Autor: Hasel-Paris Álvarez
Pablo Iglesias ha entrado en la campaña madrileña “por compromiso antifascista” para “frenar a la ultraultraderecha”. Su lema: No pasarán. Su himno: Bandera Roja.
Rocío Monasterio, de Vox, está encantada. “Nos vamos a divertir sacando al comunismo de Madrid”. “Frenaremos a los castrobolivarianos».
Como escribe Juan Soto Ivars, en estas elecciones “se habla de Franco y de Azaña; de chekas y paredones, hasta de la URSS y el chile de Pinochet«.
Con esta dialéctica, propia de la Guerra Civil, cualquiera diría que Madrid decide entre la abolición del capitalismo o la restauración del Imperio. Lamentablemente, ninguna de ambas propuestas está sobre la mesa. La elección se reduce a la gris Isabel Díaz Ayuso o el soso Ángel Gabilondo. Dos políticos de aparato que, además, comparten un mismo ideario: desde la desregulación de la vivienda hasta la autodeterminación del género.
Entonces, ¿por qué en Madrid se habla hoy de fascismo, ocho décadas después de la caída de Berlín? ¿Por qué se habla de comunismo, tres décadas después de la caída del muro de Berlín?
Pues para no hablar de otra cosa que también cayó cerca de Berlín, hace seis décadas: la socialdemocracia. En 1959, en Godesberg, los partidos europeos de la familia del PSOE renunciaron a combatir el libre mercado y nacionalizar empresas, sustituyendo el análisis de clase por consignas moralistas.
Los partidos europeos de la familia del PP sufrieron otra traumática deformación. Con Margaret Thatcher a la cabeza, pasaron de un conservadurismo preocupado por la pobreza a un liberalismo enamorado de la desigualdad económica.
Además, en años siguientes, tories británicos, CDU alemana y populares españoles se dedicaron a someter la Nación a cualquier poder global, abolir el servicio militar o importar inmigración como mano de obra barata. Así se consumó una doble traición, en palabras de Verstrynge. La izquierda renunció a representar al pueblo. La derecha renunció a defender la patria.
Ahora, la única forma en que socialistas y populares pueden movilizar al decepcionado elector es a la contra. Por eso la estrategia de Pedro Sánchez es “o me votas a mí o vuelve el franquismo”. Por eso el lema de Ayuso da a elegir “libertad o comunismo”.
Con esta estrategia, hiperbólica y divisiva, se envenena todo el cuerpo social a costa de salvar a los políticos. Nos quieren como en el 36 para mantener su régimen del 78 con tácticas propias del 84.
Eso sí, para que funcione el cuento antifascista-anticomunista, el bipartidismo necesita a dos tontos útiles que se presten a jugar el papel de comunista y fascista: Podemos y Vox. Y en vez de impugnar un partido amañado, ambos deciden entrar a jugar. Pero como balones.
Así, Podemos (la izquierda de la izquierda) y Vox (la derecha auténtica) hincan el diente en la carnaza del comunismo contra fascismo. Y más fieramente que nadie. Se sienten tiburones, cazadores nacidos para tales aguas. Cuando en realidad son los gusanos que, retorciéndose en un doble anzuelo, atraen la pesca hacia las redes de siempre.
La realidad es tragicómica. Podemos hace campaña desde la trágica contradicción de despotricar contra el fondo buitre Blackstone, mientras implanta el ideario eco-trans-diverso de Blackstone.
Vox se mueve en la comedia de criticar el progrerío de Soros y Netflix, pero defendiendo el modelo económico de Wall Street y California, sedes de Soros y Netflix.
Y así, ambos libran una Guerra Civil repetida como farsa, donde los milicianos y los requetés son interpretados por un único bando de pijos: los de Malasaña contra los de Salamanca.
Tal estrategia de antifascismo-anticomunismo sólo se sostiene sobre un analfabetismo político instaurado por el bipartidismo (y remachado por los nuevos partidos). Para PSOE y Podemos, el fascismo incluye desde la preocupación por la seguridad ciudadana hasta la afirmación de que las niñas tienen vulva.
