Autor: Juan Simó
Fuente: saludineroap.blogspot.com
En una reciente noticia titulada «Hacer prevención primaria en salud mental no es ciencia ficción» (aquí), cierta «experta» afirma que en primaria debería existir un psicólogo por cupo. Ni una palabra sobre las condiciones de vida ni sobre los determinantes sociales como origen de mucho del malestar psicológico prevalente, en donde se debe hacer prevención primaria. Este blog ya ha tratado la desmedicalización del malestar emocional (aquí). Sabemos que la mayor parte del malestar o sufrimiento emocional es exógena y de causa social. Y no se soluciona con más médicos o psicólogos, ni con más medicamentos. Los políticos tienen más capacidad de actuar sobre estas causas que los médicos de tratar sus consecuencias. De hecho, a los políticos también les pagamos para que hagan prevención primaria en salud mental. Esta «experta» que propone «un psicólogo por cada cupo médico» es la misma que cuestiona el tratamiento de la depresión que hacen los médicos de familia, al parecer por falta de formación, por no aumentar la intensidad terapéutica con mayores dosis o asociando más fármacos antidepresivos (aquí). Por lo visto, no es suficiente con que en 2015 fuésemos la 10ª «potencia» mundial en consumo de antidepresivos (aquí). Ni que en 2020 alcanzásemos la sexta y segunda posición de mayor consumo de antidepresivos y ansiolíticos, respectivamente, de los países de la OCDE que ofrecían datos (aquí). Todo esto, pocas semanas después de que se haya demostrado que la hipótesis serotoninérgica de la depresión, cuestionada desde hace tiempo (aquí), no tiene base científica (aquí).
Consumos de antidepresivos y ansiolíticos
Las siguientes figuras muestran el consumo de antidepresivos y ansiolíticos en los países de la OCDE en 2020 (38 países miembros). Los datos proceden de la oficina estadística de la OCDE (aquí). España, con 86,9 DHD, ocupa el sexto puesto de mayor consumo de antidepresivos de los 29 países que ofrecen datos y, con 58,4 DHD, el segundo puesto de los 28 que ofrecen datos de consumo de ansiolíticos.
Pagamos a los políticos para que hagan prevención primaria en salud mental
Como bien señala Antonia Raya, muchas consultas de salud son por condiciones de vida precarias (aquí). La gente necesita una serie de condiciones de vida que hagan que ésta merezca la pena ser vivida. Son los políticos los responsables de que esas condiciones de vida se den, para eso les pagamos. A ver si se enteran (nos enteramos) de una vez: a los políticos también se les paga para que hagan prevención primaria en salud mental. No es tan difícil de entender. Para que nos hagan la vida más fácil, no para que nos la compliquen. Para que nos resuelvan problemas, no para que nos los creen. Para que solucionen, por ejemplo, los problemas de acceso a un trabajo o vivienda dignos, especialmente entre los jóvenes, y los derivados de la imposible conciliación entre el trabajo y el cuidado de pequeños o mayores.
Desmedicalizando la salud mental
Alberto Ortiz manda un comentario informando de que la Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría publicó en 2019 un dossier sobre prevención en salud mental desde una perspectiva crítica con cinco artículos que analizaban el valor de las intervenciones individuales (aquí).
Alberto Ortiz Lobo: desmedicalizando la Salud Mental
Para ilustrar y reflexionar
Para ilustrar y reflexionar sobre todo esto, a continuación reproduzco una reciente entrevista a Marta Carmona en El País (aquí), coautora con Javier Padilla del texto «Malestamos» (aquí), recientemente publicado y un artículo también reciente de Danielle Carr publicado en The New York Times con el provocativo título «La Salud Mental es Política» (aquí).
“Hemos normalizado tomar café con lorazepam, ¿por qué no te quitas las dos cosas?”
