Fuente: fronterad.com
Autora: Sally Hayden
Prólogo. Esta tarjeta SIM es nuestra vida
El domingo 26 de agosto de 2018, en una habitación subalquilada en el norte de Londres, estaba buscando algo en Netflix cuando recibí un mensaje en Facebook. “Hola, hermana Sally, necesitamos tu ayuda –decía–. Vivimos en malas condiciones en una prisión de Libia. Si tienes tiempo, te contaré toda la historia”.
Obviamente, me parecía que no tenía sentido. ¿Cómo habían encontrado mi nombre si estaban a miles de kilómetros? ¿Cómo podían tener un móvil operativo si estaban encerrados? Tenía mis dudas, pero respondí rápido para ver qué pasaba.
“Lamento leer eso –escribí–. Sí, claro que tengo tiempo, aunque desgraciadamente no puedo ayudar mucho”. Nos intercambiamos los números para hablar por WhatsApp.
El remitente me explicó que su hermano conocía mi trabajo periodístico en Sudán, un país vecino del norte de África, y había buscado mis datos de contacto por internet. Los necesitaba porque estaba atrapado en el centro de detención de migrantes de Ain Zara en la capital de Libia, Trípoli, junto a cientos de refugiados. A su alrededor había estallado el conflicto. El humo se elevaba fuera de los muros exteriores. Observaban cómo la ciudad ardía y se consumía.
Los libios que se encargaban de Ain Zara, que habían abusado de ellos durante meses, habían huido cuando se acercó el estruendo de la contienda. No estaba claro si los guardias (o “policías”, como los llamaban los refugiados) habían huido para escapar de allí o para unirse a la lucha; muchos de ellos simpatizaban con quienes luchaban, mientras que otros simplemente estaban asustados o eran jóvenes arrogantes que estaban allí porque necesitaban trabajo, se sentían cómodos con un arma y habían visto el potencial de unos beneficios adicionales a través de la explotación. En el edificio aún había niños y mujeres embarazadas. Los hombres refugiados, que habían estado encerrados en una gran sala durante meses, rompieron la puerta que los separaba. Esperaban que el grupo estuviera más seguro si estaban todos juntos.
“Vemos balas pasando sobre nosotros y armas pesadas en las calles”, escribió mi contacto antes de mandarme fotos que decía que eran de ese mismo día. Una de ellas, tomada a través de una ventana, mostraba vehículos con cañones antiaéreos visibles fuera del recinto del centro. Otra era una foto de él mismo: un hombre de veintiocho años de aspecto demacrado sentado en el suelo con tres niños pequeños.
En el interior del edificio, todos estaban indefensos y desarmados; enjutos tras meses con, quizá, una comida al día, y a veces ni eso. Sus cuerpos estaban llenos de cicatrices por las torturas y las palizas, infligidas tanto por los guardias que se habían marchado como por los traficantes que los habían retenido durante meses o años antes de llegar a Ain Zara. La guerra que arrasaba en el exterior llevaba mucho tiempo fraguándose y estas personas necesitaban ayuda; cualquier tipo de ayuda, aunque viniera de una periodista de un país lejano con poco que ofrecer.
“Si tienes alguna oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados u organizaciones de derechos humanos cerca, habla con ellos. No hemos comido nada desde ayer –me escribió aquel hombre–. Si tienes una página web, publica algo sobre nuestra situación”. Me dijo que era de Eritrea, un país represivo del Cuerno de África en el que un Gobierno dictatorial obliga a los ciudadanos a hacer un servicio militar interminable. Había cruzado dos fronteras, sobrevivido al secuestro de los traficantes y recorrido casi tres mil kilómetros para llegar a Libia.
Al igual que quienes estaban con él, cuando intentó atravesar el mar Mediterráneo para llegar a Europa, lo atraparon y encarcelaron. Ahora los detenidos tenían problemas. Habían conseguido ocultar un teléfono durante meses. Me contó que ese teléfono se lo había dado un traficante para que pudiese pedir auxilio desde la lancha cuando esta, inevitablemente, empezara a hundirse y lo rescataran. La Unión Europea era responsable de la situación en la que se encontraban ahora, pues era Europa la que los había obligado a regresar.
Una de las primeras fotos que me enviaron los refugiados detenidos en Ain Zara en agosto de 2018.
Pasé las siguientes veinticuatro horas haciendo todo lo posible para corroborar su historia.
Le pedí fotos de los alrededores, vídeos, fotos de él, posiciones de GPS y un contacto con miembros de su familia. Yo conocía a gente en Libia, que me confirmó que había un conflicto en ese barrio que había mencionado aquel hombre.
Le llamé muchas veces.
