Comprender la democracia

Fuente: sinembargo.mx

Autor: Melvin Cantarell Gamboa

El pueblo no puede delegar más poderes que los que puede ejercer por sí mismo en salvaguarda de su libertad para elegir. Desafortunadamente la democracia evolucionó hacia formas oligárquicas extremas que amenazan hoy con extinguirla bajo la forma predominante del neoliberalismo que, en sus estertores, insiste en legitimar el poder del dinero y el mercado.

Primera parte

“Aunque la tarea impuesta puede parecer de escaso interés, es imprescindible llevarla a cabo, ya que debemos poseer (y estar en condiciones de suministrar) las razones de nuestras instituciones, y además porque las democracias carecen de viabilidad si sus ciudadanos no las comprenden”. 

Giovanni Sartori. 

Teoría de la democracia. 

Alianza Universidad. Madrid. 1988.

La democracia, como la conocemos, se remonta a la antigüedad clásica griega; empezó como populismo afectivo, como amor a los pobres; aprendió de la vida en común y del efecto contagioso de las emociones de sentir la misma pena y padecer los mismos problemas. La democracia, como todas las creaciones humanas, no se forja de un solo golpe, se prepara largo tiempo en el curso de acontecimientos que no encuentran solución sin modificar la normalidad establecida. Esto, porque la democracia no se reduce a una forma de gobierno, de Estado o a la toma de decisiones en que participa una mayoría de ciudadanos, es solo una herramienta consagrada a la búsqueda de sus propios fundamentos “que en tanto sistema procedimental es algo inacabado y el peor de los sistemas posibles, sin embargo, no hay ningún otro que sea mejor”, afirmó Winston Churchill,.

La democracia surgió en Atenas en el siglo VI a. de n. e. a partir de las reformas de Clístenes en 508-507 a. de n. e., y se suprimió en 322 a causa de la hegemonía macedónica sobre Grecia. Sus antecedentes se sitúan en el 594 a. de n. e. con la Constitución de Solón, a quien podemos considerar su fundador. Durante un largo periodo de paz, el pueblo ateniense, enamorado de su Constitución y del poder de la ley, colocó a la cabeza del Estado a un ciudadano que no pertenecía a la nobleza ni a las familias más ilustres de la ciudad: Solón, hombre de honorable origen cuyas reformas dieron lugar a la substitución de la aristocracia de la raza por la aristocracia del espíritu práctico. Solón al frente del gobierno concedió a los campesinos, que pedían la abolición de las deudas, una condonación de sus atrasos, impidió el acaparamiento de tierras, emitió una nueva moneda de menor valor que alivió a los deudores en general, prohibió el encarcelamiento por deudas, lo que evitó que muchos atenienses cayeran en la esclavitud y preparó el porvenir para que las leyes creadas por él tuvieran una vigencia de 70 años, equivalente al promedio de vida de un ser humano y como sólo él podía abolirlas,  según la tradición, se exilió de Atenas y fingió estar loco; “he dado al pueblo tantos poderes, dirá más tarde, como bastan, sin quitar ni añadir nada, para  conservar sus derechos”; para los que disponían de la fuerza que otorga la riqueza y no lesionar su dignidad, conservó la división de la ciudad en tribus sin concederles ningún privilegio ni prohibirles aspirar a ocupar los puestos más elevados,  siempre y cuando fueran electos en las asambleas del pueblo, mismo derecho que otorgó también al más humilde de los ciudadanos. 

Por esta razón, hoy saludamos a Solón como el verdadero padre de la democracia. Desde entonces, anidó en la oligarquía un profundo resentimiento y odio hacia el pueblo llano que, como lo ilustró la cita atribuida a Luiz Inacio Lula Da Silva: “Nunca pensé que poner un plato de comida en la mesa de un pobre, generaría tanto odio en una élite que tira toneladas de comida a la basura todos los días”. 

Establecidas las primeras instituciones democráticas, todo hizo pensar a sus fundadores  que nada pondría trabas al libre juego de la voluntad popular, que la única amenaza que enfrentarían a futuro las sociedades que practicaran esta forma de gobierno y que seguramente resolverían fácilmente, era la desigualdad entre los hombres, intuyeron incluso   que en todas las sociedades en que gobernara el número, es decir el pueblo, el combate a la desigualdad sería un programa eterno y una esplendorosa esperanza. La palabra democracia es una invención del siglo de Pericles, que gobernó Atenas durante treinta años; Pericles fue también el primero en convertir una teoría en una realidad: dio acceso a los ciudadanos a las magistraturas, concedió a todos el derecho a aspirar a ellas sin importar su origen o condición social, lo que le permitió realizar la esencia de todo proyecto democrático: luchar contra la injusticia y materializar los dos principios fundamentales de toda organización de carácter democrático: libertad e igualdad.

