicos y tiendas de ultramarinos en tantísimas ciudades del mundo, los limpiadores de tumbas en Bolivia, los reclutados forzosos de los ejércitos y las guerrillas de Sierra Leona o Sudán, los usados para el servicio doméstico en América, Asia o Europa, los prostituidos sexualmente que se ocultan o exhiben en internet por todo el planeta… O añadiendo género adonde ya lo hay: las niñas criadas, las casadas, las vendidas, las subastadas, las prostituidas en las playas de Ghana o República Dominicana… Y los de la pesca, el ganado o el campo: estos son los más numerosos. Es en las zonas rurales y el sector agrícola donde se acumula el grueso, un ejército infantil de campesinos: 112 millones de los 160 totales. Y los que trabajan en oficios considerados peligrosos tiene cifra redonda también: 79 millones de ellos. Más que toda Francia.
Otro día cayó en nuestras manos un reporte de la ONU titulado La abolición de la esclavitud y sus formas contemporáneas, firmado por David Weissbrodt y la Liga contra la Esclavitud (2002), que usa en su redacción términos que cualquiera creería del medievo para describir los modos agazapados en los que pervive en nuestra época: la servidumbre de la gleba, el trabajo forzoso, la servidumbre por deudas, la trata de personas y de niños, la esclavitud y el turismo sexual, el matrimonio forzoso o servil, la venta de esposas, las novias por catálogo, el trabajo infantil y la servidumbre doméstica… “Formas contemporáneas de esclavitud”, lo llaman, y es hoy una sección en Naciones Unidas que cuenta con un Relator Especial. Desde 2020 el puesto lo ocupa el japonés Tomoya Obokata, tan desconocido para el común de los mortales como el tema que nos ocupa. “La mayoría de los afectados son los más pobres, los grupos sociales marginados. El miedo, la ignorancia de sus derechos y la necesidad de sobrevivir los disuade de protestar”, dicen en la ONU. Lo peor, opinan los expertos, es que el trabajo forzado tiene eterno impacto sobre sus vidas, puede persistir “como una mentalidad, entre las víctimas y sus descendientes y entre los herederos de quienes la practicaron, mucho tiempo después de que la práctica formal haya concluido”.
Niños mercancía. En un mundo paupérrimo donde la informalidad laboral reina, ellos son los últimos de una cadena de explotación que pervive a pesar de legislaciones internacionales o buenas intenciones políticas.
De hecho, ha pasado casi un siglo desde que la Sociedad de las Naciones, en la Declaración de los Derechos del Niño de 1924 proclamada en Ginebra, afirmara que los pequeños debían ser protegidos de cualquier forma de explotación. Y más de tres décadas desde que la mayoría de los Estados de este mundo ratificaran la Convención de los Derechos del Niño allá por el 20 de noviembre de 1989, de la que ahora se celebra el 32º aniversario. Y hoy hay una hoja de ruta y hasta una meta clarísima recogida en la Agenda 2030: la 8.7 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que obliga a adoptar medidas inmediatas y eficaces para “erradicar el trabajo forzoso, poner fin a las formas contemporáneas de esclavitud y la trata de personas y asegurar la prohibición y eliminación de las peores formas de trabajo infantil, incluidos el reclutamiento y la utilización de niños soldados, y, de aquí a 2025, poner fin al trabajo infantil en todas sus formas”.
Pero el catálogo de la explotación del ser humano es inagotable y se va renovando con el tiempo. Y ahí está el alarmante último informe 2020 de la Organización Internacional del Trabajo y Unicef para confirmar los datos y señalar que los menores de edad afectados serán muchos más de esos 160 millones si no se toman medidas políticas ya. Claudia Cappa, coautora del informe y experta de Información Estadística de Unicef, muestra su decepción. “Este año 2021 celebramos la Eliminación del Trabajo Infantil y obviamente no se ha conseguido, e incluso los datos han empeorado, la combinación covid y trabajo infantil es demoledora”, opina. “En Asia y el Pacífico y en América Latina y el Caribe ha disminuido de manera constante desde 2008, pero en África subsahariana no hay progresos”.
Las cifras ponen en evidencia la crueldad del sistema en que vivimos. Muchos menores de edad que trabajan hoy lo hacen en condiciones decimonónicas, como si el calendario marcase aún un año cualquiera del siglo XIX, ese tiempo que, con el auge de las manufacturas y la introducción de las máquinas representó el sumun de la explotación laboral. Históricamente, los menores de edad fueron mano de obra en numerosas sociedades antiguas: en los campos, en los gremios, en el mar… Pero la explotación se hizo carne en ellos con la revolución industrial y el auge del capitalismo… y los convirtió en obreros. Para mostrarlo se puede tirar de muchos cabos, sector a sector, todos con conclusión similar: lo conseguido en aquel periodo de alta demanda productiva no habría sido posible sin las manos operarias de mujeres y niños. Hilos que llevan de los campos de esclavos en América a las fábricas de la Europa industrial, hasta llegar a la deslocalización y globalización actual.
Quizá el hilo más poderoso para mostrarlo sea el de la industria textil, tal como se cuenta en ese libro apasionante que es El imperio del algodón. Una historia global, de Sven Beckert, que narra el cambio de modelo productivo y de trabajo en el mundo y el surgimiento del proletariado en Europa: “La fuerza de trabajo de mujeres, hombres y niñas y niños pasó a convertirse en mercancía”. Pequeñas manos como las de Ellen Hootton, de 10 años, de Mánchester, cuenta este profesor de Harvard: “A diferencia de millones de sus semejantes, ella dejará constancia histórica al ser citada en junio de 1833 para comparecer ante la Comisión de Investigación de las Factorías de su Majestad, que se encargaba de estudiar casos de trabajo infantil en las fábricas textiles británicas…”. Pese a su corta edad era una curtida obrera. Habló y demostró su condición de esclava.
Como entonces, ahora el elefante en la habitación se llama pobreza. Sin reducirla, poco o nada se podrá lograr, señalan una y otra vez Unicef y otras organizaciones humanitarias. Una mejor protección social podría compensar el impacto de la covid-19 en el trabajo infantil, “y volveríamos a progresar en nuestro empeño por ponerle fin”, dice Cappa, quien recuerda que la pandemia ha traído, además, otros males, empujados por los cierres de las escuelas, que, tradicionalmente, son sistemas de vigilancia eficaces contra abusos o violencias.
Para esta experta, es necesario aumentar las ayudas sociales si se quiere revertir la situación para 2030 o incluso abolir la existencia de niños obreros (algo con lo que ella sueña a pesar de los malos datos): conseguir empleo para las familias pobres, garantizarles ingresos y educación. “La pobreza es el motor bajo las cifras y los niños son los primeros en pagar el precio. Nadie, ningún padre o madre, quiere que su hijo trabaje, todos desean una vida mejor para ellos, pero cuando no hay dinero o comida aumentan el estrés y la vulnerabilidad, se quedan sin opciones y, entonces, todos en la casa se convierten en mano de obra”.