La psiquiatra Marta Carmona publica el libro ‘Malestamos’, en el que trata de dar respuestas colectivas a los actuales problemas de salud mental
28 SEPT 2022
Marta Carmona (Madrid, 38 años) reconoce que en su gremio, la psiquiatría, tienen un problema para desarrollar respuestas colectivas. “La mirada que tenemos para intentar entender es infinitamente más amplia que la mirada que tenemos para actuar y para intervenir”, lamenta. En el actual contexto de conversación global sobre el (mal) estado de la salud mental, Carmona publica un libro, Malestamos (Capitán Swing), que pretende ampliar el “horizonte más allá del intento de mejorar yo o a mi paciente en concreto, sino mejorar este barrio, esta ciudad, este entorno de convivencia”. Lo ha escrito a cuatro manos con Javier Padilla, médico de familia y actual diputado de Más Madrid en la asamblea madrileña, para aterrizar una idea: hacen falta estructuras que protejan a los vulnerables antes de que surja el malestar, la crisis o el sufrimiento. Carmona, que pertenece a la junta directiva de la Asociación Española de Neuropsiquiatría y de la Asociación Madrileña de Salud Mental, no renuncia a la respuesta individual en terapia, como cuando ella pasa consulta, “pero por Dios, que no sea la única forma de responder”.
P. Un panel de expertos acaba de recomendar por primera vez al Gobierno de EE UU que realice evaluaciones rutinarias para detectar signos de ansiedad entre la población.
R. Esto viene de la mirada patológica y totalmente biologicista de intentar entender la ansiedad como un cáncer de próstata: un fenómeno con una historia natural de enfermedad, que tiene un principio y un final, y si lo cazo justo al principio tengo un tratamiento efectivo que lo resuelve. Nada en salud mental funciona así. Generalmente, nosotros hablamos de trastornos, cuyo principio y final es mucho más difuso, y que están mucho más integrados en la identidad del sujeto. Igual hay políticas un poco mejores para intentar disminuir la ansiedad que viene, por ejemplo, de una precariedad laboral: por mucho que tú la detectes, si no mejora, necesitas una respuesta a un conflicto que no se resuelve. Es como cuando Amazon anunció las cabinas AmaZen [de relajación para sus empleados]…
P. Parecía una parodia de El Mundo Today.
R. Sabemos que estamos generando unas condiciones de vida insufribles para muchísima gente y vamos a taponarlo como sea, con cualquier solución. Como si en tiempos de la esclavitud dices: vamos a intentar detectar depresión entre los esclavos y les vamos a dar antidepresivos y psicoterapia. ¿O puedes abolir la esclavitud, no? Que probablemente mejore bastante la salud mental.
Vivimos un momento histórico ultraindividualista y entonces la solución para cualquier problema es psicoterapia para todos
P. El tópico dice que los pobres son más felices.
R. Eso es una narrativa espantosa. El sufrimiento psíquico puede aparecer en cualquier clase social. Siempre se ha puesto como ejemplo a Christina Onassis: al final se suicida y su suicidio es tan dramático como el de cualquier otra persona. Pero cuanto más duras sean tus circunstancias vitales, más duro lo tienes para hacerle frente a aquellas cosas que te están haciendo daño y encima tienes menos capacidad de elegir o de cambiar tus circunstancias vitales. La riqueza no es una garantía de buena salud mental, pero desde luego la pobreza sí que es una garantía de quedarte mucho más atrapado y tenerlo mucho más difícil. Ese discurso que pretende negar la parte de las condiciones sociales es terrible.
P. ¿Y qué discurso hay que reivindicar?
R. Vivimos un momento histórico ultraindividualista y entonces la solución para cualquier problema es psicoterapia para todos. Hay muchísima gente que necesita psicoterapia y no puede acceder a ella, esto es una verdad como un templo. Pero al final eso es el marco individualista otra vez. Un contexto neoliberal nunca te va a decir que no a eso, porque además hay un nicho de negocio enorme. Mucha gente se puede beneficiar de la terapia, pero si canalizamos cualquier tipo de sufrimiento a través de esa respuesta individual, probablemente no se está yendo a ninguna causa fundamental. En cada momento hay que prestar atención a esos hilos de los que hay que tirar, que están más ocultos, los que no van a tener a nadie que les ponga un altavoz para sacar un beneficio.
Puedes darle antidepresivos y psicoterapia a los esclavos o puedes abolir la esclavitud
P. ¿La salud mental es el nuevo hablar-de-qué-tiempo-hace?
R. En el momento en que se convierte en el tema de conversación de moda y hay mil reportajes y mil tiktoks de famosos hablando de eso, hay una visibilización y una tendencia a frivolizarlo. También sucede que se lleva más atención, generalmente, quien menos la necesita: se habla muchísimo de cosas más leves y más adaptativas, pero del trastorno mental grave que sigue teniendo un estigma brutal, de ese se ha hablado poquísimo en este bum. Las personas más dañadas no aparecen, pero soy de las que piensa que a la larga va a venir bien que al menos estemos todos hablando de esto.