Durante su gobierno (de 463 a 429 a. de n. e.), Pericles logró el equilibrio entre las recién creadas  instituciones democráticas, los ciudadanos eran libres e iguales ante la ley, no había distinción  entre nobles y plebeyos, se concedió a todos por igual tomar la palabra en las asambleas, a ser jueces y ejercer magistraturas, se cuidó que los atenienses no procuraran la riqueza, sino el bienestar y que el pueblo se enamorara de la libertad y la igualdad existentes, pese a que no le estaba prohibido a nadie la ambición política. Durante la gobernanza de Pericles, el pueblo permanece sano, moderado y juicioso, ninguna clase buscó imponerse a las demás y el Estado disfrutó de una sólida situación financiera pues los ingresos por impuestos estaban garantizados. Lo anterior permitió a Nietzsche escribir: “Durante millones de años…nuestros antepasados fueron débiles y oprimidos durante su vida. Sólo la civilización griega lo es de gente acaudalada, no en riqueza material, sino porque vivieron mejor que nosotros; buen alimento y poca necesidad produjeron lo que había de bueno y mejor en sus espíritus; iluminaron su mundo con radiaciones de belleza y no con colores sombríos y violencia” (El viajero y su sombra). 

Pero hasta el más atractivo y justo estado de cosas tiene sus enemigos, la Atenas democrática, como todas las democracias que le han seguido, encontraron su destrucción en la ambición sin límite de sus oligarquías. (Para mayor información sobre los párrafos anteriores consultar: Robert Cohen. Atenas, una democracia. Biblioteca de Historia. Editorial Orbis).

Aristóteles, quien colocó a la política entre las ciencias teórico-practicas, dijo que la democracia es una forma degenerada de comunidad política, la consideraba, efectivamente, como un gobierno de los pobres, pues en las sociedades históricas difícilmente los ricos pueden ser “los muchos”, sino que siempre serán los pocos y juntos forman una oligarquía; el pueblo será mayoría, pero, debido al poder e influencia de las élites las instituciones serán oligárquicas y estarán bajo el control de los poderosos. Sólo en una democracia donde efectivamente decidan los pobres, estos tendrán más poder que los ricos, pero hasta el momento  son los ricos o sus representantes los que están al frente de las instituciones y han gobernado en su beneficio, nunca en interés de los necesitados; además, el mayor problema para la democracia es la facilidad con que ésta puede ser manipulada por las élites, a las que Aristóteles llamó “malos ricos” para estigmatizar a quienes, con su conducta, abusaban de su dinero para oprimir a sus conciudadanos; cuando esta condición es llevada a extremos la democracia degenera en tiranía; situación que se hace evidente cuando los poderosos hacen ostentación de su lujo y tienen el corazón cerrado para la piedad, sin embargo, ignoran o no llegan a comprender que con su opulencia, exasperan a los que consideran inferiores. 

La democracia a la que se refirió Aristóteles es la democracia directa, sin Estado; veamos ahora cómo opera la democracia en los Estados modernos.

En la Edad Media pocos autores se refieren a la democracia; es hasta el siglo XIII que Tomás de Aquino lo hace para referirse a la recién descubierta obra de Aristóteles: La Política. Lo históricamente cierto es que la democracia moderna surgió de la ruina de la monarquía absolutista europea con las revoluciones en los Estados Unidos y Francia en la segunda mitad del siglo XVIII y, desde entonces, se ha venido desarrollando bajo diferentes modelos y formas de gobierno durante los siglos XIX, XX y XXI. Dejaré para otra ocasión analizar la llamada democracia norteamericana que Tocqueville llamó representativa y republicana, y que se materializa en sus actuales instituciones políticas, en las que el pensador francés percibió el peligro potencial de degenerar en un “despotismo suavizado” que, en principio, mantuvo a la clase dominante alejada del poder político lo que dio lugar a una especie de igualdad en que la clase media era predominante y donde el pueblo era independiente y gozaba de verdadera libertad; sin embargo, según Charles Wright Mills, Sheldon Sanford Wolin, Howard Zinn y Noam Chomsky esto es absolutamente falso porque sin educación política continuada, sin experiencia de justicia, sin autoconstruirse a sí misma y habiendo levantado una barrera racial y de clases donde mandan las élites, la democracia participativa norteamericana se ha transmutado en otra cosa: una democracia de espectador en la que el pueblo constituye un rebaño desconcertado y pasivo, pero que hoy parece haber despertado de su letargo para encarar críticamente las próximas elecciones en noviembre de 2024. Pero de esto podemos ocuparnos a detalle en mejor ocasión. 