Para PP y Vox, el comunismo incluye desde Cáritas hasta el artículo 128 de la Constitución Española.
Ello demuestra lo mucho que, entre los políticos, se ha movido el eje económico hacia la derecha, y el eje cultural hacia la izquierda. Dos carriles diferentes con un mismo sentido.
Por ello, la estrategia antifascista-anticomunista tiene un discreto punto débil: ser un disparate.
Podemos tiene bien poco de comunista. Ha cambiado los planes quinquenales por la Agenda 2030. No les gusta el octubre del 1917 tanto como Mayo del 68. No son muy de clase obrera, pero sí mucho de aula universitaria. Tienen un par de ministros que se dicen comunistas, pero no son tan revolucionarios como para tocar la publicidad de apuestas o la reforma laboral.
Igualmente, Vox tiene bien poco de fascista. Han cambiado la Carta del Lavoro por la Carta de Madrid. No les gusta tanto la república imperial como el borbonismo parlamentario. No son germanófilos antisemitas, sino pitiyankis sionistas.
Lo representativo en la lista de Podemos Madrid no es el comunista Agustín Moreno (el único obrero de la lista). Lo representativo de Podemos es el posmodernismo friki de Beatriz ‘queer’ Gimeno y Serigne ‘BlackLives’ Mbayé.
Lo representativo de Vox Madrid no es el fascista Jorge Cutillas (el único conocedor del rural). Es el neoliberalismo trepa de Henríquez ‘sobresueldos’ de Luna y Ruiz ‘ladrillazo’ Bartolomé.
Hay, sobre todo, dos grandes diferencias entre estos partidos nuevos y aquellas viejas ideas. Mientras que Vox es una escisión del ultraliberal PP aguirrista, el fascismo tenía «grandes perspectivas sociales, o mejor dicho, socialistas», según Ramiro Ledesma.
Mientras que Podemos es el valedor de todo partido independentista (desde EH Bildu hasta el PDeCAT), el comunismo era «la centralidad democrática en un estado único e indivisible», según Lenin.
Siguiendo con Lenin, “todo discurso que proponga separar a los obreros de una nación en otra es un nacionalismo burgués contra el que se debe luchar de forma implacable”.
Este nacionalismo burgués es lo que caracteriza el procés catalán y vasco. Su motor reside en JxCAT y el PNV, oligarquías barcelonesas y bilbaínas que buscan romper la solidaridad interterritorial para quedarse con una buena tajada de la Hacienda Pública. Todo ello, en nombre de un derecho de autodeterminación para catalanes y vascos. Una autodeterminación que (Lenin de nuevo) “no debería buscarse en Europa Occidental, cuyos Estados quedaron consolidados desde 1871”.
En un principio, Podemos quiso resolver la cuestión territorial copiando de Bolivia el término plurinacional. España sería la unión de varias naciones culturales (diferentes lenguas y orígenes). Unidad en la diversidad. Una buena fórmula que permitía a los morados embestir contra la política castuza, no contra la España castiza.
Con tal enfoque, sus resultados electorales fueron excelentes tanto en Madrid como en Cataluña, País Vasco o Galicia. Pero la creciente presión del independentismo fue obligando a Podemos a pasarse del acierto plurinacional al bulo de la autodeterminación.
En biología, un organismo pluricelular es aquel en que diferentes células han logrado ensamblarse, pero cuyo desmembramiento es imposible, pues supondría la extinción de todas ellas.
Lo mismo ocurriría con la España plurinacional. Y también así se fue extinguiendo el Podemos proindependentista en Cataluña, País Vasco o Galicia. Las famosas confluencias (Compromís, En Marea, Adelante Andalucía) se revelaron como escisiones y el voto perdido por Podemos acabó relanzando a EH Bildu y al BNG. La respuesta de los cinturones rojos (barrios obreros) fue teñirse de naranja Ciudadanos o de verde Vox.
