Elegía por Gregorio Ordóñez

Fuente: El Mundo

Autora: Ana Iribar

Tiene razón la poeta rusa Anna Ajmátova cuando en 1940 escribió que, cuando alguien muere, cambian sus retratos, miran de otro modo sus ojos y sus labios sonríen con distinta sonrisa. Sus versos explican por qué no me gusta ver fotografías de Gregorio Ordóñez. Una de ellas reposa enmarcada sobre un estante de mi librería. Es la imagen de un hombre joven, sonriente, en blanco y negro. La juventud que compartimos, sus ilusiones, nuestros proyectos, el futuro que imaginamos juntos. Todo quedó congelado detrás de esa imagen, como una película inacabada, interrumpida. La fotografía la hizo un periodista apenas unos meses antes de tu muerte, de tu asesinato. Han pasado 30 años y, a veces, os imagino caminando juntos, a ti y a nuestro hijo Javier; os imagino discutiendo, compartiendo intimidades. Recuerdo con qué cuidado le acercabas a tu pecho. Tu mirada entonces escondía la sombra de una preocupación ancestral que nunca supe interpretar. Ahora entiendo tu temor a no verle crecer, a no enseñarle a andar en bici ni a celebrar su primera comunión. Tú ya lo sabías entonces. Éramos tan jóvenes. Si ahora entraras en casa, no me reconocerías. Ni al joven que en la habitación de al lado juega con sus amigos en el ordenador. Ese es tu hijo, nuestro maravilloso hijo. Su mirada tiene tu misterio. Tus reservas. Tus silencios. Hoy tiene la edad que yo tenía cuando te mataron, 31 años.

Tu muerte la vi primero en los ojos de María San Gil y de Eugenio Damboriena cuando abrí la puerta de mi casa hace 30 años, el lunes 23 de enero. En sus ojos estaba el dolor inmenso, lo irresoluble, lo irremediable. El vértigo en el filo del precipicio. La nada. Aquel monstruo entró de golpe en nuestra casa y, al otro extremo del pasillo, me esperaba la mirada inocente de nuestro hijo que ya solo sería hijo mío, sin ti, sin su padre. Lo siguiente que vi fue un féretro en la noche a las puertas del Ayuntamiento de tu querida San Sebastián. Lo envolvían los gritos, el llanto, la desesperación, un insoportable dolor que iba a reventar paredes, ventanas, las columnas del Salón de Plenos, la ciudad entera, los planetas, el universo. Me asomé sobre aquel cristal y vi otro rostro. Aquel ya no eras tú. Nos habíamos despedido a las seis y media de la mañana.

¿Cuántas viudas se han despedido así, sin saberlo, sin saber que aquel iba a ser el último beso? Cerraste la puerta de casa con sigilo, como un ladrón, tras de ti no iba a quedar nada. Ay, ya no volverás nunca… Lo supe cuando escuché el titular de las cuatro de la tarde en la radio. «Atentado en el bar La Cepa de San Sebastián». Supe que aquel atentado era el tuyo. Un disparo por la espalda contra tu nuca inocente. Malditos quienes decidieron tu muerte, cómo, dónde, cuándo. Quienes te vigilaron, quienes susurraban a tu paso en los pasillos del Ayuntamiento y en el Parlamento vasco, quienes te apuntaban desde el Egin. Malditas las mujeres que te insultaban por la calle y los que se callaban. Maldito el cortejo de curas en mi casa aquella tarde para pedirme que el obispo Setién oficiara tu funeral. La vida es sagrada, decías, porque creías en Dios. Malditos cobardes, los tres etarras del comando Donosti. Sus nombres solo pueden escribirse con tinta de sangre en los sumarios de la Audiencia Nacional y en los capítulos de la infamia de los libros de Historia. También profanaron tu tumba. Arrancaron las flores que había plantado con tu hermana Consuelo un día de abril. Escribieron sobre tu lápida las siglas de la vergüenza y de los cobardes. También intentaron borrar tu nombre de la placa que, frente al bar La Cepa, recuerda tu asesinato. Amenazaron de muerte a tu hermana, amenazaron a miles de ciudadanos por defender la vida frente a la muerte, por defender la Constitución, por no ser nacionalistas; calumniaron, secuestraron, asesinaron. Casi 1.000 huérfanos contemplarán, como tu hijo Javier, el rostro inerte de su padre en una fotografía olvidada sobre la estantería del salón de su casa.