Por el momento, basemos nuestro análisis en la democracia representativa que surge de la Revolución Francesa y que tuvo por basamento el derrocamiento de la monarquía, la imposición de la soberanía popular y la igualdad ante la ley;  principios reivindicatorios que se derivaron de contradicciones sociales ligadas a una realidad indeseable: la pobreza extrema, el hambre del pueblo producto de la expulsión de los campesinos de los feudos, el despotismo monárquico y otros factores que dieron lugar a una situación prerrevolucionaria que se concretó con la reunión en Asamblea Nacional del Tercer Estado, el 19 de junio de 1789, de campesinos, artesanos y burgueses; la mayoría eran hombres y mujeres desposeídos de bienes económicos y de distinciones sociales que se adjudicaron la   representación de toda la nación, pues excluyeron a la nobleza y el clero, para implantar el poder popular. Sin embargo, finalmente, no triunfó el interés general, el pueblo cedió sus espacios a los agentes de la ascendente oligarquía francesa; la dirección del movimiento quedó en manos de los dirigentes políticos, periodistas, panfletarios, clérigos pobres e intelectuales pequeño burgueses que celebraban las virtudes de los campesinos mientras llevaban una vida de placeres; ponían en alto el trabajo manual, pero nunca habían “puesto un clavo”, en su vida, elogiaban la ignorancia de las clases populares, pero escribían libros que les otorgaran méritos para ocupar altos puestos. Basados en falsos argumentos, se consideraron salvadores de la nación y pensaron que solo por su mediación podía   alcanzarse el lema: “libertad, igualdad y fraternidad” que resumen los ideales de la revolución. Sin embargo, una vez que tomaron el poder mostraron su verdadero rostro: groseros representantes de la burguesía; negaron a la sociedad el derecho a crear sus propias instituciones y las organizaron de tal manera que sirvieran para la protección, defensa y expansión de los intereses de la creciente y próspera burguesía francesa. Esta burguesía, organizada hoy en oligarquía, estableció desde entonces la práctica de combinar coacción y cooptación para dominar y controlar los espacios públicos, principalmente a través de la demagogia, la propaganda y el control de los medios. Uso que se generalizó y hoy mantiene dividida a las poblaciones en los países democráticos. 

De ahí que hoy la democracia representativa tenga solo la apariencia de soberanía popular; en los hechos el poder oligárquico es predominante y una constante amenaza a la igualdad y la libertad. Como hemos visto, desde el momento en que triunfó la Revolución Francesa, que eliminó la monarquía, los acontecimientos sociales que de ahí se derivaron plantearon la necesidad de ligarlos a una realidad determinada por los hechos y adaptable a cada contexto, pero solo en apariencia, pues, de la misma manera que durante la Revolución se  ofreció a los nuevos ciudadanos de la “Francia libre” un proyecto de nación que tuviera por basamento la realidad política y la soberanía del pueblo, en realidad sucedió lo opuesto, como bien lo entendió el clérigo  Emanuel Joseph Sieyés, una de las principales voces de Tercer Estado y teórico de la política, al reconocer que el nuevo gobierno representativo, emanado de la Revolución, en la práctica se opondría a la democracia, pues ésta tiene como fundamento la soberanía popular, la libertad y la igualdad jurídica, pero, como bien lo observó, estos principios no pueden dejar de estar fusionados a la propiedad y al mercado, por lo que dedujo que el buen funcionamiento de las  instituciones emanadas del movimiento revolucionario tendrían que actualizarse a partir de lo que dictara la nueva realidad, es decir, a partir de los intereses de la ascendente burguesía, el poder del dinero, el respeto de la propiedad, la liberación del mercado y la competencia, la idea de progreso, del rendimiento productivo y el giro hacia el uso instrumental del realismo político, es decir, que gobernaran sus delegados; la nueva sociedad, en consecuencia, estaba obligada a encontrar el equilibrio entre soberanía popular e instituciones oligárquicas. Craso error.

El pueblo no puede delegar más poderes que los que puede ejercer por sí mismo en salvaguarda de su libertad para elegir. Desafortunadamente la democracia evolucionó hacia formas oligárquicas extremas que amenazan hoy con extinguirla bajo la forma predominante del neoliberalismo que, en sus estertores, insiste en legitimar el poder del dinero y el mercado. Pero de esto me ocuparé la semana próxima en la segunda parte de este artículo.

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