Por Joseph Ratzinger
«Al magisterio se le confía la tarea de defender la fe de los simples contra la presunción elitista de los intelectuales».
Pasemos a la función del magisterio eclesiástico, y escuchemos un pasaje de la Primera Epístola (2.18-27), en la que Juan, una generación más tarde, desarrolló el pensamiento que acabamos de considerar de la Epístola a los Romanos (6,17: «Pero gracias a Dios, vosotros, que erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquel modelo de doctrina al que fuisteis entregados» n.d.t.). Leámoslo: «Hijos míos, es la última hora. Habéis oído que iba a venir un Anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido (…) En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo y todos vosotros lo sabéis (…) Todo el que niega al Hijo tampoco posee. Quien confiesa al Hijo posee también al Padre. En cuanto a vosotros, lo que habéis oído desde el principio permanezca en vosotros. Si permanece en vosotros lo que habéis oído desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre. (…) Os he escrito esto respecto a los que tratan de engañaros. Y en cuanto a vosotros, la unción que de Él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas -y es verdadera y no mentirosa- según os enseñó, permaneced en él». En este lenguaje que nos suena extraño hay implícito un suceso histórico que nos incluye. Esa fe cristiana que al principio había sido la religión de los pobres y de los simples, terminó atrayendo incluso a espíritus de gran ingenio. Pero sus afirmaciones les atraían solamente como símbolos. Les parecía una ingenuidad imposible de aceptar que ese Jesús de Palestina fuera el Hijo de Dios y que Su Cruz hubiera redimido a los hombres de todo el mundo. ¡No, no!… Para ellos esas simples afirmaciones de profesión de fe eran imágenes de cosas superiores y por eso eran tan interesantes y preciosas. De esa manera empezaron a levantar su cristianismo “superior» y a ver a los pobres fieles que aceptaban simplemente la letra como a “psíquicos» u hombres en un estadio preliminar respecto al espíritu más elevado, hombres sobre los cuales había que extender un velo piadoso. Naturalmente esas ideas se radicaron en la iglesia y la cuestión de si la profesión de fe era verdad o tenía un significado en una dimensión más alta hirió el corazón de los fieles simples y empezó a socavar la Iglesia. Contra ese vilipendio de la fe simple causado por los intelectuales y sus artífices interpretativos opuso Juan esta frase: «estáis ungidos… y todos vosotros lo sabéis… conocéis la verdad… la unción… permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe». La palabra «unción» por un lado se refiere a Cristo «el ungido», y por otro se refiere concretamente al bautismo y a la fe común que en él se transmite. Así pues, lo que Juan escribía puede replantearse de este modo: no son los doctores quienes determinan lo que es verdad de la fe bautismal sino que es la fe bautismal la que determina lo que hay de válido en las interpretaciones de los doctores. No son los intelectuales quienes dan la medida de los simples sino que los simples miden a los intelectuales. No son la explicaciones eruditas las que dan la medida a la profesión de fe bautismal. Al contrario, en su ingenua literalidad, la profesión de fe bautismal es la medida de toda la teología. El bautizado, aquel que está en la fe del bautismo, no necesita que le enseñen pues ha recibido la verdad decisiva y la lleva consigo, con la fe misma.
Hoy tenemos que insistir enérgicamente sobre este criterio cristiano fundamental. Siguiendo las líneas de las Bienaventuranzas, la fe cristiana es y sigue siendo defensa de los simples contra la presunción elitista de los intelectuales. Aquí finalmente se hace patente el elemento totalmente democrático en que radica el deber del magisterio eclesiástico. A este magisterio se le confía la tarea de defender la fe de los simples contra el poder de los intelectuales. El deber de volverse voz de los simples allí donde la teología deja de explicar la profesión de fe y ponerse por encima de la simple palabra de profesión de fe.
En este sentido el magisterio siempre actuará en olor de ingenuidad. Ante las inteligentes teorías sobre las dificultades de comunicación intercultural, deberá atenerse a la simplicidad y al entendimiento común de los términos fundamentales de la profesión de fe. Ante los artificios que denuncian la literalidad de la fe como intolerable ingenuidad, ante quienes dicen incluso que las mismas formulaciones contrastantes en el fondo tienen el mismo significado, ante todo eso, el magisterio habrá de atenerse a la literalidad de esa unívoca profesión de fe, común y fundamental. De esa manera se seguirá considerando atrasado al magisterio, y precisamente de esa manera seguirá la forma apostólica tal como la describe Pablo: » Porque pienso que a nosotros los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar… puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres. Nosotros, necios por seguir a Cristo: vosotros, sabios por Cristo» (1 Cor 4,9 y sigs.)
