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¿De verdad es para ponerse así?

Publicado el 5 octubre, 20204 octubre, 2020 por ES

Significados simbólicos en el matrimonio

Diego Velicia, psicólogo del COF Diocesano de Valladolid

Una de las situaciones que más desazón generan en cualquier relación humana, pero especialmente en el matrimonio, es aquella en la que percibimos que el otro reacciona de forma desproporcionada a un acontecimiento, una palabra, un gesto, que desde fuera nos parece irrelevante.

Este es un suceso que nos deja descolocados. “¿De verdad es para ponerse así? No hay quien lo entienda, si no es para tanto” y otras frases por el estilo transmiten la idea de lo incomprensible que nos resulta la reacción del otro. Nos quedamos sorprendidos, sin comprender y preferimos estar un poco alejados de quien no podemos prever sus reacciones o nos parece que no se corresponden con la situación vivida. La consecuencia suele ser que aumenta la distancia en la pareja.

Conocer por qué sucede esto nos ayudará a mejorar nuestras relaciones con los demás, de una forma especial en el matrimonio.

Para explicarlo conviene partir del reconocimiento básico de que las personas, ante la misma situación, reaccionan de una forma diferente a la que reacciono yo. Si reaccionaran igual que lo hago yo, serían yo. Y, gracias a Dios, eso no pasa.

Las personas tendemos a atribuir significados a las conductas de los demás. Esto nos permite tener una cierta sensación de control, gracias a que parece que comprendemos por qué hace tal o cual cosa y así podemos anticipar reacciones, ajustar nuestras acciones… (Otorgar significados a sucesos vitales es una cualidad humana que
influye en nuestro comportamiento mucho más de lo que pensamos)

Otorgamos significados en función de nuestra experiencia, nuestra educación, los mensajes que hemos recibido, el concepto que tenemos de nosotros mismos, nuestra inteligencia… Cuando un suceso evoca de forma muy frecuente un significado muy personalizado, se convierte en un símbolo. Es decir, ese hecho significa mucho más que el hecho en sí y se convierte en la representación de algo valioso e importante para uno mismo: amor, rechazo, libertad, desprecio…

De ahí que cada vez que aparezca ese hecho, la reacción es exagerada, porque no responde al hecho en sí, si no al significado que esa persona le atribuye.

Por ejemplo, cuando alguien reacciona fuertemente enfadado, porque el otro ha tomado una decisión sin consultarle, puede que atribuya a ese hecho el significado de no ser tenido en cuenta, y su reacción sea desproporcionada respecto al hecho en sí y a sus consecuencias, aunque la falta de consulta haya sido por falta de tiempo.

Uno de los elementos que más influye a la hora de otorgar significados a las conductas de otros es nuestra propia experiencia en las relaciones interpersonales y cómo traducimos las conductas de los demás en términos de aprecio.

Los significados simbólicos más frecuentes tienen que ver con dos aspectos. Por un lado, el interés o desinterés que percibo que el otro tiene por mí y que oscila entre el afecto, el amor, el ser tenido en cuenta, en un polo y la falta de comprensión, la desconsideración o el rechazo en el otro polo. Por otro lado, el respeto que oscila entre la admiración en un polo y el desprecio en el polo opuesto.

Hay ocasiones en la vida de una persona en la que determinadas experiencias interpersonales dejan una huella que la hace especialmente vulnerable a mensajes que para ella tienen ese significado simbólico. Incluso en matrimonios en los que los cónyuges se sienten queridos, pueden ser sensibles a mensajes con este significado
simbólico.

Manejar este tipo de situaciones supone, en primer lugar, que uno mismo analice su reacción y compruebe si responde al hecho acontecido o a la interpretación que yo hago del mismo. Y el segundo consiste en transmitirle al otro el motivo profundo de nuestra reacción. Por parte de la pareja, se trata de comprender los significados que el
otro atribuye a las distintas situaciones y conductas para aprender a sobrellevar esas reacciones y que no generen una distancia insalvable en la pareja.

