Fuente: nytimes.com
Por Ted Widmer
Unas horas antes, no había certeza alguna de que Tommie Smith y John Carlos fueran a aparecer en el podio de las medallas. Smith, el favorito para ganar el oro en los 200 metros en los Juegos Olímpicos de 1968 en Ciudad de México, se esguinzó el músculo abductor en su eliminatoria y no estaba seguro de poder correr a toda velocidad. Carlos, su amigo y compatriota estadounidense, estuvo cerca de ser descalificado por abandonar su carril en la eliminatoria. Sin embargo, el juez no se dio cuenta y logró pasar a la final. Cuando llegó la final, fue la carrera de sus vidas. Smith destrozó el récord mundial, con un tiempo de 19,83 segundos, y Carlos llegó en tercero, justo detrás de Peter Norman, un australiano que salió de la nada para llevarse la medalla de plata. Nadie correría por debajo de los veinte segundos de nuevo hasta 1984, cuando otro estadounidense, Carl Lewis, lo logró.
Mientras se acercaban al podio de las medallas, Smith y Carlos traían sus zapatos para correr en las manos y andaban en calcetines negros, como si alguien los hubiera despertado de una siesta. Los tres medallistas, incluido Norman, llevaban puestos distintivos con la leyenda: “Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos”. Puede que esa leyenda haya sido difícil de leer en la pantalla de televisión, pero lo que pasó después no lo fue. Mientras el sonido el himno de Estados Unidos comenzaba a llenar el Estadio Olímpico, Smith y Carlos inclinaron la cabeza y levantaron en alto el puño derecho e izquierdo, respectivamente. Cada uno llevaba puesto un solo guante negro, que cubría la mano hecha puño: el saludo del poder negro.
Faltaban décadas para que apareciera Snapchat, pero los atletas crearon al instante una de las imágenes icónicas de la década de los sesenta, que se reproduciría incesantemente en retrospectivas de una década que continúa informando (y desinformando) la política. Sin embargo, el gesto fue tan incomprendido en aquel entonces, por todos los bandos, que vale la pena bajar la velocidad para hacer un análisis, como si se tratara de una repetición en cámara lenta de la carrera misma.
Para Smith y Carlos, el enojo se había gestado desde hacía mucho tiempo. Crecieron en costas opuestas, en familias que sabían muy bien que el Estados Unidos negro y el blanco estaban “separados y desiguales”, en palabras del informe de la Comisión Kerner de 1968. Cada uno, por su cuenta, logró llegar a la Universidad Estatal de San José, un centro neurálgico de corredores, donde se discutía animadamente en un campus enturbiado, como muchos otros, por las divisiones de Estados Unidos. Las clases improvisadas sobre estudios afroestadounidenses estaban atrayendo a cientos de oyentes; en ocasiones, los “talleres” se desbordaban de las aulas a reuniones espontáneas con una amplia concurrencia. Casi cada aspecto de la vida universitaria (incluidas las fraternidades que eran solo para blancos) estaba bajo escrutinio, mientras esos jóvenes estadounidenses trataban de entender un país que parecía mejor para prometer libertad que para garantizarla. Smith y Carlos aprendían con rapidez y, estimulados por un profesor de Sociología, Harry Edwards, no dejaron de hacerse preguntas difíciles, a ellos mismos y a sus compañeros.
Aunque ambos amaban correr, tenían sentimientos encontrados sobre el papel que desempeñaban en la comercialización de los deportes, en una época en la que se gastaban enormes cantidades de dinero en la publicidad televisiva, pero los programas contra la pobreza batallaban por sobrevivir. En los meses posteriores al asesinato del reverendo Martin Luther King Jr. y la Campaña de los Pobres, que avanzó con dificultad tras su muerte, querían correr por algo más importante que una medalla.
Muchos atletas negros destacados estaban manifestándose en contra del racismo y la pobreza aquel año, incluidos Bill Russell, Jim Brown y Muhammad Ali, quien tiró su medalla de los Juegos Olímpicos de 1960 al río Ohio después de que le negaron el servicio en un restaurante solo para blancos en Louisville. ¿Acaso no se equilibraría un poco el panorama si estas estrellas jóvenes de las pistas pudieran ganar medallas y, al mismo tiempo, dar voz a los que no la tenían? Los afroestadounidenses eran casi invisibles en la versión televisada de Estados Unidos que transmitían las cadenas. ¿Quién más podría hablar por ellos?