En ambientes podemitas suele decirse que “no hay nada más tonto que un obrero que vota a las derechas”. Más bien habría que decir “no hay nada más tonto que un político de izquierdas apoyando el independentismo”.
El obrero sabe, casi instintivamente, que no existe progreso posible si se quiebra el Estado nación, la caja común y la hucha de pensiones. Prefiere cualquier partido que no rompa el suelo bajo sus pies antes que uno que quiera asaltar los cielos con la cabeza en las nubes. El currante del pladur que vota a Vox tiene en sus entrañas más análisis marxista que todo el partido morado.
Para Stalin, la Nación es algo previo a todo proyecto político, “una comunidad humana estable, históricamente formada”, una unidad preexistente de “territorio, economía, psicología, cultura”. La Nación está formada sobre un pasado común, por mucho que Podemos quiera borrar de la memoria histórica a almirantes de Trafalgar o a divisionarios (y Vox quiera borrar a Abderramán o a brigadistas).
La Nación está formada sobre un idioma común, por mucho que Podemos vote contra “la imposición legal del castellano en España” (y Vox vote enseñar en inglés desde la Ética hasta la Historia).
Para José Luis Rodríguez Zapatero, sin embargo, la Nación es “discutible y discutida”. Y su discípulo coletudo evita la discusión diciendo que “la única patria son los hospitales y la sanidad pública”. ¡Mejor sería, en ese caso, nacionalizarse escandinavo o solicitar una ciudadanía global a la Bill Gates Foundation!
Tener muchos hospitales es un gran logro de la Nación, pero no es la Nación en sí. Y el gran fracaso de la Nación es la desigualdad entre esos hospitales, con trece robots quirúrgicos en Cataluña, pero cero en Extremadura, la Mancha, Murcia o Aragón.
Gregor Strasser definió el nacionalsocialismo como una lucha “contra la explotación capitalista del débil, los salarios injustos y el valor humano definido por su productividad”. Vox, por el contrario, ha votado a favor de los despidos por baja médica, en contra de la subida del salario mínimo y contra ERTE o pensiones.
Sin embargo, la nueva estrategia de Vox es camuflar su apoyo a los poderosos, aparentando proteger a los humildes. Ahora hablan de rebaja fiscal “a la clase trabajadora” cuando quieren bonificar herencias de más de 800.000 euros. Hablan de “garantizar la seguridad de los productores” para apoyar las abusivas sanciones de Estados Unidos. Y hablan de “defender a las pymes” para encubrir a las grandes empresas.
El último episodio ha sido el del apoyo de Vox a los youtubers que se van a Andorra para pagar menos impuestos. Los youtubers son el último peldaño, más o menos simpático, de la gran estafa piramidal tecnológica, desde YouTube y Google hasta Netflix y Amazon. Estas empresas crean poquísimos puestos de trabajo y apenas pagan impuestos, pero se enriquecen a fuerza de expropiar nuestra privacidad y monopolizar sectores estratégicos.
Vox ha decidido comprometerse con este modelo económico, para “asemejar España a Silicon Valley y convertirnos en un paraíso [fiscal]”. Donde el fascismo de Mussolini decía “nada por encima del Estado”, Vox dice “todo bajo el Mercado”.
La coartada para esta operación son unos youtubers que, escribe Ana Iris Simón, “se dedican a retransmitir videojuegos, hacer retos de comer huevo crudo y vivir entre teclados multicolor y estantes con figuritas, pese a haber superado la treintena”.
Con millones de seguidores (niños y adolescentes), el estilo de vida que promueven costará caro a las arcas públicas. Desde la adicción a redes sociales hasta el sedentarismo, pasando por el desdén hacia la formación de una familia o la educación.
“A España le debo muy poco, ¡si yo prácticamente no he ido al instituto!» afirma el youtuber Lolito, celebrando dejar de pagar impuestos aquí. ¡Con lo que se ahorra en cotizar a Sanidad, el youtuber Corbacho ha podido comprarse “el primer Porsche dorado de Andorra”!