No se puede combatir el racismo desde la intolerancia

Publicado el 19 junio, 202018 junio, 2020 por EncuentroYSolidaridad

Israel Gajete Domínguez


De nuevo, he sido objeto de calumnias y de insultos por defender mis ideas.

Hace poco, en un foro de literatura, introdujeron una fotografía en la que se apreciaba una imagen de un grupo de niños en un aula, dos de los cuales, de piel negra, se encontraban apartados. La misma fotografía suscitó una reacción unánime de rechazo al racismo. Es reconfortante pensar que la mayoría de las personas rechazan esta lacra. Sin embargo, me preocupó el hecho de que se criticara una actitud (el racismo) incurriendo en otra igualmente irracional, de la que nace la anterior: El prejuicio. Prejuicio porque una imagen es generalmente insuficiente para juzgar un hecho, se tiene que contextualizar.

Del racismo no me gusta ni la propia palabra, que es errónea y viene arrastrando ese odio tan viejo, ya que sólo existe una raza, la humana, según la antropología que conozco y he estudiado, que habla de “etnias” Una vez aclarado esto, continúo:

Mi hijo es guatemalteco, y en el colegio comía separado del resto por una alergia alimentaria, por seguridad. Si alguien, que no conoce esta realidad, viese una foto de un niño guatemalteco separado del resto, también podría deducir erróneamente que en su colegio discriminan a los guatemaltecos, y desataría las ¿justas? iras de un colectivo. Incurriendo, precisamente, en lo que critican.

Muchos ya me conocen, quise aportar mi visión, es importante recalcarlo, no mi posicionamiento sobre el hecho del racismo, sino sobre el hecho de juzgar una imagen fuera de contexto. Imaginaos lo injusto que hubiera sido para aquella profesora tener que ser despedida porque una horda de padres en defensa de los derechos de los niños guatemaltecos solicitara su cabeza al director.

Fíjense, la crítica al racismo es una actitud loable, pero cuando juzgamos algo como racista sin saber si lo es, se convierte precisamente en una actitud racista, intolerante, discriminatoria y totalmente injusta.

Así, quise apuntar la idea de que, aunque el racismo merece la repulsa inmediata, esa imagen concreta, no se podía juzgar sin contexto. Me documenté, busqué la imagen, leí artículos y a la postre tengo mi propia opinión, que no es necesario aportar. ¿cuántos de los que allí había se documentaron? ¿O, simplemente vieron una foto que “parecía” racista y desataron las iras de sus vísceras?

Fueron esas mismas iras las que cayeron sobre mi persona, faltándome el respeto, cosiéndome la letra escarlata; sentí como una turba con antorchas me llamaba racista, poco menos que nazi, ¡en un foro de literatura donde se presupone un mínimo de comprensión lectora! Incurriendo en esas mismas actitudes de ignorancia y de odio que provocan el mal llamado racismo, sin querer comprender los motivos que me llevaron a exponer esa idea, que no son otros que tratar de alertar de lo peligroso que resulta dar por sentado sin poner en tela de juicio, sin una reflexión o análisis previo. Ni siquiera juzgaba la imagen en sí (sólo apunté posibilidades sin dar por sentado nada).

El tono denigrante de sus comentarios fue elevándose a medida que yo intentaba matizar y explicar algo que, aún ahora, creo que expuse de forma clara. Recibí acuciantes lecciones de tolerancia, dedicados manifiestos anti-racistas que agradezco y que apoyo, pero creo fuera de lugar. Al son de la cabalgata de las Valkirias despotricaron los literatos con sus plumas cargadas de tinta contra aquel desconocido impertinente. Y racista, por supuesto.

Una cosa quedó clara, no se puede combatir el racismo desde la intolerancia y el insulto, porque queda desdibujada la intención. ¡Qué fácil es teclear proclamas y defender a los otros desde nuestro sofá, a la vez que se insulta, se agrede y se ofende! Me pregunto si es una proclama legítima, la que enaltece a uno y carga sobre otro injustamente.

