Autor: Ángel Montiel
Fuente: laopiniondemurcia.es
La causa profunda de la segregación de los inmigrantes reside en su explotación laboral por las corporaciones de la agricultura intensiva, únicas beneficiarias de un sistema económico depredador
Para que haya integración debe haber comunicación, es decir, socialización. Si uno se acerca a cualquiera de las ciudades o pueblos, incluso a los barrios de la capital con amplia población inmigratoria, especialmente la de origen magrebí, observará gráficamente la brecha.
Los inmigrantes son sombras que transitan por las calles sin mantener contacto alguno con los originarios del lugar, no frecuentan los mismos establecimientos ni participan en los ritos locales. Su indumentaria es distinta, especialmente la de las mujeres, y esta es una espontánea barrera, establecida en prejuicios de supuesta superioridad civilizatoria, sin llegar todavía necesariamente al racismo. Aunque se acumulen años de lejana convivencia, los que han venido de fuera siguen siendo extraños.
Los espacios de convivencia
¿Cuáles son los espacios naturales de sociabilidad? El trabajo, por ejemplo. Pero ocurre que no hay españoles de origen en el campo murciano. Toda la mano de obra es inmigrante, incluso en las escalas de la pirámide laboral, como los capataces. ¿La escuela? Sí, pero en cuanto los colegios públicos alcanzan un porcentaje significativo de alumnos de origen marroquí, los padres de clase media matriculan a sus hijos en la concertada o, quienes pueden, en la privada.
Los servicios en el hogar, de limpieza o reparación, o la atención a los ancianos, actividades que suelen ejercer inmigrantes, ofrecen un curioso efecto: la cercanía más o menos íntima genera una relación de simpatía con la persona contratada, un lazo de comprensión y a veces de solidaridad con sus circunstancias, pero ese pequeño círculo no se abre a los demás, que siguen siendo extraños. Del individuo no se pasa al colectivo.
Los bares y restaurantes y comercios reproducen la imagen más expresiva de la segregación. En los primeros no hay mezcla, y en los comercios apenas contacto. Los inmigrantes solo acuden a las medianas superficies, no al pequeño establecimiento, pues disponen de sus propias tiendas, que muy ocasionalmente visitan los autóctonos, siempre en busca de alguna exquisitez que no se oferta en el comercio vecinal español.
Tampoco las fiestas populares dan origen a una provisional concurrencia mutua: en los pueblos suelen estar impregnadas de advocación religiosa incompatible con las celebraciones del colectivo inmigrante magrebí, que por lo general tampoco comparte gustos culturales y gastronómicos.
Hay un espacio imprevisto en el que se da la colaboración: el fútbol. En ciertos pueblos, en el equipo local hay tantos o más jugadores marroquíes como españoles de origen. Pero esto, a veces, conduce a una desafección por el escudo, que se ve como ajeno.
La consecuencia es que la población se relaciona como el agua y el aceite. Cuando el colectivo inmigrante alcanza porcentajes como en Torre Pacheco, cercano al 30%, esto es especialmente visible en que ocupan barrios y plazas públicas en los que ya no viven ni transitan los vecinos originarios.
En algunos casos construyen mezquitas que superan en volumen a las iglesias católicas del pueblo. Hay quienes creen que la integración exige que los inmigrantes se adapten a los ritos y costumbres autóctonas, como si los suyos fueran de quita y pon, y argumentan que es lo mismo que se impone a los españoles en sus países de origen. Pero la integración verdadera no es la adaptación a cualquier canon cultural ajeno sino la virtud de la convivencia respetuosa entre culturas diferentes.
La pobreza segregadora
Todo lo anterior esconde el principal motivo del muro: los inmigrantes son pobres. Si no lo fueran no vendrían a trabajar duro en empleos que rechazan los autóctonos. Quienes por edad hemos vivido una parte de la historia social de este país sabemos que los inmigrantes de hoy son el lumpemproletariado de ayer.
Añaden, eso sí, una variable incómoda: vienen con unas costumbres que en nuestro ámbito se consideran superadas, especialmente las relativas a la posición de la mujer, y no reinvierten en el territorio la totalidad de sus ingresos, una parte de los cuales reenvían a sus familiares en los países de origen. Esto contribuye a que los pueblos con amplio porcentaje de inmigrantes se empobrezcan en la práctica, cambien su faz y se hagan irreconocibles para sus moradores de siempre, que suelen aludir a un pasado en que, existiendo menos actividad económica, vivían más felices.
¿Quién se enriquece de tanta convulsión económica? Unos pocos, como siempre; en este caso, los grandes empresarios de la agricultura intensiva. Este modelo productivo, completamente ajeno a la cultura agrícola tradicional y cooperativa, tiene efectos depredadores en múltiples direcciones, no solo en la medioambiental (véase el Mar Menor, con su ecosistema en alto riesgo por el impacto de los residuos contaminantes) sino también en la económica: mantiene a miles de trabajadores con sueldos bajos, en precaria situación laboral, y proyecta sobre ciertas poblaciones una depauperación progresiva, pues conduce a casi doblar sus censos con contigentes condenados a la subsistencia.
Las corporaciones agrícolas alientan la inmigración ilegal, de la que también se surten; establecen prácticas laborales propias de negreros: el furgón que recoge de madrugada a los trabajadores en una plaza y los elige por su apariencia de fuerza o docilidad, y extraen sus ganancias de un territorio en el que no reinvierten, pues en muchos casos van a parar a manos de accionistas extranjeros.
Más PIB, menos bienestar
Así, tenemos un modelo productivo con una divergencia creciente entre PIB y bienestar: cuanto más agua para la agricultura, más inmigración; cuanta más inmigración, más presión poblacional; cuanta más población, más previsible aumento de la delincuencia, pues la pobreza incrementa los casos por razones de necesidad.
Los inmigrantes ayudan a sostener el sistema de pensiones, pero a la vez contribuyen a congestionar la educación y la sanidad (que muy legítimamente usan), sin que los beneficiarios de este modelo económico aporten a las Administraciones por las distorsiones que generan. Por el contrario, los presupuestos públicos tienen que acudir a paliar los desastres estructurales provocados por unos pocos enriquecidos. Por si fuera poco, este esquema laboral conduce a abaratar también el salario de los trabajadores autóctonos, pues la tendencia es a nivelar por abajo.
A lo anterior hay que añadir que la segunda generación de inmigrantes, ya nativa en España, no aspira, como es natural, a vivir en la esclavitud de sus padres y no es fácil que encuentren el camino a las universidades, lo cual genera una masa desubicada y conflictiva. Los alcaldes piden más seguridad, pero esto es como mirar el dedo que señala la luna. La raíz de la cuestión es el modelo productivo.