A medida que le pedía más detalles, el hombre con el que hablaba me contó que antes de que empeorasen los enfrentamientos sacaban regularmente a los detenidos del centro de detención y los obligaban a trabajar como esclavos en las casas de los libios pudientes. Violaban a las mujeres y los cristianos sufrían abusos singulares: los golpeaban con especial violencia mientras les arrancaban el crucifijo del cuello. Algunos días, los guardias armados libios levantaban a las tres de la mañana a cientos de detenidos para “contarlos” y, cruelmente, los obligaban a pasar horas de pie bajo el frío. Seguramente no serían conscientes, pero este calvario recordaba a la Appellplatz y los recuentos de madrugada que solían hacer los nazis en los campos de concentración, un ritual descarnado que ejecutaban con el objetivo de intimidar y humillar a los prisioneros.
A pesar de que la ONU afirmaba que su personal visitaba habitualmente los centros de detención, parecía que no era cierto. Muchos de los detenidos habían huido de guerras o dictaduras y ni siquiera estaban registrados como refugiados. Eso suponía que no existía una lista con sus nombres. Les aterrorizaba que los pudieran vender de nuevo a los traficantes, quienes torturan a los migrantes hasta que sus familias pagan un importante rescate. Suplicaban que los salvaran.
Sin querer, me había topado de bruces con un atentado contra los derechos humanos de proporciones épicas.
* * *
En el grupo de Ain Zara había ocho mujeres embarazadas y unos veinte bebés y niños pequeños. Mientras el hombre y yo hablábamos por teléfono, explotaban bombas en los alrededores y los oía gritar.
Ahora todos están nerviosos, cada vez es peor…
Mira a las mujeres y los niños. Puedes publicar este vídeo para que los europeos lo sepan.
Busqué frenéticamente una solución. Contacté con la ONU y las organizaciones internacionales de ayuda humanitaria que operaban en Libia, pero me dijeron que la situación era demasiado peigrosa para que actuase su personal (“Ahora mismo en Libia todo el mundo está en peligro, así que no es una situación fácil”, me respondió alguien de una organización demostrando un pragmatismo despiadado que me iba a encontrar una y otra vez). Escribí a varios medios de comunicación para preguntarles si publicarían un reportaje, pero yo era una periodista independiente y, como suele ocurrir, tardaban en contestarme.
Me sentía desalentada e inútil, así que empecé a publicar en Twitter pantallazos de mis mensajes con los refugiados que se compartieron rápidamente y obtuvieron decenas de miles de visitas, y luego cientos de miles. En unos meses, sus palabras llegaron a millones de personas.
No hay comida ni agua. Los niños lloran. Estamos sufriendo, sobre todo los niños. Hace dos días que no dormimos. Esperamos un milagro. Cuéntales que aquí la gente está muriendo.
A partir de ese momento sentí que el tiempo apremiaba y pasaba noches sin dormir y días estresantes con incontables momentos cargados de peligro. Apenas salía de mi habitación alquilada, excepto cuando algún taxi me recogía para entrevistarme en la radio o la televisión, a partir de que unos productores de la BBC se fijaran en mis publicaciones en Twitter. En las redes se desató una cascada de retuits, “me gusta” y publicaciones compartidas, pero en Ain Zara nada había cambiado. Los refugiados apagaban sus móviles para ahorrar batería, un silencio que repentinamente interrumpía un aluvión de mensajes con cada nueva noticia. Al final llegaron unos autobuses. ¿Eran su salvación? Al principio no sabíamos si los conductores trabajaban para las autoridades libias o para los traficantes (más tarde supe que no había mucha diferencia). Unos hombres armados y uniformados dijeron que se llevaban a los detenidos a una zona más alejada de la línea de frente, al menos en ese momento.
Luego, unas cincuenta horas después del primer mensaje, vi en WhatsApp cómo la localización GPS del teléfono del hombre iba recorriendo la ciudad. La utilicé para decir a los refugiados dónde estaban. Recuerdo que escribí: “A la izquierda tenéis la Universidad de Trípoli”, y ellos me respondieron emocionados cuando vieron su moderna fachada. Para muchos de los pasajeros de los autobuses, era la primera vez que veían la ciudad a la luz del día.
Los autobuses y sus ocupantes llegaron a otro recinto. Mi principal contacto, preocupado por si los habían trasladado a la guarida de un traficante, me preguntó si era un centro de detención bajo control del Gobierno libio de Trípoli. Entonces escribí a mis nuevas fuentes en la ONU, que me aseguraron que sí lo era. Dentro había ya unos setenta detenidos más que habían sido trasladados desde otro lugar. Unos miembros de la Organización Internacional para las Migraciones de la ONU, que llevaban una chaqueta fluorescente con un logo llamativo, aparecieron para proporcionarles agua. Esos empleados también me escribirían más adelante para asegurarme que todo estaba bajo control.
