A propósito de las próximas elecciones.
Parto de la base de que un político o un grupo político cualquiera, en un país que se dice libre, y hasta en uno que no lo fuese, es libre de proponer y defender (hasta de forma heroica), lo que considere mejor para el futuro del pueblo al que quiere servir. Y doy también por supuesto que todos los votantes, católicos y no católicos, son perfectamente libres de votar a la opción que consideren mejor para la sociedad en que viven. Más aún, voy a dar por supuesto que, tanto los políticos cuando hacen sus propuestas como los votantes cuando votan, lo hacen de hecho con la mejor voluntad de servicio, y quieren lo mejor (al menos para sus hijos y para sus amigos y para los hijos de sus amigos). Unos, quiero creer, proponen lo mejor que saben, y otros votan lo mejor que pueden.
Yo soy un pastor de la Iglesia Católica. Pues bien, en los últimos meses, he venido oyendo, con sorpresa y tengo que decir, con una preocupación creciente, y en ambientes que se consideran verdaderamente católicos, que en las próximas elecciones van a votar a una opción política que ellos ven como la más cercana a “la visión cristiana del mundo”. Por desgracia, en las circunstancias actuales de la Iglesia y de la sociedad, lo que eso revela sobre todo es que una parte muy considerable de quienes nos decimos católicos ya no sabemos lo que es el cristianismo, y eso nos permite confundirlo con cualquier ideología o “espiritualidad”, venga del lado que venga, desde las más caras y lujosas (con SPA incluido) hasta las de todo a euro. Ya pasó con el marxismo, y luego (o antes, incluso) con el nacionalismo. Lleva varios siglos pasando con el liberalismo, y pasará con las que vengan. Pasará con cualquier oferta que tenga un buen marketing en el mercado de lo espiritual y de los valores, a menos que suceda una verdadera conversión: el despertar de una fe que tiene en sí misma todo el potencial que se necesita para rejuvenecer el mundo, sin el apoyo sobrevenido de ningún régimen o de ningún grupo político, pero que lleva en nosotros demasiado tiempo dormida, engañada y confundida.
De ese sueño de la fe católica nace la parálisis del pensamiento cristiano en nuestra tierra, pero no sólo en el ámbito de dentro de la fe, sino en la política y en la economía, en el matrimonio y en la familia, en la estética y en la organización del trabajo, en el cuidado de la tierra y en todas las cosas que tienen que ver con lo humano (que son todas). La miopía de ese catolicismo es tal que ni siquiera se da cuenta de que quién tiene más interés en el crecimiento y el (relativo) éxito de esas propuestas de las que hablo, y que coquetean con él, son precisamente los grupos dispuestos a todo con tal de fracturar al pueblo español y desarraigarlo total y definitivamente de su tradición cristiana. Por muy paradójico que parezca, votar a una cierta “derecha” es votar a una cierta “izquierda”, hasta el punto de que esa “derecha” parece a veces casi subvencionada. Desde luego, es esa “cierta” izquierda quien la provoca y la hace crecer y la alimenta gustosamente. Y es necesario que eso se sepa. Y es necesario que un pastor de la Iglesia lo diga. Y luego, si uno lo sabe y aun así quiere votarles, porque sigue pensando que es lo mejor para todos, pues que los vote, pero que sea consciente de lo que hace. En la tradición moral cristiana, sólo lo que se hace consciente y libremente tiene valor moral, y es un acto propiamente humano (son las dos únicas cosas que la Iglesia pide para que un matrimonio sea matrimonio).