P. Pero ¿se están dando los debates idóneos?
R. Es bueno que se normalice que la gente hable de su ansiedad. Pero no si la gente tiene ansiedad porque su cuerpo está chillando diciendo no, esto no, esto no es tolerable, y lo que hacemos es decir que así es como hay que vivir. Hemos normalizado tomar café con lorazepam, que todo el mundo sabe que es absurdo. Es absurdo tomarte un estimulante y un ansiolítico a la vez. Pero se hace porque se ha normalizado, porque la vida es así, la vida sigue. Te tomas un café y te activas y te tomas un ansiolítico y te amodorras. Hay gente que tiene trucos: me tomo uno antes, luego otro después. ¿Y por qué no te quitas las dos cosas? No me puedo quitar las dos cosas porque no puedo, te dicen en la consulta.
Es una narrativa un poco peligrosa responderlo con resiliencia: unos esclavos muy resilientes y con muy buena tolerancia a la frustración
P. ¿Por la sensación de tomar el control?
R. Claro, esto para una cosa y esto para otra. Te comento que a tu hígado le da bastante igual para qué te lo tomas. Pero me parece muy significativo de los tiempos. Llevo un día a día que no tiene sentido, mi cuerpo chilla que no, pero es que lo hago para aguantar mi jornada laboral, mis tres horas diarias de transporte público, mi solo ver a mis amigos una vez al mes. En la consulta intentamos que los pacientes entiendan que la ansiedad es una señal que te da tu cuerpo, hay algo que no está yendo bien. Con esas rutinas, estamos planteando que la gente le baje el volumen a la alarma. Suena la alarma de incendios en tu edificio y tú solo intervienes para que deje de sonar, en lugar de mirar si se está quemando.
P. ¿Cómo prevenir de forma colectiva antes de que surjan los problemas?
R. Esa es la parte que a los profesionales de salud mental nos cuesta ver. Yo me doy con un canto en los dientes si se entiende que las soluciones que más te pueden afectar en tu vida a lo mejor no son las que te afectan específicamente a ti, sino algo que te ha protegido previamente. Cualquier cosa que te ponga un poco fácil la vida, quieras que no, va a ayudar al resto. Que las jornadas laborales no sean tan extenuantes, que no haya una situación de precariedad laboral, o también todos aquellos problemas de la salud mental que vienen de lo que sucede dentro de las familias, las mil relaciones intrafamiliares que pueden resultar dañinas. Que haya alternativas cuando un crío está pasándolo mal, sea por un tema escolar, sea por uno familiar, que sepa qué le pasa, tenga a quién recurrir y se pueda romper un poco ese ciclo. O que las personas que afrontan una soledad enorme en ciertas fases de su vida tengan unas comunidades disponibles a las que acudir… Que todas aquellas cosas que puedan generar sufrimiento tengan a gente preocupándose por ellas y tomando medidas. El mejor ejemplo es el bullying en los colegios. Lo puedes entender como un problema individual de todos los críos, de todos los adolescentes, lo puedes entender como un problema a nivel macro. Pero al final los coles tienen que tener sus protocolos, los tienen que poner en marcha… Ahí se ve muy bien cuál es la intervención intermedia: esto existe y los coles tienen que responder de alguna manera. Necesitamos que eso se pueda hacer con todo el resto de elementos que te pueden dañar a lo largo de tu vida, en lo familiar, lo relacional o lo laboral.
Dejar tiradas a personas vulnerables, que las instituciones no las respalden, puede tener consecuencias en la salud mental
P. ¿Hay malestares tolerables?
R. Esa normalización es la que yo veo peliaguda. La tolerancia a la frustración hay que desarrollarla, no podemos generar una sociedad de gente tremendamente inmadura, que no sabe encajar un no o una derrota. Y es verdad que la responsabilidad individual es imprescindible para una buena salud mental. Pero pongo el ejemplo del juego y de la ludopatía: la responsabilidad individual de la persona con juego patológico por supuesto que está ahí, pero si tú lo centras todo en eso, entonces no pasa nada por llenar de casas de apuestas cualquier barrio, sobre todo los más empobrecidos, ni por poner casas de apuestas en los colegios. Con el malestar en general creo que pasa esto: no puede ser que apeles a esa capacidad para que la gente trague carros y carretas. Es muy importante tolerar la frustración, así que nada, todo el mundo a hacer una jornada laboral de 12 horas. Es una narrativa un poco peligrosa, porque el problema es cuando todo hay que responderlo con resiliencia: unos esclavos muy resilientes y con muy buena tolerancia a la frustración.