Solo con ir a los Juegos Olímpicos, los atletas habían evitado una crisis en ciernes del año anterior, cuando se había debatido seriamente hacer un boicot en protesta por la forma en que se marginaba a los estadounidenses negros. De hecho, Kareem Abdul-Jabbar (entonces Lew Alcindor) no participó en las Olimpiadas de 1968 (a pesar de ello, el equipo estadounidense de baloncesto masculino ganó el oro). Smith y Carlos decidieron participar, pero una razón por la que tenían listos los guantes negros era que querían evitar darle la mano a Avery Brundage, el presidente del Comité Olímpico Internacional.
Brundage, un estadounidense blanco, era un exatleta olímpico que había corrido con Jim Thorpe en 1912 y que fue abriéndose paso con firmeza en una carrera que combinó la construcción con los deportes de alto nivel. Sin embargo, a lo largo de su carrera lo persiguieron rumores de racismo y antisemitismo. En 1936, el año de los Juegos Olímpicos de Berlín, había mostrado un gran entusiasmo por los nazis y en los años que siguieron, Brundage tuvo importantes intereses comerciales con ellos. Mientras la guerra se extendía por Europa, apoyó de manera pública el movimiento Estados Unidos Primero, que se oponía a la intervención de su país en la Segunda Guerra Mundial. Desde 1952 había dirigido el Comité Olímpico y parecía personificar la desorientación del Viejo Mundo que molestaba a los jóvenes atletas. Si querían escuchar debates matizados sobre la pobreza, iban a tener que buscarlos en otra parte.
Al mismo tiempo, Brundage respaldó con firmeza la decisión valiente de hacer los Juegos Olímpicos en México, algo con lo que muchos estaban en desacuerdo por motivos que implicaban un tipo distinto de racismo. Eso, a su vez, había atraído a una cantidad considerable de naciones africanas que competían por primera vez. Debe darse algo de crédito a Brundage por reconocer, a su modo, que estaba surgiendo un nuevo mundo. México mostró que tenía agallas cuando se negó a recibir a atletas del régimen del apartheid de Sudáfrica. Estos serían unos “Juegos Olímpicos de la paz” y las muestras de tensión política no eran bienvenidas, o al menos eso esperaban los organizadores.
Sin embargo, esa consigna llena de esperanza se volvió obsoleta incluso antes de que empezaran las Olimpiadas, después de que sucedió un terrible acto de violencia. Las juventudes rebeldes habían sacudido muchas naciones en 1968: Francia todavía se estaba recuperando de las protestas estudiantiles de la primavera y un movimiento paralelo en Checoslovaquia había sido suprimido en agosto cuando los tanques soviéticos entraron en la ciudad. Desde luego, los estudiantes luchaban por su propio cambio en México, donde la democracia estaba lejos de ser realidad. Cuando los jóvenes comenzaron a organizar mítines masivos en Ciudad de México, justo antes de los Juegos Olímpicos, unos funcionarios nerviosos reaccionaron de manera exagerada y enviaron soldados armados a reprimirlos. El 2 de octubre, solo dos semanas antes de la carrera de 200 metros en la que compitieron Smith y Carlos, cientos de estudiantes fueron asesinados en un mitin.
El trasfondo de esta violencia hizo que los dos puños en alto, durante el himno nacional estadounidense, tuvieran mayor impacto. Una buena parte de la audiencia televisiva en Estados Unidos se regocijó cuando una valiente gimnasta checa, Věra Čáslavská, miró en otra dirección cuando se escuchó el himno soviético. Se emocionaron menos, sin embargo, cuando Tommie Smith y John Carlos hicieron su propio ritual de protesta.
Si se podía contar con alguien para empeorar aún más una situación ya de por sí confusa, ese era Avery Brundage. La misma persona que permaneció tan despreocupada por los saludos nazis en 1936, ahora se sentía indignada por los puños en alto de sus compatriotas estadounidenses. Por mera coincidencia, los puños en alto se vinculaban históricamente con el antifascismo, pero todo sentido de contexto histórico se perdió muy pronto, cuando todos se molestaron con todos. Brundage denunció a Smith y a Carlos por su “mentalidad retorcida” y se quejó por la “manifestación desagradable en contra de la bandera estadounidense por parte de los negros”, como si los “negros” no fueran estadounidenses del todo. Eso fue justo lo que Smith y Carlos estaban tratando de denunciar. Sin embargo, los expulsaron de inmediato de la villa olímpica y los enviaron a hacer sus maletas.
