Fuente: Heraldo
Autora: Irene Vallejo
En las fronteras privilegiadas del mundo, la pobreza no despierta empatía sino, más bien, lejanías.
Aunque la riqueza no conste en la definición, llamamos inmigrante a un extranjero con los bolsillos vacíos. Molesta más su desamparo que su piel forastera. Un poema de Quevedo pregunta: «¿Quién siendo tan cristiana, tiene la cara de hereje? ¿Quién hace que al hombre aqueje el desprecio y la tristeza? La pobreza». Para los defensores de la pureza, no hay peor herejía que sufrir la intemperie y la miseria.
Las sociedades prósperas abren sus puertas al triunfo, la belleza, la autosuficiencia. En cambio, sus imágenes perfectas ocultan las cicatrices de la enfermedad y la vejez, las vidas heridas por la penuria o la dependencia. ‘Respeto’ es una palabra latina que significa ‘mirar dos veces, con atención’, es decir, valorar al otro sin importar trajes ni etiquetas.
Cuenta la ‘Odisea’ que Ulises se disfrazó con harapos para no ser reconocido al llegar a Ítaca. Sentado como un pordiosero en el umbral de su propio palacio, el héroe padeció las humillaciones y las burlas de los invitados al festín. Lo insultaron: desgraciado, gandul, borracho. Homero cuenta que «el corazón indignado le ladraba dentro».
Como en la ‘Odisea’, las guerras y crisis económicas abocan a muchos al frío de una pobreza inesperada. De un día para otro, incluso los príncipes pueden convertirse en mendigos. El respeto nos enriquece cuando aprendemos a mirar más allá de pieles y bolsillos: el calor humano no entiende de color.