Fuente: Alfa y Omega
En 1921 –se cumple ahora su centenario– un reconocido intelectual italiano, Giovanni Papini, tuvo la osadía de publicar una Historia de Cristo muy diferente a todas las anteriores. Tenía 40 años y un pasado de iconoclasta de las filosofías y las religiones. Era muy nietzscheano, tal y como había demostrado en Un hombre acabado (1913). Pretendía serlo en lo vital y en lo literario, y expresaba su frustración existencial con estas palabras: «Aquí está enterrado un hombre que pudo convertirse en dios». Había llamado a las puertas de las ideologías para cuestionar todo aquello que pudiera ser pensado. Llegó incluso a publicar unas Memorias de Dios (1911), ejemplo de un ateísmo hasta el extremo de un Dios que cuestiona su propia existencia y se rebela ante quienes le ignoran.
El escritor había tocado fondo en su vida, pese a formar una familia con Giacinta Giovagnoli, mujer católica y paciente. Pero un día se lanzó a la aventura de leer libros cristianos: las Confesiones de san Agustín, los ejercicios espirituales de san Ignacio, la Introducción a la vida devota de san Francisco de Sales… Esta inquietud le llevó inevitablemente a leer y meditar los Evangelios. Descubrió que no expresaban una forma de vida convencional. Antes bien, encontró en ellos un modo inesperado de rebeldía, que despertó su pasión de vivir y su inspiración literaria.
Por aquel entonces leyó a León Bloy, un escritor francés marcado por la polémica, fustigador de un cristianismo burgués y cultivador de una prosa exaltada y compulsiva, alguien que se consideraba un combatiente contra el positivismo y el escepticismo de la sociedad de su época. Papini quedaría admirado por su lenguaje violento y enérgico. Tanto en Bloy como en Papini los adjetivos son punzantes armas arrojadizas, y entre ellos no faltan expresiones como «hediondo», «sanguinario», «impuro»… En la Historia de Cristo nunca son suficientes para emplearlos contra las autoridades religiosas y políticas de la Palestina del tiempo de Jesús, aunque también para los escribas y fariseos.
Uno de los grandes descubrimientos de Papini en este libro son las bienaventuranzas. No las ve como una expresión de debilidad o de conformismo. Por el contrario, le fascinan como un modo de vivir que le hace elevarse por encima de sí mismo. Son la esperanza de una vida más verdadera, en la que no basta con la inteligencia. Entre otras cosas, descubre que para ser pobre de espíritu no es suficiente con ser pobre. Hay que tomar conciencia de la propia imperfección. También comprenderá que los mansos no son los débiles, sino aquellos que se obstinan en alcanzar los bienes espirituales. Escribe que los que lloran no son tristes, sino que son bienaventurados al derramar lágrimas por el mal que han hecho y el bien que hubieran podido hacer. Subraya que los que realmente tienen hambre y sed de justicia son aquellos que confían en la voluntad de Dios, y que los misericordiosos no son los que tienen piedad de los otros, sino los que también tienen piedad de ellos mismos.
No solo las bienaventuranzas sino el Evangelio entero es un mensaje dirigido a los últimos. Así lo ve Papini, convencido de que los últimos están destinados por Dios a ser los primeros. Pese a su pasado de intelectual arrogante, él se sigue considerando uno de esos últimos, y por eso la Buena Nueva tiene mucho que decirle. Tiempo atrás buscaba al superhombre, y su Historia de Cristo es la confirmación de que ha encontrado al Hombre, no el hombre nuevo de las filosofías de su tiempo. Las descripciones de la Pasión saben combinar lirismo y un realismo que no ahorra los más crueles detalles. La conclusión de Papini en el epílogo es que el Crucificado ha sido atormentado por amor nuestro. Pero ahora Él nos atormenta con la fuerza de su implacable amor.