Pero, entonces, me dicen amigos míos, un católico no tiene a quién votar. Conste que entiendo perfectamente la indignación de un pueblo que se ha visto traicionado en casi todo por aquellos a los que habían elegido como sus representantes, y entiendo el deseo de castigarles con el voto, ya que votar una vez cada cuatro años es (casi) lo único que se puede hacer para contribuir de algún modo configurar a la sociedad que deseamos. Pero me temo que no hemos aprendido la lección, y estamos, una vez más, dispuestos a caer (y más hondo todavía) en la misma trampa. Sí, no hay un partido “cristiano”. ¡Pues claro! ¿Qué esperábamos? No estamos en un mundo cristiano. ¿O es que no nos habíamos dado cuenta? ¿Y qué pasa? ¿Y si ésa fuera precisamente la oportunidad que Dios nos da para que supliquemos de nuevo con seriedad “la fe y el Espíritu Santo”, y para volver a ser cristianos —simplemente cristianos— en un mundo que, diga lo que diga, se muere de sed del Dios de Jesucristo? No necesitamos ni un partido ni un gobierno que “apoye” a los cristianos. No es el pueblo cristiano el que tiene necesidad de que los políticos apoyen su visión del mundo, son más bien un cierto tipo de políticos los que buscan ansiosamente el apoyo del pueblo cristiano, y tratan a toda costa de hacernos creer que es al revés.
La verdad es que llevamos tanto tiempo apoyándonos en esos “falsos” apoyos que sin darnos cuenta hemos perdido la fe. Y nada necesitamos tanto como un poco de aire libre que nos cribe y nos purifique. Y nos vuelva a enseñar a ser cristianos “a la intemperie”, y no sólo alrededor de nuestra mesa camilla. Los cristianos de los primeros siglos tenían unos emperadores que no les trataban precisamente bien, ni les tenían mucha simpatía. En algunos lugares se acusaba a los cristianos de comer niños. En otros, de ser ateos en un mundo saturado de dioses. Por ahí andamos… Los cristianos rezaban por esos emperadores enemigos suyos. Es verdad que aquellos cristianos antiguos no tenían que votar a los emperadores. Y hasta da la impresión de que no les preocupaba demasiado quién fuera el emperador. Pero ser cristiano en aquel mundo significaba casi siempre “jugársela”, de una manera o de otra. Y sin embargo, ellos no delegaban su respuesta al amor de Dios en las estructuras del imperio, para que el imperio respondiera a Dios en nombre suyo. La verdad es que jamás la Iglesia creció tanto como en aquellos primeros siglos. Tanto y tan libremente.
Cuando hablo así no estoy tampoco invitando a la abstención. Que, por supuesto, también es legítima, si uno cree verdaderamente que es lo mejor que puede hacer. Pero nada más lejos de mi pensamiento. Porque quien se abstiene, como quien vota en blanco, también vota, sólo que vota al grupo que resulte mayoritario. Es decir, vota al que vaya más “con la corriente” cultural dominante, o al que mejor haya manipulado las masas en la carrera electoral hacia el poder.
Ya sé que muchos van a decir que un pastor de la Iglesia no debe “meterse” en “política”, porque la religión no tiene nada que ver con la política. Este razonamiento es diabólico, pero no me voy a detener a demostrarlo. Es un razonamiento diabólico, aunque sea uno de los mantras más repetidos en ciertos círculos católicos, de todo tipo, pero más aún en los supuestamente conservadores. Lo cierto es que ese mantra lo tenemos tan inoculado en nuestro ADN moderno, nos parece tan evidente, que no creemos siquiera que sea útil pensarlo, y mucho menos someterlo a crítica. En todo caso, un pastor tiene, creo yo, una cierta obligación de “salvar su alma” el día que tenga que responder de ella en el juicio de Dios (que es el único que realmente importa). Y eso incluye para él ante todo el haber tratado de guiar y de iluminar a su pueblo, también lo mejor que sabe, en los avatares de la historia. Guiar es también evitar que caiga en las trampas que hay por el camino, y más aún “cuando es de noche”. Y más aún, cuando el pueblo de Dios está propenso a enfermar gravemente, dejándose seducir tan solo con que algunos cantos de sirena dejen caer hábilmente de vez en cuando citas de algún santo o de algún papa. Alguien me ha dicho hace poco que a Mao le gustaba leer a Santa Teresa y a San Juan de la Cruz. Curioso, verdaderamente curioso…
Lo siento mucho, pero en ningún caso yo creería haber cumplido con mi deber de pastor si dejo que el pueblo que el Señor me ha confiado confunda esos fuegos artificiales con la luz que brilla en los mártires y en los santos, y en la Gran Tradición de la Iglesia. Porque con la excusa de “no meterme en política”, resultaría que estaría ofreciendo mi incienso y mi adoración a la política (y a la religión) del imperio, que es quien se ha inventado esa historia de que religión y política no tienen nada que ver la una con la otra, con el resultado útil (para el imperio) de una enorme debilitación y una confusión creciente de la fe de los cristianos. Resultaría también que yo habría renegado de Jesucristo (porque Jesucristo habría muerto en vano), y habría adoptado a cambio la religión liberal, ya sea en su variante enteramente secular o en su variante secular a medias (es decir, aparentemente católica). Esa religión liberal no sólo está expuesta a todas la críticas de la religión de los siglos diecinueve y veinte, sino que en gran parte se las merece, se las ha ganado a pulso.
