Fuente: Diario de Sevilla
Autor: Francisco Correal
Sometió a un cerco de 24 meses a su presa y sin embargo perdió la partida
Hoy es tu día, Muerte, pero el otro día te vi irte cabizbaja, contrariada y con el rabo entre las piernas. Te habían infligido una paliza de vida, lo que te debe poner particularmente nerviosa. Te sentías orgullosa de tu trabajo bien hecho cuando viste aparecer un coche fúnebre por la avenida de la Palmera. Debió extrañarte, Muerte, que eran las tres de la tarde y en la iglesia del Corpus Christi, que es tan grande como un campo de fútbol, bien cerquita del estadio del Betis que esa tarde jugaba en Bulgaria, tuvieran que sacar las sillas porque el templo estaba a rebosar. Igual que tú, quienes a esa hora pasaran por la puerta no darían crédito. Te las prometías muy felices porque a tu presa la sometiste a un asedio de 24 meses durante el que, reconócelo, te ganó la partida. La pusiste a prueba con todo tipo de dolores y privaciones, pero mayor era su fe, su capacidad de transmitir esperanza y alegría a quienes la rodeaban, a quienes en el último tramo de su vida tuvimos el privilegio de conocerla. Es hora de decir su nombre, aunque lo sepas de sobra: María del Rosario Navarro Solano. Doce sacerdotes en el altar de la iglesia. Con ella hasta el Evangelio es diferente: mucha es la mies y muchos eran los obreros. La misma iglesia a la que acudía con José Antonio, su marido. Has perdido, Muerte, porque el alma de tu víctima revoloteaba por la iglesia en las voces de sus hijos Juan y Julián, que se repartieron las lecturas; en las de sus hijas Carmen, María e Isabel, aunque una de ellas tuvo que delegar en una amiga para que no la traicionara la emoción de los tequieros. Qué humillante tuvo que ser para ti, Muerte, que su marido repitiera un texto de Rosario, ya en la agonía, diciéndole que la comunión entre ellos sería ahora más auténtica porque iba a ser entre el cielo y la tierra. Sus hijos se despidieron de ella el jueves antes de irse al colegio. El cura que dio la homilía colocó en el altar un Cristo de Javier que la acompañó en sus últimos momentos y una fotografía de Rosario risueña, enamorada, luminosa.
Hablamos con ella su último viernes con vida. Su familia pidió en el hospital que la llevaran a morir a casa. Se conectó con nosotros. Moviendo el móvil para vernos y que la viéramos. «Está tomando apuntes», nos decía su marido. La Universidad. Justicia y Paz. Cáritas. El barrio de Rochelambert. El pueblo de Arahal. Proyecto Amor Conyugal. La Fundación CEU San Pablo. Todas las Iglesias posibles, que se resumen en una, estaban allí. Alguien contó que desde Venezuela le dedicaron los más pobres novenas y oraciones. Muerte, no sé si alguien se fijaría en tu espectral aspecto de alma en pena, derrotada porque habías fallado en tu objetivo. Pese a tantos meses de cerco y asedio. ¿Dios, por qué no has hecho el milagro?, se preguntaba el sacerdote en la homilía. Y sí que lo ha hecho. Rosario no se ha muerto, se fue con el temor de que este disgusto alejara a sus hijos del manantial de la fe. La fuente de la que bebía su madre, que se consideraba a sí misma «una piltrafilla de Dios». El coche fúnebre llegó con Rosario, pero se fue de vacío. Y tú, Muerte, te marchabas furiosa e impotente por el carril-bici sobre la rueda del tiempo.