Creo que esta deriva en el mundo de las redes es muy habitual. Nos erigimos como defensores de los que padecen injusticias, aunque no nos importa quién inflige la injusticia. Ni siquiera la injusticia. Lo que nos importa es tener razón, sin escuchar a los demás. Es que nuestra voz destaque por encima de las otras.
En el fondo, lo que nos importa, parece, es hacer ruido e insultar a los demás, a los que hemos elegido, justamente o no, como verdugos. Blanqueamiento de conciencia hipermoderno, caza de brujas, muchas veces, sin sentido.

Puedo afirmar categóricamente que no existe en las redes la libertad de expresión (y si me apuran, en el foro público y físico tampoco, aunque cara a cara suele haber más respeto). Siempre se encuentra un reducto de gentes dispuestas a acallar una voz que difiera a base de insultos, calumnias y agresiones verbales de toda forma y color. Y sí, te podrás expresar, pero tu expresión quedará mellada, será mutilada, cercenada, arrojada a las fauces de los “librepensantes”. Y serás juzgado y condenado sin criterio y sin piedad.

En el desmedido afán porque no solo la voz, sino también nuestra persona, se alce por encima de los demás, se encuentra la parte más oscura de la persona humana, capaz de cincelar “La Pietà” o componer el “Adagio de Albinoni”, pero también de construir campos de concentración o asesinar a un hombre desarmado con la rodilla en su cuello.

Da que pensar.

El problema de evitar el problema… en el matrimonio

Publicado el 1 junio, 202031 mayo, 2020 por EncuentroYSolidaridad

Diego Velicia
Psicólogo del COF Diocesano

“Nunca hemos discutido”. “Soy de las personas que prefieren evitar la discusión” “Por no discutir…”


En un matrimonio, lo normal es que marido y mujer tengamos una forma diferente de ver algunas cosas, formas diferentes de expresarnos, maneras distintas de relacionarnos con los hijos y de intentar educarlos, expectativas diferentes el uno del otro, formas diferentes de sentir… Si todo esto fuese exactamente igual en cada miembro del matrimonio, la vida en común sería extraordinariamente aburrida.

Pero, gracias a Dios, lo normal es que seamos diferentes. Y, en ocasiones, de esa diferencia surgen conflictos. Hay quien, por distintas razones, evita los conflictos. Quizá el miedo a que se pierda el control, otras veces la angustia por no perder la armonía… Y esos matrimonios que prefieren evitar los conflictos ¿qué hacen cuando se atisba un conflicto en el horizonte de la relación? Esquivarlo, ceder, ignorarlo, hacer como que no ha pasado, minimizarlo, y para ello evitan emitir su punto de vista, optan por no hacer ni decir nada que pueda molestar… en una decisión que, al ocultar al otro una parte de los sentimientos propios, lo que hace es agrandar la distancia en la pareja.

Estos matrimonios pueden ser tan estables como aquellos en los que ambos se enfrentan a los conflictos directamente. Los problemas de las parejas evitadoras del conflicto surgen cuando la pareja se enfrenta a una crisis del tipo que sea: el padre de uno de ellos enferma, un hijo comienza a presentar dificultades al llegar la adolescencia, uno de los dos se queda en paro y aparecen complicaciones económicas o alguno sufre una temporada de presión excesiva en el trabajo…

Si uno no está acostumbrado a compartir sentimientos con su cónyuge, puede acabar desarrollando una vida interior íntima que puede terminar siendo compartida con alguien fuera del matrimonio, poniendo éste en riesgo en una relación extramatrimonial o, sin llegar a este punto, haciendo que el otro se sienta traicionado por haber compartido aspectos íntimos con otras personas.

¿Qué matrimonio no ha atravesado alguna crisis en su historia? Cuando la crisis llega es necesario abordarla como una oportunidad de crecimiento del amor en la pareja. Pero eso no se consigue si antes no se ha trabajado, como en una especie de entrenamiento, sobre conflictos menores.

Cuando no se ha cultivado en las épocas estables la dinámica de expresar las propias opiniones, confrontar las del otro, soportar la tensión de un desacuerdo… difícilmente se puede ejercitar esto en la época de crisis, porque nuestras energías y nuestros recursos emocionales y conductuales están orientados a resolver, si se puede, la crisis. Es como querer correr un maratón sin haberse entrenado, imposible por agotador.

