Fuente: fronterad
Autor: Javier García Pérez
Recuerdos de mi infancia, quizás semiolvidados por el paso del tiempo, aquella televisión en blanco y negro, ese transistor con el que mi madre escuchaba a Elena Francis o la radionovela que tocase en ese momento, el juego de café de una cristalería fina y tantas y tantas cosas que había en casa. Electrodomésticos cuya marca en España no se podían comprar y que poseían los emigrantes que estaban de vuelta a la patria.
En los años 50 y 60 del siglo pasado muchas personas de nuestro país tuvieron la valentía de buscar otros horizontes donde buscarse las habichuelas. En aquel momento nadie distinguía entre migrantes económicos o aquellos que salían de sus casas, pueblos, países por persecución política o por alguna guerra quizás silenciada o, en el peor de los casos, olvidada.
Las cosas no han cambiado, es más, han empeorado en este siglo que vivimos y que algunos creíamos, gracias al nivel tecnológico alcanzado, que se resolverían muchos de los problemas que han azotado ancestralmente a nuestro planeta. Desde que recuerdo y tengo uso de razón, siempre he visto la televisión con los ojos del que quiere saber. Con el tiempo he preferido buscar la información en los libros, pero siempre tendré grabadas en mi memoria las imágenes que nos proporciona la caja mágica o tonta, depende del punto de vista.
Desde la revolución del ayatollah Jomeini en Irán a la Contra en Nicaragua, de la muerte de rehenes en los Juegos Olímpicos de Múnich al asedio de mi amada Sarajevo o el genocidio de Srebrenica o Ruanda, el caso es que yo y, supongo que millones de personas, quisimos soñar con la esperanza de que este siglo en el que vivimos fuera de una evolución positiva para los seres humanos, los animales y el medio ambiente de nuestro planeta azul.
Pero no. No ha sido así.
Ahora tenemos otras guerras. Siria, Yemen, Afganistán, Ucrania, una pandemia y una naturaleza que se nos revela y que nos castiga con todas sus fuerzas por nuestra ineptitud como gestores de nuestro destino. Todas estas desigualdades provocadas por la naturaleza, por la economía salvaje, por las guerras, o por la apatía de la sociedad hacia los que no son su reflejo tienen un denominador común: los migrantes, los que huyen de la muerte, los que buscan un futuro mejor, los desarraigados.
La emigración del siglo XX fue exactamente igual a la de estos momentos y los motivos no han cambiado. Desde la perspectiva de un apasionado de la historia, del fotoperiodismo y del ser humano, aunque este en muchos casos no lo merezca, me asaltan preguntas.
¿Que diferencia a mis padres de Zied, o Tarik, o Abdul, o de tantos otros que he conocido en las fronteras?
La respuesta es nada.
¿Que trato merecen por nuestra parte aquellos que ahora hacen lo mismo que hicieron nuestros abuelos o nuestros padres?
La respuesta es que lo mismo que los nuestros recibieron. Trabajo, la oportunidad de mejorar sus vidas y la posibilidad de volver con la cabeza bien alta.
¿Que pueden aportar los que vienen a una sociedad ceñida por estrictos cánones económicos como la nuestra, que marcan la política, la religión o el día a día de sus ciudadanos?
La respuesta es trabajo, cultura y una visión más humana que nos acerca a los desfavorecidos.
De Sid a Belgrado, de Bihać a Velika Kladusa, de Gevgelija a Skopje, de Edirne a Pazar Kule, o la última frontera en la que he trabajado Siret, siempre he visto personas que huyen de lo mismo, de la guerra o de las consecuencias de la misma. Quizás tengamos que normalizar situaciones que nunca deberían suceder porque la historia no hace otra cosa que repetirse. Pero no nos podemos permitir normalizar lo que hacemos después de que ocurran. Diferenciar a seres humanos porque sus guerras o sus miserias nos pillan más o menos cerca acabará volviéndose en nuestra contra.
El mundo globalizado, ese que recorremos a golpe de click, nos acerca lo aceptable de cada mundo, pero también lo inaceptable. No podemos mirar hacia otro lado. Hay que tener la valentía de mirar de frente y reconocer que en nuestra falta de empatía hacia otros nos estamos jugando miles de vidas.
Esta pequeña muestra explica el desarrollo de la llamada ruta balcánica. Son 17 fotografías tomadas desde 2014 hasta nuestros días. Los países recorridos por este fotógrafo son Turquía, Grecia, Macedonia del Norte, Serbia, Bosnia-Herzegovina, Croacia, Rumanía y Ucrania. En alguna ocasión he compaginado mi trabajo profesional en la radio con mi pasión como fotoperiodista, pero la mayor parte de este trabajo es consecuencia de viajes personales por un territorio, los Balcanes, que me fascina y una preocupación permanente: la de los que huyen en busca de un mundo mejor en el que vivir.
Para ver las fotografías pincha aquí.