Alrededor de la medianoche, dieron bizcochos y yogures a los refugiados detenidos; su primera comida en varios días. “Duerme un poco, también ha sido suficiente para ti, has estado con nosotros todo el tiempo –decían los últimos mensajes de esa noche–. Los chicos te están muy agradecidos. Me dicen: ‘Deja que descanse’. Que Dios te bendiga”.
* * *
¿Qué significa tu teléfono para ti? ¿Es una forma de hablar con tus amigos o de navegar por las aplicaciones de citas? ¿Te haces fotos, mandas mensajes de voz o usas Snapchat? ¿Es una fuente vital de información? ¿Te ha salvado la vida?
¿Qué representaría si te hubieran detenido y su pequeña pantalla fuera tu única ventana al mundo exterior? ¿Cómo sería pasar meses o años en el mismo edificio sin tener uno? ¿Te arriesgarías a sufrir torturas para conservarlo o te privarías de comer para comprar datos, aunque sepas que morirás de hambre si no comes, pero podrías desaparecer para siempre si no tuvieras la manera de pedir auxilio con una llamada?
¿Cómo es ver que disparan a personas inocentes a través del chat de Facebook? ¿Cómo te sentirías si escucharas sus voces entrecortadas irse debilitando mental y físicamente? Eso es lo que yo iba a descubrir.
Al principio creía que esos primeros contactos en Libia representaban una anomalía, víctimas aisladas de alguna negligencia accidental. Pensaba que, en cuanto estas personas recibieran ayuda, mi trabajo acabaría. Me equivocaba. En unos días, cada vez más refugiados detenidos empezaron a contactar conmigo. Habían conseguido mi número gracias a unos amigos o habían encontrado lo que yo había publicado en internet. Me enviaban mensajes a través de Twitter y WhatsApp. Sus relatos se parecían escalofriantemente.
Averigüé que aproximadamente seis mil personas se encontraban detenidas de manera indefinida en ese momento en los más de veinte centros “oficiales” de detención de migrantes en Libia. Aparentemente, esos centros los gestionaba el Departamento de Lucha contra la Migración Ilegal libio (DCIM, por sus siglas en inglés), asociado con el Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN) de Trípoli respaldado por la ONU, uno de los dos Gobiernos que competían por el poder en el febril país norteafricano. En realidad, el Gobierno de Trípoli era débil y se apoyaba en una serie de milicias que actuaban con impunidad.
La mayoría de los cautivos ya habían intentado llegar a Europa, pero los habían capturado en el mar Mediterráneo. Investigué más y descubrí que, en su intento por poner fin a las travesías por mar, la Unión Europea se había comprometido a contribuir con cerca de cien millones de euros para la Guardia Costera libia.[1] Se animó a los marineros libios, muchos de los cuales eran antiguos trafican- tes, a patrullar en el Mediterráneo e interceptar los barcos de refu- giados. Esto permitió a la Unión Europea circunnavegar la ley in- ternacional que prohíbe repatriar personas a los países donde su vida corre peligro. Entre 2017 y mediados de 2022, más de cien mil hombres, mujeres y niños fueron capturados en el mar y devueltos a Libia. La mayoría de estas personas, al parecer, fueron encerradas por encontrarse ilegalmente en el país, pero no hubo acusaciones oficiales, juicios ni forma de impugnar su encarcelamiento.
Los cautivos habían visto cómo amigos suyos habían escapado de los centros de detención y habían acabado asesinados por las milicias que patrullaban las calles. A otros les habían disparado cuando intentaban huir. Me contaron que la tuberculosis había acabado con muchas vidas y la escasez de comida provocaba que la gente se quedara tumbada inmóvil en el suelo. Relataban que algunos detenidos se habían quedado sin habla porque habían perdido la razón a causa del estrés y la desesperación, y se mecían adelante y atrás abrazándose con fuerza las rodillas. Me enviaron vídeos terribles de familiares torturados retenidos por traficantes despiadados que exigían un rescate. Se sentían abandonados por la ONU y maldecían a la Unión Europea por no reconocer que los refugiados también son seres humanos.
Mientras ocurría todo esto, mis contactos escondían cuidadosamente sus teléfonos, pedían a sus amigos que les recargaran el saldo para poder conectarse a internet y cargaban en secreto las baterías en las escasas ocasiones en las que había electricidad. “Esta tarjeta SIM es nuestra vida”, me dijo un hombre. Decenas e incluso cientos de personas se agolpaban alrededor de un móvil para redactar mensajes juntas, deliberando minuciosamente la manera de describir mejor su situación. Cada palabra que enviaban era un valioso grito de ayuda. Que se tome conciencia sobre su situación quizá sea su única esperanza.
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