La mayoría de ellos nunca sabrá quién asesinó a su padre.

Muchas personas me preguntan qué diría, qué pensaría Gregorio Ordóñez, cómo sería la política hoy, como sería su ciudad si hubiera llegado a ser alcalde. Los pistoleros de ETA frustraron la respuesta hace 30 años y el voto de miles de donostiarras. Sabemos lo que decía, lo que pensaba, en lo que creía. Sé que ETA le asesina porque teme que el coraje cívico y la fuerza imparable de Gregorio se contagien. Para impedir que fuera alcalde alguien del Partido Popular. «Fascista», «español», escribieron sobre los muros de algunas localidades después del asesinato de Gregorio. Así entendía la organización terrorista la política: el tiro en la nuca contra el adversario. A eso Mario Onaindia lo llamaba fascismo. Hoy, en algunos pueblos y barrios, se les sigue homenajeando como héroes. Engalanan las listas electorales de EH Bildu. Reptan en votos sobre los féretros de sus adversarios políticos. Apoyan al Gobierno de mi país disfrazados de demócratas. Y esconden su responsabilidad en la historia de la banda terrorista con leyes sobre la historia reciente. La llaman memoria democrática. En esto de la memoria, cada cual arrima el ascua a su sardina. No queda ni rastro de la deslegitimación política y social que exige la Ley de Víctimas del Terrorismo. Ni de la condena del terror. La impunidad se la ha regalado un Estado que no ha sabido resolver, al menos, 379 asesinatos y que lo acompaña con resoluciones penitenciarias indecentes.

Hoy no estás, querido Goyo, para contemplar el triste espectáculo de la política. Los partidos son más que nunca máquinas de asalto al poder, como tú mismo escribiste. Bildu detenta 107 alcaldías, el PNV le sigue con 92, el PSE tiene diez y el PP tan solo dos. La carrera por el poder se lo lleva todo por delante: principios, leyes, instituciones. Devastador para una sociedad intoxicada. Tú, sin embargo, elegiste el camino de la política sin ambición personal, sin obediencia ciega a las siglas que representabas. Fuiste un rebelde con causa, te propusiste cambiar aquella situación insostenible de silencio frente al terror de ETA; te rebelaste de la mano de la entonces Alianza Popular para plantarle cara al terrorismo doméstico y al nacionalismo supremo; inyectaste aire fresco entre tanto miedo y llegaste a pactos hoy inimaginables con otras fuerzas políticas para participar en el Gobierno de tu ciudad, San Sebastián. Sólo levantaste la voz para gritar «¡basta ya!» contra ETA y sus cómplices. Defendiste a las víctimas del terrorismo y acudiste a todos sus funerales y a las convocatorias de Cristina Cuesta y Denon Artean. Te pusiste el lazo azul en la solapa para pedir la liberación de Julio Iglesias Zamora. Siempre fiel a tu conciencia y a los conciudadanos y abierto a tus adversarios.

Gregorio Ordóñez merece, sin duda, ser recordado con el mismo respeto con el que él nos recibía a diario en su despacho para resolver nuestros problemas. Merece, sin duda, ocupar el único lugar posible en la Historia de España, al lado de otros muchos hombres y mujeres valientes, inocentes, 856 víctimas de ETA. Hoy, más que nunca, pido respeto, justicia y reconocimiento para todas ellas.

Ana Iribar es la viuda de Gregorio Ordóñez, político asesinado por ETA en San Sebastián el 23 de enero de 1995

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