Por eso es necesario entrenarse en los pequeños desacuerdos de la vida cotidiana e ir adquiriendo las habilidades necesarias para manejarlos: el sentido del humor, la capacidad de decir no, la posibilidad de expresar el punto de vista sin agreder al otro, la dinámica de escuchar y no ponerme a la defensiva ante un punto de vista contrario al mío…

Si desarrollamos esto, conseguiremos conocer mejor al otro, y colaboraremos en su promoción personal y en la de la pareja. El conflicto es una oportunidad para conocer mejor al otro y, conociéndolo mejor, amarlo más. Los matrimonios abiertos a expresar, confrontar y explorar sus diferencias pueden llegar a un amor más profundo. Hay ocasiones en que es necesaria una ayuda profesional para aprender a desarrollar esta habilidad, pues la pareja sola a veces se enreda en el laberinto de sus emociones y subjetividades. Buscar ayuda cuando uno la necesita no es síntoma de debilidad, sino de inteligencia.

¿Para qué sirve la tristeza?

Publicado el 18 mayo, 202017 mayo, 2020 por EncuentroYSolidaridad

“Para nada”, es la respuesta habitual. “Sólo para amargarse”, responden otros. Intentemos respondernos a esta pregunta haciéndonos algunas más. ¿Qué hacemos cuando estamos tristes? Por lo general no tenemos ganas de hacer nada. Una de las consecuencias de la tristeza es que nos desinfla, nos quita las ganas de hacer cosas. Muchas veces nuestras obligaciones no permiten que nos quedemos tirados en el sofá, pero cuando uno está triste eso es lo que realmente querría hacer.

Y si uno realmente se queda tirado en el sofá sin hacer nada… ¿qué hace mientras está en el sofá? Normalmente se queda “lamiéndose las heridas”, pensando en lo que ha causado esa tristeza, en lo que la ha motivado. Ese momento de replegarse permite dedicar un tiempo a tomar conciencia de lo que se ha perdido, del valor de lo perdido.

La tristeza surge de una pérdida, de algo que había y ya no hay. No siempre tiene que ser algo material, puede ser la confianza de alguien querido, el respeto de un compañero, la compañía de alguien que nos apoyaba, un plan que ha sido frustrado…

Al replegarse sobre uno mismo, la tristeza nos ayuda a tomar conciencia del valor de lo perdido y eso nos ayuda a conocernos a nosotros mismos: a qué cosas damos valor. La ira es una emoción que tiene un punto de partida parecido al de la tristeza, aunque la reacción es bien diferente. En la ira la reacción no hace que nos repleguemos, sino que nos moviliza, nos lleva a actuar. Nos moviliza para defender un límite que ha sido traspasado. Hay una cierta conexión entre un límite que ha sido traspasado y algo valioso que se ha perdido. Esta conexión hace que sean dos emociones que caminan muy juntas.

No es raro encontrarse con personas que prefieren enfadarse en lugar de estar tristes porque prefieren actuar a quedarse parados. Además, algunas personas no soportan esa sensación de vulnerabilidad que tenemos cuando estamos tristes, de ahí que eviten experimentar la tristeza y la reemplazan por la ira. La consecuencia más evidente es que los demás se alejan de ella. Normalmente no queremos estar cerca de gente enfadada, porque sabemos que podemos acabar siendo el objeto de su ira.

La tristeza tiene también una función relacional. Cuando vemos a una persona triste es más fácil que nos acerquemos a interesarnos por ella, a consolarla. Cosa que no sucede cuando vemos a alguien enfadado. Aquellas personas que prefieren estar enfadadas antes que tristes, se pierden la oportunidad de ser consoladas.
Pero también hay personas que recorren este camino en sentido inverso e intentan evitar enfadarse, bien para no perder el control o porque creen que es una emoción impropia, y sustituyen la ira por la tristeza. Facilitan de esa manera ser consolados y verse apoyados, pero se ven sin la energía movilizadora que proporciona la ira y que es tan útil de cara a defender la posición que uno deba adoptar según la situación a la que se enfrente.