Pero hay que decirlo, esa religión no es el cristianismo. No es lo que ha nacido del costado abierto de Cristo la tarde del Viernes Santo y no es la nueva creación que ha empezado a brotar la mañana de Pascua. No. Esa religión es más o menos la del deísmo y la de la masonería, la de los padres de la economía política y la de los padres de la constitución americana. Revestida o no de restos de vocabulario cristiano, es una religión tan inconsistente intelectualmente y tan pobre, que ni mi mente ni mi cuerpo me piden que me apunte a semejante cosa. Esa religión es la fábrica más eficaz de falsos creyentes, de no creyentes (y de resentidos) que ha conocido la historia cristiana en veinte siglos.
El cristianismo es la afirmación de un hecho, la encarnación, la muerte y la resurrección del Hijo de Dios, y la experiencia del derramarse el Espíritu de Dios sobre los hombres “de todas las naciones” mediante la fe en Jesucristo y la pertenencia a él en ese misterioso cuerpo suyo que es la Iglesia. El cristianismo, podría decirse en síntesis, es la experiencia del Amor infinito de Dios que se nos da en Jesucristo y en la comunidad generada por ese regalo increíble a la humanidad que es Jesucristo. Es la experiencia de vivir y morir ya en la vida eterna y en el horizonte de la vida eterna. Por supuesto, que un hecho así tiene consecuencias para todos los hombres, de todas las culturas, y en todos los ámbitos de la vida.
Esas consecuencias no son inmediatas. Requieren, por lo general, tiempo, y muchos mártires y testigos y maestros de la fe. La Iglesia tuvo desde el primer día que evangelizar y educar a “partos, medos, elamitas, cretenses y árabes…”, a Grecia y a Egipto, al norte de África y a Etiopía, a los pueblos germánicos y a los pueblos eslavos, a la Roma pagana, y a Mesopotamia y a Persia, que eran paganas de otra forma, y a los pueblos del Cáucaso (Armenia y Georgia), y a Kerala en la India, y a América, del Centro, del Norte y del Sur, y a China, y a Vietnam y a Filipinas, y a Corea, y al Japón. El hecho cristiano acoge todo lo que hay de verdadero, bello y bueno en cualquier cultura, y en el curso del tiempo lo purifica y lo enriquece y se enriquece con ella. Pero en ninguna cultura se siente extraño Jesucristo, y ninguna es del todo extraña a Jesucristo. San Juan Pablo II decía que “el profundo estupor ante la dignidad de la persona humana se llama evangelio, se llama también cristianismo”. El cristianismo, cuando es vivido, sostiene el valor de toda persona humana, de toda vida humana como vocación a la vida eterna. Y de ahí nace un especialísimo amor a todo lo humano: en primer lugar a la razón y a la libertad, a una libertad que no es ni la libertad liberal ni la libertad libertaria, anarquista; y también a la belleza de todo lo creado y de todo lo que hay de bueno en la historia humana. Nacen también una cierta concepción cristiana del trabajo, de la economía, de la familia, de la vida social, y de ahí una literatura, un arte, una música, toda una visión de la vida, de la creación y de la historia. [Por cierto, que la concepción cristiana de la familia, la familia cristiana, no es para nada lo mismo que lo que feministas “progres” y otros ideólogos suelen llamar la familia tradicional; eso que ellos llaman “la familia tradicional” no es más que la familia burguesa, por lo general machista, con un pedigrí que no va más allá del amor cortesano del siglo XIII, ya influido por el islam; y es esta concepción de familia la que hoy se descompone sin remedio. Pero volvemos a lo mismo. Que también en esto se nos ha olvidado lo que es el cristianismo. Y también habrá que explicarlo con más detalle en otra ocasión.]