La histeria que siguió fue avivada por los medios. El comentarista deportivo Brent Musberger fue especialmente alarmista: comparó a Smith y a Carlos con “guardias de asalto de piel oscura”, como si ellos, y no Brundage, tuvieran un pasado nazi oculto. Todos los argumentos de sutileza fueron superados por el maremoto de furia con tintes raciales que azotó a Estados Unidos.
No obstante, en realidad, Smith y Carlos eran más moderados de lo que su gesto sugería. Estaban tratando de crear conciencia por el sufrimiento; no eran Panteras Negras ni separatistas. No tenían armas ni manifiestos. Su acto, visto por una audiencia masiva, fue, de hecho, en buena medida improvisado. En su autobiografía, Smith explicó que había tratado de hacer un “saludo por los derechos humanos”, no un saludo del poder negro. “Nos preocupaba la falta de asistentes de entrenador negros”, escribió. “La manera en que le quitaron el título a Muhammad Ali. La falta de acceso a viviendas dignas y que nuestros hijos no pudieran asistir a universidades de primer nivel”. No querían competir en encuentros organizados por clubes de atletismo de blancos.
Esas no eran precisamente causas revolucionarias, pero eran importantes en un país que parecía haber olvidado cómo hacerse cargo de los pobres, en especial, de los estadounidenses negros pobres de las ciudades. Smith acababa de terminar su cuarto año en el Cuerpo de Entrenamiento para Oficiales de la Reserva en la Universidad Estatal de San José y esperaba graduarse como teniente del ejército. Como explicó después, la protesta tuvo que ver principalmente con la “dignidad negra”. Se puede encontrar un referente directo entre ese podio de medallas y Frederick Douglass y su ensayo “¿Qué significa el 4 de julio para los esclavos?”, que ahora se reconoce como uno de los grandes documentos de protesta de la historia estadounidense. Al final del ensayo, Douglass, tras desahogar su ira, manifestó el orgullo que sentía por Estados Unidos y escribió: “No pierdo las esperanzas en este país”. Del mismo modo, Tommie Smith exigió que su protesta se hiciera bien, “porque el himno nacional es sagrado para mí y esto no puede hacerse de manera descuidada”. Las grandes naciones pueden sobrevivir a esta clase de protesta respetuosa.
También se debe recordar que en la protesta participaron tres atletas, no dos. Peter Norman también estuvo presente en ese podio, con su distintivo, sumando su perspectiva a un problema que distaba de ser exclusivo de Estados Unidos. Australia tenía su propia historia, extensa y polémica, que Norman conocía bien, pues había crecido en una familia muy influida por el Ejército de Salvación y su misión con los pobres. La decisión de este aprendiz de carnicero de mostrarse, a su modo, con la cabeza en alto, daba un enorme realce al significado del momento. De hecho, fue su idea que Smith y Carlos usaran un solo guante (Carlos había olvidado su par). Sería difícil encontrar un ejemplo más emotivo del ideal olímpico que Brundage había pasado décadas articulando. A estos atletas los unía algo mayor que la simple victoria. Después, Smith describió la escena del podio como un “arco de unidad”.
Los tres sufrieron de maneras distintas las consecuencias de su valentía, pero con el paso del tiempo, volvieron a ser aceptados en las filas olímpicas y en la historia. Cuando Norman murió en 2006, todavía olvidado injustamente, Smith y Carlos se levantaron una vez más para cargar su féretro.
Cincuenta años después, algunos de los detalles han cambiado, pero los gestos de los atletas continúan haciendo eco en una nación que permanece dividida en muchas de las formas en que se encontraba dividida entonces. Seguramente, muchos de los detalles de las futuras controversias sobre las protestas se interpretarán mal al calor del momento, como lo hicieron muchos extremistas en 1968. Pero la perspectiva que nos da la distancia ayuda a recuperar una dosis de calma en un debate que no da signos de que acabará pronto.
Ted Widmer es catedrático del Colegio William E. Macaulay para alumnos sobresalientes de la Universidad de la ciudad de Nueva York. Es miembro emérito e investigador del programa Carnegie-Uehiro del Consejo Carnegie de Ética y Asuntos Internacionales.