Ana Sánchez
La guerra no es de nadie. Así acaba la película, aunque esto no sea precisamente un spoiler o descubrir la trama final. Es lo menos que podemos esperar de una película sobre la guerra, en este caso sobre la llamada guerra civil georgiana, surgida a principios de los años noventa, tras el desmembramiento de la antigua Unión Soviética. Este es el relato que se propone en “Mandarinas”, una sorprendente película de 2013, con una limitada distribución en España y sólo estrenada en cuatro países de Iberoamérica. Destaca que, bajo una producción estonia, el director es georgiano, algo que está muy en la línea del relato de la película, superando las fronteras reales o imaginarias que imponen las nacionalidades.
Una trama aparentemente sencilla, o quizá no tanto: un emigrante asentado en una zona de conflicto entre dos ejércitos enfrentados auxilia a dos soldados heridos, uno de cada bando. Pero a lo largo de la película, no encontramos ningún posicionamiento en un bando concreto, el discurso va mucho más allá de cualquier bandera o ideología, refleja la guerra como una pelea entre hermanos y frente a esa rivalidad, les sitúa sentados a una mesa, dialogando: un escenario pacifista donde conciliar posturas enfrentadas.
Desde un sencillo planteamiento, en el que el protagonista no es más que un carpintero que fabrica cajas para la cosecha de mandarinas de su vecino antes de que les alcance la guerra, se encuentran cuestiones cotidianas e insoslayables, como la convivencia o el perdón, siempre con la condición humana como telón de fondo, con un humanismo presente en cada uno de los rincones de la trama, narrando desde lo pequeño, desde lo cotidiano, desde lo “micro” el drama de la guerra, del enfrentamiento entre las personas, de lo “macro”. Frente a la grandilocuencia de las grandes guerras, las que expresan los medios de comunicación y los que ganan con la muerte de otros, el director nos transmite la realidad cotidiana que nos acerca a la muerte, pero también nos aproxima un poco más a la fraternidad.
El viejo protagonista, Ivo, antepone la moralidad a la barbarie, cree que la convivencia de los enemigos les condena a entenderse, que el odio proviene fundamentalmente de la falta de conocimiento mutuo y ése es el espíritu que impregna su casa, dentro de la cual, cada persona es una persona.
El primer enemigo de la guerra es la esperanza, por eso las escenas rezuman una mirada cargada de optimismo en el ser humano; quizá esta convivencia es improbable, pero no es menos probable lo absurdo que supone una guerra, irracional y llena de una sinrazón que conduce a las mayores injusticias, incluida la muerte. La regla del dueño de la casa es sencilla: “Nadie mata dentro de mi hogar” y eso la convierte en un oasis de humanidad en el que se desarrolla la tarea de Ivo, que se propone curar a los dos heridos no sólo física sino espiritualmente.
Ahí tenemos que situarnos también dentro de este mundo en guerra en el que vivimos: ¿brindamos por la muerte o brindamos por la vida?