Pero pensar que se puede sostener esa “visión del mundo” (o a algunos aspectos selectivos de ella) sin la fuente de donde esa visión brota y se mantiene viva, ésa es la trampa más grande en que los cristianos llevan cayendo una y otra vez al menos desde el siglo diecinueve. Pensar que se puede hacer una cultura cristiana sin Cristo, sin la gracia de Cristo, sin la pertenencia a Cristo y al pueblo nacido de la Pascua es un insulto, no a la fe cristiana, sino a Jesucristo. Aunque estuvieran intactos todos los elementos de esa cultura cristiana —que nunca lo están, sencillamente porque la vida profunda de la Iglesia es de origen divino—, la mayor bofetada que un cristiano puede darle a quien proclama como su Señor es creer —y hacer creer a otros— que Jesucristo es un dato adjetivo en nuestra vida, y que se puede gozar de algunos bienes que Jesucristo ha inaugurado en la historia sin necesidad de él, de su gracia y de la pertenencia a su pueblo.
Digo que cuando falta esa pertenencia fiel a la Iglesia y a Cristo —a Cristo vivo en la Iglesia de hoy, guiada por el Papa Francisco, el Vicario de Cristo y el Sucesor de Pedro—, nunca están todos los elementos de la cultura cristiana, sino sólo unas apariencias ambiguas. Ya he dado la razón verdadera para ello. Por ejemplo, esa “cultura de la familia y de la vida” que ahora se nos propone como si fuera la piedra angular del cristianismo (y el anzuelo en el que van a picar miles de cristianos de buena voluntad), no sobrevive tres minutos a la pérdida de la experiencia cristiana, y si no lo vemos a nuestro alrededor, es que estamos ciegos. Pero más aún, cuando esa supuesta “cultura de la familia y de la vida” se compagina con una defensa del capitalismo global y de la cultura del máximo beneficio, o se contrapone a la caridad social y política para con los barrios marginales de nuestras ciudades o con los emigrantes, alguna alarma roja debería encenderse en nuestra conciencia. Pues resulta que no se enciende nada, y eso es lo grave. Porque pone de manifiesto que ya no vemos a Jesucristo como el Señor (por muchas veces que usemos la palabra), como el centro de la creación y de la historia. Con otras palabras, que hemos perdido la fe. En lenguaje cristiano, eso se llama apostasía. “Apostasía silenciosa”, la llamó San Juan Pablo II. Y, por mucho que nos duela, ésa es exactamente nuestra situación. Por cierto, a comienzos del siglo pasado, en Francia, sucedió una historia parecida. No era el contexto de hoy, lo sé. El partido se llamaba entonces L’Action Française. Quería restaurar la cultura cristiana, pero sin la fe cristiana, sin Cristo. El supuesto restaurador, Charles Maurras, no era creyente. Muchos católicos lo apoyaron, de todos los niveles culturales y de todas las clases sociales. En el año 1926, la Santa Sede condenó a Maurras y prohibió a los católicos votarle. No todos siguieron la indicación de la Santa Sede. Pero la mayoría de quienes no lo hicieron terminaron echándose en los brazos de Hitler y de Mussolini.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada