Un libro, un cuadro, unas gafas

Gorka Larrabeiti
Publicado en Cuarto Poder


Antes de hablar del libro de Scaramuzzi, que es también un cuadro y son también unas gafas, permítanme una digresión visual sobre El lavatorio del Tintoretto. Visto de frente, resulta más bien raro debido a la disposición de los elementos que lo componen: muchos espacios muertos, personajes dispersos, un gran vacío colmado por un perro justo en el centro, y Cristo, el personaje principal, muy desplazado, casi apartado en la esquina inferior derecha. El lienzo parece así caprichoso, de ahí que se entendiera como manierista, excéntrico, bizarro. Sucede, sin embargo, que ese cuadro era un encargo de la Scuola del Santísimo Sacramento de la Iglesia de San Marcuola en Venecia, y que Tintoretto lo compuso así a sabiendas de que el espectador lo vería siempre desde un lateral. Visto, pues, de costado, el Cristo apartado reaparece de pronto en primer plano y hay una diagonal en torno a la cual todo se ordena y cobra sentido. No se me ocurre mejor manera para explicar la importancia del punto de vista en todo lo humano.

“Estamos todos en peligro”, dijo Pasolini; “Estamos en una época de alarma”, decía Italo Calvino. Por más que hayamos naturalizado este morboso vértigo del abismo hasta el punto de convivir cotidianamente con la certeza del colapso medioambiental o de la pobreza estructural, hay actualmente un asunto – uno – en que la gente sensata del mundo entero está de acuerdo: estamos viviendo un momento global de auge de los nacionalismos y la xenofobia que resulta verdaderamente preocupante. Ahí se agota, no obstante, el consenso en el análisis, pues apenas llega el momento de explicar qué está sucediendo, cómo hemos llegado hasta aquí y, no digamos ya, hacia dónde vamos, esa lucidez compartida se ofusca, en cierto modo, debido a la multitud de puntos de vista desde los que se aborda el problema.

Tratando de dar con una coherencia interpretativa a la nueva derecha global, mucha de la intelectualidad recurre a menudo a los conceptos de nacionalpopulismo y de identitarismo, que permiten englobar bajo una etiqueta un maremágnum: nacionalismo, neofascismo, antiglobalización, islamofobia, tradicionalismo, racismo, euroescepticismo… La lógica de semejante cuadro de la situación pareciera – otra vez – obedecer a razones caprichosas y, si así fuera, cabría – por qué no – hablar de la maniera política de Orbán, Putin, Salvini, Meloni o Trump. Pero ¿qué sucedería si abordáramos el problema desde la religión? Probablemente, lo definiríamos distinto: en la actualidad, existe, en mi opinión, un proyecto político cristiano de masas, global y no democrático. Y me atrevería incluso a decir que esa nueva democracia cristiana iliberal, por denominarla à la Orbán, llevada a su extremo más fanático, puede hasta desembocar en un terrorismo que, superado el obvio oxímoron, ya desmontado por el papa Francisco y el Gran Imam de Al-Azhar en la Declaración de Abu Dhabi, cabría calificar como “cristiano”. Digo esto porque veo también lo fácil que se olvida el carácter de “caballeros cristianos cruzados” que tienen muchos de los asesinos de masas, desde McVeigh hasta Tarrant pasando por Breivik, a los que se tiende a blanquear tachándolos de inocentes “locos”.

Enfocando lo político desde la religión, además, puede que ocurriera lo que ocurre con “El lavatorio”: mucho de lo que parecía disgregado, inconexo, de pronto, cobraría orden, sentido, profundidad. En suma: la religión puede ser la diagonal en torno a la cual se ordena la nueva derecha global. Scaramuzzi tiene claro que el fuego de las ideas de ese revoltijo intelectual, tomadas separadamente, se consuman enseguida y que el mejor carburante ideológico es el que no se apaga nunca y sigue ardiendo siempre, eterno. Esta parece ser muy resumida la tesis de fondo que alumbra el pequeño gran libro del vaticanista Iacopo Scaramuzzi Dio? In fondo a destra. Perché i populismi sfruttano il cristianesimo (EMI, Verona, 2020).

