La semana pasada, junto a amigos de despilfarroalimentario.org y Espigoladors, Encuentro y Solidaridad de Valladolid participamos en un espigueo en una finca de Cuéllar. Nos reunimos 25 personas de diferentes edades, acompañados por el agricultor, un hombre recién jubilado que había trabajado esos campos durante años.
En total, recogimos unos 500 kilos de calabazas y varias cajas de puerros y remolacha. El agricultor, que no había podido vender sus productos y que no quería que se perdieran, nos recibió con unas palabras sinceras. Nos habló con tristeza de la cantidad de alimentos que quedan en las tierras por diversos motivos y nos recordó algo esencial: nos separa apenas una o dos generaciones del hambre. Nuestros abuelos o bisabuelos rebuscaban en los campos por necesidad, mientras que hoy vivimos de espaldas a la agricultura, como si fuera un oficio arcaico y olvidando que la comida es vital.
Tenemos mucha información que a veces recordamos. Sabemos que un tercio de los alimentos se desperdicia, con graves consecuencias para las personas y para el planeta. Los informes oficiales ni siquiera contemplan las pérdidas que ocurren en la fase de producción, por lo que las cifras reales son mucho mayores. Y también sabemos que 2.300 millones de personas en el mundo pasan hambre. Pero tener la experiencia el pasado sábado, de ir llenando cajas de alimentos recuperados consiguiendo en poco tiempo cientos de kilos de unas nutritivas y apetitosas verduras nos empuja a algo más que la reflexión y nos urge a actuar contra el despilfarro.
Si los políticos se comprometieran de verdad con este problema, si la agroindustria dejara de ver los alimentos solo como mercancía y negocio, y si como sociedad apostáramos por un consumo responsable —eligiendo productos de proximidad, sin dejarnos llevar por criterios estéticos y evitando que nuestra comida se estropee en la nevera—, podríamos acabar con esta vergüenza del desperdicio alimentario.