Las emociones no son éticamente buenas o malas. Las personas somos “pacientes” de nuestras emociones, las padecemos, no somos responsables de ellas. De lo que sí somos responsables es de lo que decidimos hacer con ellas. Una cosa es sentir y otra consentir. Podemos experimentar la ira, la tristeza, la alegría o el miedo sin dejarnos llevar por ellos.

Intentar no experimentar alguna emoción porque nos resulta desagradable o nos parece mala éticamente o inútil desde el punto de vista práctico, nos lleva a una especie de automutilación emocional que nos impide vivir la vida en toda su intensidad y nos priva de esa fuente de conocimiento de nosotros mismos que son las emociones.

Diego Velicia, psicólogo del COF Diocesano

¿A mí me lo vas a contar?

Publicado el 4 mayo, 20203 mayo, 2020 por EncuentroYSolidaridad

Imagínate, amigo lector, esta situación: Trabajas para una empresa en la que has intentado mejorar las cosas, has protestado alguna vez por las condiciones laborales y después de un tiempo de sufrir acoso por parte de tu jefe intentando que te fueras de la empresa, te han despedido de forma fraudulenta, los compañeros de trabajo no te han defendido y has perdido el juicio contra la empresa, con lo cual te echan sin indemnización alguna.

Vas por la calle con todo eso que acabas de vivir dándote vueltas en la cabeza y el corazón. Te encuentras con un amigo. Os saludáis y te dice: “Fíjate, me ha contado un amigo, que tenía un compañero en la empresa, que había intentado mejorar las cosas y había hecho alguna protesta sobre las condiciones laborales y la empresa, después de hacerle acoso laboral le han despedido…” Y empieza a contarte tu propio caso sin saber que eres tú el que ha sufrido toda esa injusticia, que tú eres la víctima.

¿Cuál sería tu reacción en cuanto te das cuenta que se refiere a ti sin él saberlo? Me atrevo a asegurar que la más frecuente sería hacerle la pregunta que titula este artículo “¿A mí me lo vas a contar?” E inmediatamente le interrumpiríamos para contarle nuestra versión con todo lujo de detalles, con un tono de “espera que te lo voy a explicar yo, para que te enteres bien”.

¿Cuántos serían capaces de escuchar al amigo hasta el final? ¿Cuántos serían capaces de no interrumpirle?

En los días de Pascua se suele leer el encuentro de Jesús con los discípulos camino de Emaús (Lucas 24, 13-35) ¡Qué sorprendente es la actitud de Jesús con los discípulos! Los discípulos le preguntan si no sabe lo que ha pasado en Jerusalén los días atrás ¡¡¡al que lo ha padecido!!! Y el que lo ha padecido no les interrumpe ¡¡¡les escucha!!!

  • ¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!
  • ¿Qué cosa? – les preguntó.

Los discípulos le cuentan con todo lujo de detalles: “Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso (…) y cómo nuestros sumos sacerdotes y jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. (…) ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros (…) fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les había aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron”.

Cuando terminan de contarle Jesús les responde. Pero espera que terminen, les deja que le cuenten. Les escucha aun cuando sabe mucho más que ellos de eso que le están contando.

Si cualquiera de nosotros hubiéramos sido Jesús, los discípulos de Emaús no habrían pasado de la primera frase:

  • Lo de Jesús, el Nazareno…
  • ¿A mí me lo vas a contar? – hubiéramos dicho.

Sin embargo, Jesús les escucha. Y cuando una persona escucha a otra, permite que su corazón se vaya abriendo.

¿Cuántas veces los padres no dejamos terminar de hablar a nuestros hijos porque “de eso sabemos más que ellos”? ¿Cuántas veces alguien nos está contando algo y le interrumpimos porque “no tiene ni idea de cómo fueron las cosas”? ¿Cuántas veces el marido o la mujer interrumpen al otro porque “ya sé lo que me va a contar”? Cada vez que hacemos eso, contribuimos a que el corazón del otro se cierre un poco y nuestra alma se estreche. Escuchar es amar. Como dijo aquel cantante: Ama ¡y ensancha el alma!

Diego Velicia, psicólogo del COF Diocesano

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