Autora: Ana Iris Simón
Los jóvenes de hoy no compran casas porque “prefieren vivir la vida, conocer, salir moverse… Y en otras épocas, nuestros padres compraban la casa y no salían a los bares, se sacrificaban”. Lo dijo Elisa Beni esta semana en Espejo Público. Que los jóvenes cobren hoy un 50% menos de lo que cobraban sus padres a su edad, en los ochenta, que la vivienda se haya convertido en un bien especulativo o que, en cuestión de una década, ser mileurista pasara de insulto a logro “ya tal”, como decía aquel.
Fuera de cámaras, desde su cuenta de Twitter, la tertuliana continuó desarrollando su tesis: “Viajar al extranjero, salir de copas, comprar caprichos y comprar una casa… son los mundos de Yuppie. Ninguna generación ha hecho tal cosa”, se reafirmaba. Pero basta con echar la cuenta de la vieja para saber que lo que dice Beni es falaz. Que, por mucho que cancelemos la suscripción a Netflix, renunciemos a ir al Sónar y nos ahorremos el viajecillo en Ryanair, no nos dará para la entrada de un piso decente en buena parte de España. “Hice la cuenta con mi padre de cuántas nóminas enteras le costó a él comprar un piso y cuantas me costaría a mí. Nos salió algo así como 16 nóminas en el año 81 contra unas 100 mías”, le respondió el economista milenial Yago Álvarez.
Beni, progresista de izquierdas, como tantos liberales de derechas, piensa que antes de que el alienante ocio capitalista sustituyera a la religión como opio del pueblo no “se vivía la vida”. También percibe que los jóvenes tengamos Netflix, pero no hipoteca y sellos en el pasaporte, pero no familia como una elección libérrima. Sin embargo, en todas esas aparentes elecciones hay dos imperativos. El primero, material: demasiados no tienen casa o familia porque no pueden. Y el segundo, más sutil e inseparable del primero, cultural: el capitalismo financiero nos hace rechazar aquello que no nos deja tener —casa, familia, estabilidad laboral— y desear lo único a lo que, en su fase actual, podemos aspirar: a construir nuestra identidad en base a lo que consumimos y producimos. A ser aquello que colgamos en Instagram y posteamos en LinkedIn. Como cualquier sistema económico, no se cuela solo en nuestras cuentas, sino también en nuestras almas.
Pero, volviendo a Beni, si la cultura del esfuerzo y el sacrificio a la que apela ha desaparecido, ha sido por arriba, por parte de unas élites incapaces de pagar impuestos, de mantener las empresas en su país y de contratar a sus trabajadores con unas condiciones dignas. La lucha de clases existe y la van ganando los ricos, como advirtió Warren Buffett. Y la mayoría de la gente lo sabe.
Por eso, es absurdo negar que la clase obrera viva peor que hace un par de décadas, como hace tanto parte de la derecha —mentando a ETA o la heroína— como parte de la izquierda —reduciendo el progreso a los derechos de las minorías, justos pero no suficientes para explicar la realidad, principalmente porque la mayoría sigue existiendo—. Igual de absurdo es culpar del declive generacional a los de antaño en lugar de a los de arriba: que los trabajadores de 30 vivan ahora peor que los de la misma edad en los ochenta y noventa o que no tengan esperanza alguna de tener pensión cuando sean viejos no es culpa ni de que los boomers fueran una generación langosta que arrambló con todo, ni de que los mileniales seamos unos manirrotos. Es culpa del capitalismo global, que ha degradado las condiciones de vida de la mayoría en varios sentidos.
Porque lo que también ha aumentado, además de los viajes, las copitas y las suscripciones a Amazon Prime, ha sido la depresión, la ansiedad y el suicidio. Esa probablemente sea la más triste prueba de que lo material y lo cultural son indisolubles; por eso el capitalismo que nos aliena nos hace también desear nuestras cadenas. Y de que no siempre, o no, al menos, en todo, cada generación vive mejor que la anterior.