El obispo Pascal Roland, de la diócesis francesa de Belley-Ars, ha decidido no ceder al pánico. Ha publicado la siguiente declaración en el sitio web de la diócesis:
Más que la epidemia de coronavirus, deberíamos temer la epidemia del miedo! Por mi parte, me niego a ceder al pánico colectivo y a someterme al principio de precaución que parece operar en las instituciones civiles.
No tengo intención, por lo tanto, de dar instrucciones especiales a mi diócesis: ¿Dejarán los cristianos de reunirse para rezar? ¿Dejarán de frecuentar y ayudar a sus semejantes? Aparte de las medidas de precaución elementales que todos toman espontáneamente para no contaminar a los demás cuando están enfermos, no conviene añadir más.
Más bien hay que recordar que en situaciones mucho más graves, las de las grandes plagas, en una época en que los recursos sanitarios no eran los de hoy, las poblaciones cristianas se distinguían por la oración colectiva, así como por la ayuda a los enfermos, la asistencia a los moribundos y el entierro de los muertos. En resumen, los seguidores de Cristo no se han alejado de Dios ni han rechazado a sus semejantes. Todo lo contrario.
¿No revela el pánico colectivo del que somos testigos hoy en día nuestra relación distorsionada con la realidad de la muerte? ¿No manifiesta los efectos angustiosos de la pérdida de Dios? Queremos ocultar el hecho de que somos mortales y, habiéndonos cerrado a la dimensión espiritual de nuestro ser, perdemos el equilibrio. Porque tenemos a nuestra disposición técnicas cada vez más elaboradas y eficaces, pretendemos dominarlo todo y ocultamos el hecho de que no somos los amos de la vida!
A propósito, ¡notemos que la aparición de esta epidemia en el momento de los debates sobre las leyes de la bioética nos recuerda oportunamente nuestra fragilidad humana! Y esta crisis mundial tiene al menos la ventaja de recordarnos que todos somos vulnerables e interdependientes, (…)
Parece que todos hemos perdido la cabeza! En cualquier caso, estamos viviendo una mentira. ¿Por qué de repente centrar nuestra atención sólo en el coronavirus? ¿Por qué ocultar el hecho de que cada año en Francia, la gripe estacional ordinaria enferma a entre 2 y 6 millones de personas y causa alrededor de 8.000 muertes? También parece que hemos eliminado de nuestra memoria colectiva el hecho de que el alcohol es responsable de 41.000 muertes al año, ¡mientras que se estima que 73.000 se atribuyen al tabaco!
Lejos de mí, pues, prescribir el cierre de iglesias, la supresión de misas, (…), la imposición de tal o cual modo de comunión reputado más higiénico (dicho esto, ¡cada uno podrá hacer siempre lo que quiera!), porque una iglesia no es un lugar de riesgo, sino un lugar de salvación. Es un espacio donde acogemos a Aquel que es la Vida, Jesucristo, y donde a través de él, con él y en él, aprendemos juntos a ser seres vivos. Una iglesia debe seguir siendo lo que es: ¡un lugar de esperanza!
¿Debemos estar enclaustrados en casa? ¿Es realmente necesario saquear el supermercado local y acumular reservas para prepararse para un asedio? ¡No! Porque un cristiano no teme a la muerte. No ignora que es mortal, pero sabe en quién ha puesto su confianza. Cree en Jesús que le dice: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; el que se apresura a creer en mí no morirá jamás» (Juan 11:25-26). Sabe que está habitado y animado por «el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos» (Romanos 8:11).
Además, un cristiano no se pertenece a sí mismo; su vida se da, porque sigue a Jesús, que enseña:
: «El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará» (Marcos 8:35). (Un fiel) no se expone indebidamente, pero tampoco busca preservarse. Siguiendo las huellas de su Maestro y Señor crucificado, aprende a entregarse generosamente al servicio de sus hermanos más frágiles, en la perspectiva de la vida eterna.
¡Así que no cedamos a la epidemia del miedo! ¡No seamos los muertos vivientes! (…)