Estos muchachos, tan formados y austeros, son la juventud apadrinada por Vox.
Vox apoyará a las dos decenas de youtubers que se escapan del fisco, no a los dos millones de españoles expatriados por falta de inversión en investigación o industria. A Vox le interesa el andorrano que se ahorra 30.000 euros de impuestos, no el español promedio que cobra menos de 30.000 euros.
En general, a Vox le preocupa que el 1% de la población pague casi un 50% de impuestos, en vez de preocuparle que un 1% de la población acumule el 50% de la riqueza.
Dicho de otra forma, Vox se horroriza de las imperfecciones secundarias, no de la deformación principal.
La deformación principal es, por supuesto, la existencia de masivas concentraciones de capital y brutales desigualdades económicas. Para solucionar tal anomalía, ya Aristóteles escribió que “lo justo es que aquel que posea mucho pague muchos impuestos, mientras que aquel que posea poco pague pocos”.
Y Platón, pensador fascista (según el pensador liberal Popper), añade: “A la comunidad no le interesa que unos pocos gocen de beneficios, sino que se distribuyan entre todos con armonía, mediante la persuasión o la fuerza”.
Así, la impecable lógica griega formuló la fiscalidad progresiva.
Fiscalidad progresiva es toda aquella en que los más ricos pagan una proporción mayor que los más pobres. La única alternativa es una fiscalidad regresiva en la que los más pobres se esfuerzan más que los ricos para pagar su parte proporcional.
Por eso, la antigua Grecia tasaba las grandes fortunas con la liturgia, un impuesto destinado a sufragar desde las carreteras hasta la defensa. Las aristocracias griegas entendían que unos mayores impuestos suponían un mayor honor. Practicaban lo que Pablo Iglesias llama “fiscalidad patriótica”. Aunque seguramente lo hacían porque no se lo gastaban luego en estudios sobre juguetes rosas.
Aquel modelo continuó hasta la Edad Media, en la que el rico costeaba la parte mayor de catedrales y universidades para redimirse del pecado de la avaricia. En 1379, el duque de Lancaster pagaba en impuestos 133 monedas y 4 céntimos, mientras que un campesino pagaba sólo los 4 céntimos.
Pero con el final del Medievo, prosperaron las fiscalidades regresivas. Se conserva el lamento de un juglar: “¡Un hombre con más de 40 libras pagará sólo 12 peniques, mientras que otro hombre, abatido por la pobreza, tendrá que pagar la misma medida!”. Aquella barbaridad, evidente hasta para un humilde trovador de hace siglos, es la propuesta de la moderna derecha ilustrada. ¡Cuánto hemos degenerado!
El economista Juan Ramón Rallo es el defensor del capitalismo más radical. Rallo ha confesado que detrás de la campaña youtuber de Vox hay una operación para cuestionar la fiscalidad progresiva. Este sería el enésimo intento de sabotaje que el liberalismo ejerce contra la tradición occidental.
Pero, además de ser el economista de cabecera de las derechas, Rallo es el filósofo en la sombra de las izquierdas. Rallo comparte con Podemos una misma defensa de la droga, la prostitución, la eutanasia o la inmigración, entendidas todas ellas como meras libertades individuales, sin considerar su naturaleza mafiosa.
También comparten ambos apología del independentismo. La secesión de las regiones es, para ellos, un derecho absoluto, por encima de vínculos humanos y razones históricas.
Es una visión coherente con el capitalismo, cuyo objetivo es destruir los grandes Estados y atomizar la sociedad hasta el nivel del indefenso individuo. Así, Rothbard (precursor de Rallo) defendía la independencia del Quebec afirmando que “la ruptura del Estado desde el interior siempre es buena, y debe propagarse desde la región a la ciudad, de la ciudad al vecindario, del vecindario al bloque, del bloque a cada casa y de cada casa al individuo”.
Por eso, el egoísmo de los evasores fiscales tiene mucho que ver con el ombliguismo de los independentistas. Unos y otros concuerdan en cada depravada premisa del moderno pensamiento liberal-libertario.