P. ¿Preocuparse por la salud mental es de izquierdas?
R. En salud mental, cualquier caso concreto lo puedes entender de una manera o de otra si amplías suficientemente el foco. El caso de Simone Biles, por ejemplo. Puedes decir que los Juegos Olímpicos son muy estresantes y cualquier persona tiene derecho a petar, por así decirlo. O que las gimnastas, con la ansiedad, pierden el mapeo y no pueden hacer las acrobacias. O puedes ampliar un poco el marco y ver que las gimnastas estadounidenses venían de un litigio horroroso contra su federación, que había estado encubriendo sistemáticamente un caso terrible de abusos sexuales y que las habían dejado vendidísimas. Si todo el planeta va a ponerse a hablar de la salud mental de Biles en concreto, podemos ver que dejar tiradas a personas vulnerables, y que las instituciones no las respalden, puede tener consecuencias en la salud mental. Al final el sufrimiento psíquico es una reacción a cosas que nos pasan. No voy a decir que hablar de salud mental sea de izquierdas, porque no tendría que ser así, pero preocuparte por la situación en la que vive la gente más vulnerable, plantear cómo cuidamos a los que más sufren, pues sí que tiene un sesgo político. Cuando en la consulta alguien llega contando su ansiedad, sus cosas, pues tú te dedicas a hacer preguntas cada vez con una mirada un poquito más amplia, desde el síntoma exacto a quién es la persona que tienes delante, qué le ha pasado en la vida y qué le ha ocurrido para que ahora esté así. Y acabas encontrando, generalmente, que ese sufrimiento viene de algún sitio, no viene del aire, no surge porque sí. Cuando encuentras un patrón sistemático, que mucha gente tiene un sufrimiento que responde a violencias a las que estamos expuestos muchos, pues dices, podemos responder individualmente, y nosotros no queremos hablar en contra de la atención individual ni muchísimo menos, pero por Dios, que no sea la única forma de responder.
LA SALUD MENTAL ES POLÍTICA
¿Y si la cura para nuestra actual crisis de salud mental no fuese más asistencia médica?
Danielle Carr
26 SEPT 2022
Los costos de la pandemia de COVID-19 para la salud mental han sido objeto de análisis amplios en Estados Unidos, la mayoría centrados en el aumento abrupto de la demanda de servicios médicos para la salud mental que está copando las capacidades sanitarias del país. La consiguiente dificultad para acceder a dichos servicios es uno de los motivos que se suelen citar para justificar diversas propuestas a modo de solución, como impulsar el negocio de la sanidad digital, las empresas de teleterapia emergentes y un nuevo plan de salud mental que el gobierno de Joe Biden dio a conocer a principios de este año.
Pero ¿de verdad tenemos una crisis de salud mental? Una crisis que afecta a la salud mental no es lo mismo que una crisis de salud mental. Es indudable que hay abundantes síntomas de una crisis, pero si queremos dar con soluciones eficaces, primero hemos de preguntar: ¿una crisis de qué?
Algunos científicos sociales emplean una palabra, “reificación”, para referirse al proceso mediante el cual los efectos de una determinada organización política del poder y de los recursos empiezan a parecer realidades objetivas e inevitables del mundo. La reificación cambia un problema político por otro científico o técnico. Así es, por ejemplo, como los efectos de los oligopolios tecnológicos no regulados se convierten en “adicción a las redes sociales” y la catástrofe climática causada por la codicia empresarial, en una “ola de calor”; y también, por cierto, como el efecto de las luchas entre trabajadores y empresas se convierte, unido a los precios de la energía, en “inflación”. No nos faltan ejemplos.
