Ana Sánchez
Estamos a comienzos del siglo XXI y es precisamente en estos momentos cuando se desarrolla la acción de Blade Runner, quizá una de las películas más memorables del famoso Ridley Scott o tal vez una de las que más nos han cuestionado en torno a cómo sería un mundo futuro. Basada en un relato escrito catorce años antes de que se estrenara la película, nos plantea una sociedad en la que se entrecruzan los límites entre lo artificial y lo natural, en el que da la impresión de que nada es lo que parece.
¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Ese es el sugerente título de la novela en la que se basa libremente esta película de 1982, planteándonos una sociedad en la que el desarrollo tecnológico se aproxima a la creación de seres vivos: animales, androides,… ¿dónde está el límite? La ciencia y la industria quieren aproximarse a Dios, quieren hacerse creadoras, jugar con la vida y la muerte, con los sentimientos y las relaciones, experimentar hasta grados insospechados en el marco de una sociedad que se va deshumanizando de manera gradual y voraz.
Una ciudad de Los Ángeles, en perpetua noche, envuelta de manera casi constante en lluvia, nos encamina incesantemente a gigantescos anuncios de neón, incitando al consumo a las pocas personas que quedan en la Tierra, que viven hacinadas en grandes ciudades, rodeados de futuristas vehículos voladores y continuas explosiones símbolo de la decadencia de una sociedad que parece que ha perdido el rumbo.
El «cazador» Deckard es el encargado de «retirar» potenciales androides peligrosos, los conocidos como replicantes, físicamente idénticos a los seres humanos, con la única diferencia, aparentemente, de carecer de la capacidad de empatía, algo esencial en las personas, una de las características que nos hace humanos y en la que se basan muchas de las relaciones sociales, que nos permiten relacionarnos con el otro como un igual, como otra persona.
Curiosamente, se muestra a un humano, el Blade Runner, mucho más hastiado de la vida y de la sociedad que los replicantes, llenos de ansias de vivir y de saber, conocer quiénes son, de dónde vienen, cuál es su misión en la vida.
«Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo»
Esto es lo que le recuerda el androide a su ejecutor en los preliminares de su muerte, del fin de su vida útil, de su existencia programada, anhelando que sus recuerdos, sus experiencias, su ser en definitiva no se pierda como lágrimas en la lluvia, al tiempo que rescata a su cazador de una muerte casi segura, mostrando que, en sus últimos momentos ama la vida más de lo que la había amado nunca, más de lo que quizá la amaba el propio Deckard.
¿Será un siglo XXI como este que nos muestra la película el que nos espera? Resquicios de humanidad en medio de un ambiente tétrico, en el que nada es lo que parece, en el que lo real es mentira y la mentira cobra más veracidad. Tal vez nos parezca algo exagerada, pero no deja de tener ciertos visos de realidad por la forma en que queremos apropiarnos de la vida y de la muerte, de los sentimientos y anhelos de los demás, cosificándolos como si fueran androides, no personas. De nosotros depende que esto no sea así, que no permitamos esta deshumanización.