El nacionalismo es combustible que puede encender la pasión política, pero “con él sólo, no dura”, afirma Scaramuzzi. En un mundo huérfano de ideologías, hace falta un “lenguaje común, el único imaginario que no se apaga, el depósito de ritos y símbolos a los que se vuelve una y otra vez”. ¿Y por qué este renovado interés en hacerse con el uso político del cristianismo? A lo mejor porque los nacionalpopulistas han aprendido de los errores del pasado. Escribía Canfora hace poco: “El fascismo surgió y se afirmó proponiéndose como ‘revolución nacional’ y, se opuso, como tal, con la violencia y el apoyo de elementos relevantes del aparato estatal a la revolución ‘internacionalista’ que se irradiaba desde San Petersburgo, Berlín, Budapest, Munich. Tuvo éxito, y el elemento “nacional” fue un factor eficaz de su capacidad de atraer consensos interclasistas. Y fue también su límite”. Los españoles, que sufrimos 40 años de dictadura y volvemos a escuchar términos como “reconquista” de boca de Abascal, debiéramos recordar mejor lo que sucede si se sobrepasa ese límite, lo sólido que puede llegar a ser el matrimonio entre nacionalismo y cristianismo.

Pero volvamos al libro, al cuadro. Iacopo Scaramuzzi lo comienza observando que, allá al fondo del lienzo, exactamente en el Inmaculado Corazón de María de la Virgen de Fátima, hay un clavo desde el que parte un hilo, un eje, una corriente histórica que hoy atraviesa la Italia de Salvini y Meloni, la “América” de Trump, la Rusia de Putin, la Hungría de Orbán, el Brasil de Bolsonaro y la Francia de Marechal. A lo largo de esa línea imaginaria, de esas líneas concretas, de esas páginas ricas en documentación, en distintos escorzos, se van asomando oblicuos ideólogos, folklóricos apóstoles cuya misión es acrisolar una nueva fe política de raíces judeocristianas: Steve Bannon y Aleksánder Dugin, Yoram Hazony y Rob Dreher, Tichon y el propio Orbán. No es sorprendente entonces que quienes mejor pertrechados están para hacer de cronistas de esta nueva derecha global no sean ya los clásicos intelectuales de izquierda, sino más bien quienes se ocupan de cuestiones religiosas, sean vaticanistas, estudiosos, curas o cardenales. Scaramuzzi conoce bien quiénes son las autoridades en la materia: Massimo Faggioli, historiador y teólogo; Olivier Roy, experto en islam y politólogo; Padre Dario Bossi; don Stefano Caprio; Antonio Spadaro, director de La Civiltà Cattolica, el periodista Marcelo Figueroa y el presidente de la Comisión de conferencias episcopales de la Comunidad Europea (COMECE), Jean-Claude Hollerich. Estos tres últimos autores de artículos clave para entender la teología de la prosperidad o la comunión de intereses entre fundamentalismo evangelista e integrismo católico (Spadaro y Figueroa); el punto en el que se halla hoy la integración europea y las sombras que la acechan (Hollerich). Sin esta escuela de lecturas y comentarios resulta mucho más complicada la comprensión del actual cuadro geopolítico global. Y uno tiene la sensación de que la intelectualidad de izquierda, acaso por pereza, soberbia, prejuicio, o una combinación miope de todas ellas, persistirá en el error de no acometer esa imprescindible tarea de interesarse por lo religioso, desconociendo que choca de frente con la mejor tradición del pensamiento de izquierda (Gramsci, Togliatti, Pasolini) que sí que se interesaban, como acertadamente recoge Scaramuzzi, por lo que ocurría en esa esfera.