La primera premisa: la idea de que el individuo se determina a sí mismo. El sujeto liberal se cree previo a la comunidad, como si un planeta pudiese existir antes que el universo. De la misma forma, el independentista cree (escribe Pedro Insua) “que su nación fragmentaria (la vasca, la catalana, la gallega, etcétera) está formada siempre antes que España”. Es decir, que su planeta enano es anterior a su sistema solar, pudiendo además escoger órbita.
Ya que lo individual se autodetermina, la segunda premisa es que todo colectivo debe ser una asociación voluntaria. Familia, culto y república (imperativos del mundo clásico) pasan a un segundo plano.
La comunidad (Gemeinschaft) se convierte en empresa (Gesellschaft). La patria de Podemos es «un vínculo como de compañía telefónica», escribe Quintana Paz. La de Vox es «un pacto constitucional cualquiera».
La Cataluña independiente optará libremente por la Unión Europea o la Liga Árabe. Lo que pocos podrán escoger es la clase socioeconómica, única jerarquía sagrada en el liberalismo.
Ya que los colectivos han de ser electivos, la tercera premisa es que cualquier comunidad heredada es un lastre. La elite capitalista se queja (escribe Esteban Hernández) «de que Europa tiene una cultura muy conservadora y unas regulaciones económicas muy estrictas». Por eso los youtubers de Vox y los separatistas de ERC comparten un mismo lema: «El Estado Español nos roba y oprime».
Pero, en realidad, las empresas tecnológicas deben buena parte de su éxito a la acción del Estado (por ejemplo, la invención de internet). Y, de la misma forma, Cataluña se lo debe al resto de España (por ejemplo, la política industrial desde 1812).
Ya que la comunidad heredada es un lastre, la cuarta premisa es que debe facilitarse el derecho a separarse. El problema es que (escribe Félix Ovejero) “un país es una propiedad comunal, no es posible que algunos se marchen con lo suyo, porque es de todos”. El evasor se lleva, por la carretera que le hemos pagado, el fruto de unos trabajadores que hemos formado y sanado. De la misma forma, el independentista catalán quiere llevarse incluso el sudor charnego. El independentista vasco, hasta la sangre maketa.
“Este imposible derecho a separarse”, escribe Guillermo del Valle, “se traduce en el privilegio de unos pocos para disponer de los demás”. Por eso no puede fugarse a Andorra un trabajador cualquiera: la residencia cuesta 15.000 euros.
Por eso un gallego no puede permitirse un procés: la misma Unión Europa que riega Barcelona se mea en Galicia, como decía Castelao («mexan por nós e hai que dicir que chove«).
Por eso la única separación posible es una «secesión de los ricos» (Antonio Ariño). Y por eso repugna que Vox trate a los privilegiados como exiliados fiscales, y Podemos llame exiliados políticos al belga Carles Puigdemont y a la suiza Ana Gabriel.
Para concluir, baste decir que Platón advertía de dos grandes peligros para la comunidad.
El primero, “que se despedace, de forma que una sola se convierta en muchas”.
El segundo, que, aun habiendo unión territorial, la desigualdad económica genere “dos comunidades dentro de la misma comunidad, enemiga la una de la otra: la clase de los pobres y la de los ricos”.
El pensamiento de Rallo está forjado a partir de ambos males: tribalismo y plutocracia. La idea liberal-libertaria es la tenaza que busca cercenar la dorada cadena de la comunidad.
Vox y Podemos serán parte de esta tenaza, mientras ignoren que sin patria no hay justicia social (y viceversa). Serán partidos tan opuestos como los dos dientes de la tenaza, que aprietan cada uno desde su lado.
Y para disimular su acción combinada, insistirán en viejas guerras (fascismo contra comunismo), rehuyendo las nuevas: populismo contra elitismo, patriotismo contra globalismo.
*** Hasel-Paris Álvarez es politólogo y especialista en geopolítica.