A quienes tienen el poder les es muy útil hacer trucos de magia con la reificación, porque con sus abracadabras ocultan preguntas como: “¿Quién provocó esto?” o “¿Quién se beneficia?”. Así, estos síntomas de una lucha política y una crisis social empiezan a parecer problemas para los que existen soluciones técnicas claras y objetivas, y que es preferible que resuelvan expertos capacitados. En la medicina, los ejemplos de reificación son tan abundantes que los sociólogos han acuñado un término más específico: “medicalización”, o el proceso por el cual se enmarca algo como un problema principalmente médico. La medicalización altera los términos con los que intentamos averiguar la causa de un problema y qué se puede hacer para arreglarlo. A menudo, pone el foco en la persona como organismo biológico, en detrimento de la toma en consideración de factores sistémicos e infraestructurales.
Una vez que empezamos a hacer preguntas sobre la medicalización, comienza a parecer inadecuado cómo se han enmarcado los costos de la crisis de COVID-19 para la salud mental: como una “epidemia” de trastornos de la salud mental, como lo han llamado varias publicaciones, en vez de como una crisis política que afecta a la salud.
Por supuesto, nadie puede negar el aumento del estrés mental y emocional. Por citar dos de los diagnósticos más comunes, en un estudio publicado por The Lancet en 2021 se calculó que la pandemia había provocado a nivel mundial 53,2 millones de nuevos cuadros depresivos graves y 76,2 millones de casos de trastorno de ansiedad.
Pensémoslo. No es extraño que haya más episodios de estrés psicológico ante unas circunstancias objetivamente estresantes. Como escribió una coalición de 18 destacados académicos de la salud mental en un artículo para The Lancet de 2020: “Las predicciones de un ‘tsunami’ de problemas relacionados con la salud mental a consecuencia de [la COVID-19] y el confinamiento son exageradas; los sentimientos de ansiedad y tristeza son una reacción completamente normal a las circunstancias difíciles, no síntomas de una mala salud mental”.
La cosa es menos extraña aún cuando se repasan con atención los datos: si los acotamos al pico (totalmente predecible) de estrés psicológico entre los profesionales sanitarios (lo que per se refuerza la idea de que los principales vectores causales que influyen aquí son de carácter estructural), los predictores más relevantes para la salud mental son los índices de estabilidad económica. Naturalmente, no solo tiene que ver con la cifra que aparezca en tus estados bancarios —aunque es un importante predictor de los resultados—, sino también con si vives en una sociedad donde se ha destruido el tejido social.
Antes de continuar, quisiera dejar claro lo que no estoy diciendo. No estoy diciendo que las enfermedades mentales sean falsas, o no biológicas, en cierto modo. Señalar la medicalización de los problemas sociales y políticos no significa negar que esos problemas producen dolencias biológicas reales; significa plantear preguntas serias sobre qué está provocando esas dolencias. Si alguien atraviesa una multitud con su coche, atropellando a la gente, lo sensato no es declarar una epidemia de “síndrome del posatropellamiento” y ponerse a buscar el mecanismo biológico subyacente que pueda estar provocándolo. Tienes que atender el sufrimiento, totalmente real, del cuerpo de las personas afectadas, como es obvio, pero la cuestión clave es: tienes que detener al tipo que está atropellando a la gente con su coche.
A este principio se están refiriendo algunos investigadores cuando hablan de la idea de que existen determinantes sociales de la salud, de que las soluciones eficaces a largo plazo para muchos problemas medicalizados requieren medios no médicos, es decir, políticos. Todos identificamos enseguida, cuando se trata de enfermedades como la diabetes o la hipertensión —enfermedades con una base biológica muy obvia—, que el cuerpo de la persona es solo parte de la realidad causal de la enfermedad. Por ejemplo, para atajar eficazmente la causa raíz de la “epidemia” de diabetes, se llevarían a cabo importantes cambios infraestructurales en las dietas y los niveles de actividad de la población, en vez de regar con medicamentos y fondos económicos a clínicas que ayuden a las personas a elegir mejor en unos supermercados llenos de productos sin restricciones y poco saludables. Hay que parar al tipo que está atropellando a la gente con su coche.
Pero si el consenso de la salud pública en torno a la diabetes ha cambiado en cierto modo a partir de lo que sabemos, es notablemente difícil lograr lo mismo cuando se trata de la salud mental.