El gran defecto de este libro es que da ganas de saber mucho más. Parece evidente que, por razones de espacio, el autor ha dejado ciertos vacíos en el cuadro: países a los que afecta seriamente la cuestión como pueden ser España o Polonia. A buen seguro, el fenómeno de Vox en España, el de Ley y Justicia, en Polonia, o, ampliando aún más el foco, la ideología tradicionalista del Grupo de Conservadores y Reformistas Europeos (ECR, por sus siglas en inglés) podrán servir de estímulo para que se siga estudiando el caso. Lo mismo valdría para las manipulaciones nacionalistas del budismo en Myanmar, el judaísmo en Israel o el hinduísmo en India. Y otro tanto para la batalla en el seno de la Iglesia. Hace bien Scaramuzzi en evitar describir las luchas intestinas en la Iglesia. Ya se ha escrito mucho sobre ello. Es más: se escribe todos los días porque dinero no falta para que continúen los ataques a Francisco.

Decíamos que con este libro Scaramuzzi nos regala también unas gafas que permiten leer mejor la letra pequeña del mundo. Uno se acostumbra fácil a leer con ellas. Y entonces comienza a preguntarse: el paso atrás a última hora de Francisco en la exhortación Querida Amazonía, ¿no habría que leerlo en esta misma lógica? ¿No será que Francisco juzgó que la correlación de fuerzas para llevar a cabo la reforma pastoral de la Iglesia ordenando hombres casados y dando espacio al diaconato femenino era insuficiente y que sus numerosos enemigos la utilizarían en su contra para instituir permanentemente “una religiosidad de oposición” en el Vaticano? Y si hubiera sido así, ¿cuánto tiempo podrá Francisco seguir posponiendo dichas renovaciones?

Como en El lavatorio, Scaramuzzi arrincona hasta el capítulo final del libro el retrato de la figura protagonista: “Un antídoto llamado Francisco”. No es de extrañar que sea un retrato admirado. Y lo que aprecia Scaramuzzi de Francisco es su capacidad para decir NO a quienes pretenden cooptarlo. Quienes han pensado que remozar la tríada fascista Dios, Patria y Familia llamándola ahora Dios, Honor, Patria puede servir para espantar todos los miedos del universo mundo; quienes creen que la religión vale lo mismo para parchear la decadencia Imperio americano, la agonía del cristianismo, el vacío espiritual que dejó la Unión Soviética, el sueño incumplido de una Europa unida, atacar al Islam o a China, salir de la crisis o aprovechar el shock de la covid-19, con Francisco han dado en hueso. Francisco no es Charlie. A todos esos, Bergoglio les dedicó dos frases secas. Primera: “No estamos más en la cristiandad”. Segunda: “No va más el partido católico”. ¿Acaso no suenan laicas? Con la primera, les dice a esos que le consideran el “líder político de la Internacional de izquierda”, que se olviden de utilizar el término “cristiandad” para recobrar aquel “espíritu imperialista”, aquella “función hegemónica mundial”, que, según Gramsci, ejercía antaño el catolicismo. Eso es laico. Asistimos a una convergencia de intereses entre quienes, dentro de la Iglesia, se niegan, aterrorizados, a aceptar que el cristianismo esté agonizando y quienes, fuera de la Iglesia, necesitan del concepto de “cristiandad” en cuanto “nexo filosófico para la idea de nación” a fin de internacionalizar los nacionalismos. Ambos necesitan con urgencia una nueva oleada de fanatismo para mantenerse vivos. Francisco, que, según el vaticanista Marco Politi, tiene una “mente política”, se opone frontalmente, casi en soledad, a tal operación. Eso también es laico. El camino que ha elegido Francisco es, políticamente, mucho más astuto: evita el conflicto que tanto necesitan sus opositores sin huir jamás de la realidad: “La realidad es soberana. Nos guste o no, es soberana. Y yo debo dialogar con la realidad”. Y mientras buena parte de la izquierda mundial olvida con frecuencia ese deber y desdeña todo lo que huela – por muy mal que huela – a religión, Francisco, férreamente vulnerable, sigue su quijotesca empresa de “recomponer el divorcio entre valores cristianos y sociedad moderna”. Ahí ya no es tan laico, pero, qué demonios, el Papa solo es un gran Papa. A él, buena onda, y a la izquierda, que lean a Scaramuzzi. Con el libro, de regalo, las gafas.

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