Proteger la fe de los simples: de aquéllos que no escriben libros, que no hablan en la televisión y no pueden escribir editoriales en los diarios, ésa es la tarea democrática del magisterio de la Iglesia. Tarea que da voz a los que carecen de ella. Y eso no es todo, naturalmente. La Iglesia está formada por fieles de todo el mundo y no solamente por los hombres de un lugar en particular, de una diócesis particular o de un país determinado. Es por eso que siempre habrá de defender la fe de la totalidad contra las tendencias particulares. El obispo representa en su diócesis a toda la Iglesia y ésta es su tarea de representación. Pero ni siquiera así está todo dicho. La Iglesia está formada incluso por aquellos que han vivido antes que nosotros, por todos los santos. Ellos no fueron Iglesia, ellos son Iglesia. Por lo tanto en la Iglesia siempre tienen que estar representados los creyentes en su totalidad. A los sacerdotes y obispos se les confía la tarea de representar la Iglesia entera desde el momento en que, durante su consagración, se empeñan solemnemente según la tradición de la Iglesia, y ese empeño es el verdadero contenido del sacramento. Empeño de ser la voz de muertos que en realidad están vivos. Y todavía no hemos llegado al punto decisivo de que la Iglesia, como organismo viviente, palabras de Pabló, es cabeza y cuerpo. Un cuerpo sin cabeza ya no es un cuerpo sino un cadáver. Y la cabeza es Cristo. Este es el contenido más profundo y la íntima esencia del sacramento, que, más allá de las encuestas de opinión, tiene que ser representado pues sin él se reduciría a un cadáver la Iglesia y toda la humanidad. Su palabra no fue de ninguna manera descontada, amable y encantadora como nos la presenta un falso romanticismo sobre Jesús. Por el contrario, fue áspera y cortante como el verdadero amor, que no se deja separar de la Verdad, lo que le costó la cruz. Siempre ha sido muy molesta para la opinión pública de todos los tiempos. Y sigue siéndolo. En la Iglesia siempre tiene que estar representado algo más que la mera media de las opiniones, Tiene que estar representada la pretensión propia de Jesucristo, y eso sólo es posible a través del vínculo del sacramento, del vínculo con la forma de fe común que se nos ha transmitido a todos nosotros en el sacramento.
No hay dudas de que una representación de ese tipo es peligrosa. Por eso hacen falta reglas de juego. Por eso hace falta que el que oficie preste mucha atención a examinar su conciencia ante Dios como la primera vez, y ante la totalidad de la Iglesia de Dios, Pero cuando se nos quiere hacer creer que la historia del magisterio eclesiástico no ha sido más que una obtusa historia de resistencia contra el progreso, que solamente la historia de los herejes representa la historia de la verdadera iluminación, tenemos que contraponerles las multitudes de santos. Pasemos de Pablo a Juan, de Clemente Romano a Ignacio de Antioquía, y lleguemos hasta Maximiliano Kolbe y todos los mártires cristianos de este siglo. Y cuando nos vienen con ese retintín infantil de la lógica marxista de que la autoridad es el poder y el poder es un instrumento de opresión, tenemos que oponemos firmemente a esa mezcla de verdades y falsedades. El poder tiene muchas facetas. Una forma fundamental de poder es el poder de formar opiniones, de arrobar al hombre a través de los gigantes hacedores de opinión pública. En cambio auctorictas no está en contraste con la libertad, en el verdadero sentido de la palabra, sino que es un aspecto del orden interior de la libertad. Siendo así, obra como libre vínculo moral con lo que es todo lo contrario de una constricción externa. Es cierto que se puede abusar de la autoridad pero no quiere decir que la autoridad sea un abuso de por sí. Y más pura será la autoridad cuanto más fuerte sea la obediencia común a la propia conciencia y el vínculo común con aquél que nos habla en la conciencia. Con lo que finalmente tendría que quedar claro que decir que la opinión de alguien no corresponde a la doctrina de la Iglesia católica no significa violar los derechos humanos. Cada uno tiene que tener derecho de formarse y expresar libremente su propia opinión. La Iglesia está a favor de ello como lo ha declarado abiertamente a través del Concilio Vaticano II. Lo que no significa que haya que reconocer como católicas todas las opiniones que se manifiestan. Cada uno tiene la posibilidad de expresarse como quiera y como pueda frente a su propia conciencia Pero la Iglesia tiene que tener la posibilidad de decir a sus fieles cuáles son las opiniones que coinciden con su fe y cuáles no. Está en su derecho y en su deber, para que el sí sea sí, y el no, no y se preserva esa claridad que debe infundir entre sus fieles y el mundo.
El que hoy ejercita autoridad en la Iglesia no tiene poder. Choca, al contrario, contra el poder dominante, contra la fuerza de una opinión que considera la fe en la verdad como una molestia irritante que le quita la seguridad con que ha optado por el libre arbitrio. Este poder público no dudará en golpear a quien lo contradiga. Que es lo que Pablo ha descrito como la condición del apóstol, del testigo de Jesucristo en el mundo (1 Cor.4,12). En el fondo es lo que le ocurre a aquél que tiene el valor de declararse cristiano y de vivir como cristiano en el mundo. Cada cristiano ya está descrito en la oración del salmo que fue nuestro punto de partida (Sal. 27,3): «Aunque acampe contra mí un ejército, mi corazón no teme; aunque estalle una guerra contra mí, estoy seguro en ella» n.d.t.), esa oración de un hombre sobre el cual parecen cernirse furias amenazadoras de todo tipo. Pero la fe indomable es valor de todo cristiano: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién he de temer? El Señor, es el refugio de mi vida, ¿por quién he de temblar?» (Sal. 27,1). Que esta fe nos acompañe en el nuevo año y en el nuevo decenio (…)
(Pasaje de una homilía pronunciada el 31/12/1979 en el Liebfrauendom de Múnich por el entonces arzobispo de esa ciudad y Freising, el cardenal Joseph Ratzinger. Traducción al italiano de Tomaso Ricci y del italiano al castellano, de Rodolfo M. Palacio)