Hace tiempo que las ciencias psiquiátricas identifican el estrés como factor causal en una enorme variedad de trastornos mentales, y aluden al “modelo de diátesis-estrés” de la enfermedad mental. Ese modelo incorpora el hecho sobradamente documentado de que los estresores crónicos (como la pobreza, la violencia política y la discriminación) hacen mucho más probable que una persona desarrolle un determinado diagnóstico, desde la depresión hasta la esquizofrenia.
La relación causal podría ser incluso más directa. Sorprendentemente, durante todas estas décadas de investigación sobre los trastornos de los estados de ánimo, los científicos que realizan los estudios tuvieron que desarrollar modelos animales de ansiedad y depresión —es decir, animales con patrones de conducta similares a los de la ansiedad y la depresión humanas— sometiéndolos a semanas o meses de estrés crónico.
Si a los animales se les administran unos impredecibles y dolorosos electrochoques de los que no se pueden escapar, se los obliga a sobrevivir en unas condiciones casi imposibles durante el tiempo suficiente y se los coloca en situaciones sociales donde son crónicamente maltratados por los que están por encima en la jerarquía social, la conducta de esos animales empezará de pronto a asemejar una psicopatología humana.
Esto no significa que el estrés cause todos los síntomas psiquiátricos, pero sí la casi certeza de que causa muchos de ellos. Existen cada vez más pruebas que respaldan la idea de que el aumento crónico de las hormonas del estrés tiene efectos derivados sobre la arquitectura neuronal de los circuitos cognitivos y emocionales del cerebro. Aún se ignora cuál es la relación exacta entre los diferentes tipos de estrés y un determinado conjunto de síntomas psiquiátricos—¿por qué algunas personas reaccionan al estrés deprimiéndose, mientras que otras se vuelven impulsivas o se encolerizan?—, lo que indica que, sea cual sea el mecanismo causal existente, hay una variedad de condiciones genéticas y sociales que intervienen en él.
Sin embargo, de la investigación se desprende claramente una cosa: en lo que respecta a la salud mental, puede que la mejor forma de tratar las condiciones biológicas subyacentes a muchos síntomas sea asegurar que más personas puedan vivir con menos estrés.
Y aquí está el núcleo del problema: medicalizar la salud mental servirá de muy poco si el objetivo es atajar la causa subyacente del padecimiento general de estrés mental y emocional. En cambio, sí servirá de mucho si lo que se intenta es hallar una solución que pueda gozar del acuerdo de todos los que ostentan el poder, para así poder decir que están ocupándose del problema. Por desgracia, la solución con la que todos pueden estar de acuerdo no va a funcionar.
Todo el mundo está de acuerdo, por ejemplo, en que sería positivo reducir la alta tasa de diabetes que asola Estados Unidos. Pero una vez que empezamos a desmedicalizar la diabetes, comienza a parecer un problema biológico surgido a raíz de una gran cantidad de problemas políticos: la infraestructura del transporte, que perpetúa el sedentarismo de las personas que van en coche; la precariedad alimentaria, que obliga a una clase marginada y racializada a depender de la comida barata y con calorías vacías; el poder de los lobbies corporativos para suavizar las regulaciones; etcétera. Se trata de problemas que no suscitan acuerdos entre las personas, en parte porque algunas de ellas se benefician materialmente de esta coyuntura. Esto quiere decir que son problemas políticos, y resolverlos conllevará enfrentarse a los grupos de personas que se benefician del statu quo.
Que el statu quo está beneficiando una vez más a los sospechosos habituales es más que evidente al ver el auge de las nuevas empresas tecnológicas dedicadas a la salud mental y financiadas con capital riesgo, que prometen resolver la crisis aplicando a la atención psiquiátrica un modelo económico basado en el trabajo temporal y autónomo, criticado por vender medicación psiquiátrica de forma irresponsable y sin apenas rendir cuentas.
Sin embargo, incluso las soluciones financiadas con dinero público corren el peligro de caer en la trampa de medicalizar un problema y no atajar las causas estructurales, más profundas, de la crisis. El plan del presidente Biden para la salud mental, por ejemplo, hace muchas concesiones al lenguaje de la “comunidad” y “la salud conductual”. Una sección donde se esboza un plan para “crear entornos saludables” hace gran alarde de estar diciendo las cosas correctas, como: “No podemos transformar la salud mental solo a través del sistema sanitario. También debemos abordar los factores determinantes de la salud conductual, invertir en los servicios a la comunidad y fomentar una cultura y un entorno que promuevan ampliamente el bienestar mental y la recuperación”.
