Sumar y el arbolito de los deseos

Ana Iris Simón

La conversión de buenos deseos en derechos puede generar monstruos.


Antes de vacaciones, en la escuela infantil de mis hijos nos dieron dos tarjetas con un lazo. En ellas teníamos que anotar un deseo para después colgarlo en el árbol del recibidor. El pequeño aún no sabe hablar, pero el mayor, que recientemente ha incorporado la capa como elemento de su fondo de armario, sí que nos transmitió su deseo: que fuéramos superhéroes.


No me sorprendería que en la sede de Sumar tuvieran un árbol similar. No porque aquello sea una guardería ni por las maneras de profesora de infantil que a veces saca a pasear Yolanda Díaz, no me malinterpreten. Me refiero a que para ellos los deseos son muy importantes. Tanto que creen, incluso, que hay que convertirlos en derechos. Así lo manifestaban en su felicitación tuitera de año nuevo: ”Que todos vuestros buenos deseos se conviertan en derechos”.
Un eslogan tierno, blanquito y esponjoso, muy en la línea de la puesta en escena de Sumar, pero detrás del cual anidan dos de los grandes males de nuestro momento: la infantilización y el narcisismo. Un lema biensonante pero que da lugar a una confusión peligrosa, pues los deseos, por excelsos que sean, ni son ni tienen por qué ser derechos.
La consigna encierra grandes dilemas. El primero de ellos, discernir qué es un buen deseo. Aplicado, por ejemplo, a nuestra política territorial, en la que Yolanda Díaz anda tan interesada que su andandillo la llevó incluso a reunirse con el malversador Puigdemont: ¿cuál sería el buen deseo, el de un extremeño que reclama solidaridad y justicia, o el de un catalán que quiere romper la caja común en nombre de su identidad? La respuesta no gustará a los sumaritas, que no parecen haber contemplado que uno de los problemas de su paradigma es que el deseo de uno, en tanto que individual, puede chocar con el del otro.
Tampoco parecen haber contemplado que no solo sus votantes desean. ¿O accederían acaso a convertir en derecho el que, para miles de personas en nuestro país, es un buen deseo: que los fetos que, si les dejan, se
convertirán en niños, no sean aspirados o expulsados químicamente del vientre de sus madres?
La conversión de buenos deseos en derechos puede generar monstruos. Es el caso de quienes piensan que uno de los deseos más bellos, el de paternidad, es un derecho, y por ello recurren a la compra de niños por vientre de alquiler. O de quienes se creen con derecho al sexo y, por ello, a echar mano del alquiler no ya de vientres sino de cuerpos enteros —normalmente de mujeres, normalmente pobres— por la vía de la prostitución.
“Son muchos los caminos por los que la libido neoliberal nos hace confundir nuestro deseo con un derecho. Por eso conviene recordar que nuestra apetencia clientelar no siempre tiene razón”, escribió con tino hace unos años García Montero, ya preocupado por esta deriva deseante de la izquierda. Mucho antes, Chesterton ya nos avisaba de que, “para corromper a un individuo, basta con enseñarle a llamar derechos a sus anhelos personales”.


En cualquier caso, en casa les vamos a decir a los de Sumar que aquí lo que queremos es ser superhéroes. Nadie nos puede negar que sea un buen deseo. A no ser que elijamos al Capitán Trueno, en cuyo caso nos responderán
que no nos lo conceden, que ese es un facha.

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