Pero el plan se centra después en varias propuestas que apuntan a la regulación de las redes sociales —un objetivo peculiar, cuya importancia es secundaria a la de otros factores estructurales decisivos para la salud, como la desigualdad de la riqueza y los servicios públicos—, hasta que te acuerdas de que es uno de los pocos objetivos que demócratas y republicanos comparten en materia de políticas públicas.
Es indudable que algunas secciones proponen unos cuidados verdaderamente necesarios. Por ejemplo, la propuesta de organizar numerosas clínicas de salud conductual para que ofrezcan tratamientos subvencionados para el consumo de drogas, como el de la metadona en dosis reducidas, responde —aunque por desgracia muy tarde— a una imperiosa necesidad frente al fenómeno de la adicción masiva a los opiáceos, impulsado por empresas como Purdue Pharma y Walgreens.
Sin embargo, aunque en gran parte la propuesta parece redactada teniendo muy presente la adicción a los opiáceos, no toma en consideración las mayúsculas consecuencias de la llamada epidemia de los opioides. Es difícil encontrar una demostración más clara de cómo, a través de la reificación, las condiciones políticas se transforman en una epidemia medicalizada que, todo el mundo lo sabe, ha pasado ya: las compañías farmacéuticas exprimieron al máximo, metódica y deliberadamente, la desesperación de las clases marginadas posindustriales. Era tan obvio que, al final, incluso una clase dirigente cuya mayoría aún siente indiferencia hacia los pobres tuvo que decidirse a intentar hacer algo al respecto.
Y, además, cuando el plan toca el tema del suicidio, se centra en las intervenciones de urgencia, como si el suicidio fuese una especie de suceso natural desafortunado, como ser alcanzado por un rayo, en vez de una manifestación de la realidad: cada vez hay más personas convencidas de que la situación actual no les da motivos para vivir ni esperanzas de una vida que sí quieran vivir.
El plan principal de la propuesta para abordar la llamada epidemia de suicidios ha sido el relanzamiento de una línea de asistencia telefónica contra el suicidio, que tratará de animar a las personas a punto de suicidarse a que no lo hagan, y que podría o no informarles de algunos recursos como las sesiones de terapia cognitivo-conductual (probablemente teleterapia) que las compañías de seguros tendrán que cubrir a sus clientes, dependiendo de lo que haya decidido respecto a la financiación el estado donde resida la persona que llama. (Como toda la propuesta de Biden, el plan todavía tiene que ser aprobado con carácter de ley). No es que la línea de asistencia telefónica sea una mala idea: es cómo refleja su tremenda incapacidad para aprehender la realidad política y su completa dejadez sobre la profunda condena del statu quo que representa la “epidemia de suicidios” lo que en verdad es más aterrador que la total indiferencia. Merece la pena recordar que, en las elecciones presidenciales de 2016, y a pesar de que Hillary Clinton llevó en su campaña un plan de “prevención del suicidio”, las comunidades más afectadas por las llamadas muertes por desesperación votaron en su inmensa mayoría por Donald Trump, quien habló —aunque fuese hipócritamente— de su situación económica y les prometió que recuperarían sus trabajos.
Para resolver la crisis de salud mental, por tanto, será necesario luchar para garantizar a las personas el acceso a una infraestructura que amortigüe su estrés crónico: vivienda, alimentación, educación, cuidados infantiles, estabilidad laboral, el derecho a organizarse para humanizar más los lugares de trabajo y acciones determinantes frente al inminente apocalipsis climático.
Si solo se lucha por la salud mental en el plano del acceso a la atención psiquiátrica, no solo se corre el riesgo de reforzar las justificaciones esgrimidas por las nuevas empresas para lucrar, ansiosas por capitalizar los extendidos efectos del dolor, la ansiedad y la desesperación. Con ello también se corre el riesgo de patologizar precisamente las emociones cuyo poder político vamos a necesitar si queremos conseguir soluciones.
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Danielle Carr es profesora adjunta en el Instituto para la Sociedad y la Genética de la Universidad de California en Los Ángeles. Actualmente está trabajando en un libro sobre la historia de la neurociencia.