Fuente: Contexto y Acción
Autor: Santiago Alba Rico
Creo que todos estamos en contra de los cólicos renales y las migrañas y, desde luego, en contra de la covid-19 y sus consecuencias. No hay ningún plan de la naturaleza que contemple, exija o justifique mis ataques de ciática o mis dolores de cervicales; y por lo tanto es legítimo y sensato intentar aliviarlos. Ahora bien, otra cosa muy distinta es lo que tiene que ver con los “duelos”, cuyo concepto mismo evoca enseguida la dimensión propiamente humana del dolor. ¿Se puede evitar el dolor derivado de la relación con los otros? ¿Es bueno evitarlo? ¿Es legítimo siquiera proponerse o incluso reclamar como derecho una relación con el otro exenta de conflicto y, por consiguiente, de dolor? Pues bien, me parece que nuestras sociedades tecnologizadas y medicalizadas, por motivos al mismo tiempo económicos y culturales, están materialmente conformadas en torno al propósito de bloquear e impedir los “duelos”. El duelo mismo se ha convertido en una enfermedad que hay que tratar, de manera que enseguida aparece un psiquiatra, y no un cuervo, detrás de cada cadáver real o afectivo que sacude nuestra existencia. Lo que antes sólo lo curaba el tiempo ahora hay que curarlo en el tiempo, mediante una intervención de emergencia, farmacológica o terapéutica, que borre lo más deprisa posible el acontecimiento luctuoso. ¿Es normal una pancreatitis? No. ¿Es normal que me hunda si se muere mi hijo, que llore si me abandona el hombre o la mujer que amo, que sufra moral y psicológicamente en caso de pérdida, separación o muerte? Me atrevo a pensar que una de las razones por las que nos encontramos sin recursos antropológicos para afrontar la presente crisis es la convicción subjetiva de nuestro derecho a la felicidad, asociado a la consideración de la adversidad misma como una enfermedad, y no como una experiencia, y al abordaje de las relaciones humanas como protocolos de consumo sin consecuencias. Se pueden evitar las relaciones humanas, como hacen los misántropos y hacían los filósofos cínicos en la Antigüedad; pero no se pueden evitar los dolores si se aceptan las relaciones humanas, porque sobre esos “duelos”, jalones en el recorrido de la vida, se construye al mismo tiempo el texto de la comunidad y la propia biografía. El feo, castizo, brutal refrán (“el muerto al hoyo, el vivo al bollo”) se ha convertido en la regla de comportamiento, y de ambición naturalizada, de una sociedad que pretende mirar, tocar, amar sin dolor alguno, olvidando que no puede haber ningún verdadero compromiso en el tiempo –ni ningún verdadero enganche en el espacio, ni siquiera con los ojos– sin conflicto y sufrimiento; y que, por lo tanto, la pretensión de suprimir el dolor sólo puede hacerse a costa de suprimir el tiempo y el espacio mismos como condiciones radicales de nuestra sensibilidad. De alguna manera eso ha ocurrido ya: la tecnología nos ha dejado fuera del espacio y del tiempo, esas dos enfermedades mortales contra las que, en paralelo a nuestras fantasías artefactas, no hay ningún tratamiento posible.
Hasta qué punto esta ilusión de una vida humana sin dolor se ha generalizado como horizonte axiológico lo demuestra el hecho de que incluso el feminismo ha acabado por reivindicar la seguridad total como fundamento de las relaciones sexuales y amorosas. Si hay una frase que me irrita profundamente es esa que proclama que “si es amor, no duele”. Entiendo que se quiera deslindar el amor de los malos tratos, pero no debería hacerse a costa de alimentar la ilusión de que sólo hay verdadero amor si “no duele”, en la serenidad y el equilibrio, porque lo único que no duele entre seres humanos es el intercambio contractual de objetos –mercancía por dinero, por ejemplo–, cuyo modelo más trivial es la relación cajero-cliente en un supermercado, modelo que, extrapolado a las relaciones sociales y afectivas, nos sitúa no en el punto más distante del amor sino en su contrario estricto. El amor duele. La belleza duele. La maternidad duele. Decía el poeta andalusí Ibn Hazm de Córdoba en El collar de la paloma que los enamorados “quieren estar juntos allí donde hay mucho espacio y quieren estar solos allí donde hay mucha gente”. Pocas veces se dan en la vida, y menos bajo el capitalismo, las condiciones para que dos enamorados estén juntos y solos mucho tiempo; y cada vez que el espacio los separa y cada vez que la gente se interpone entre ellos, sufren; y si finalmente consiguen estar solos y juntos –con lenguas, brazos, pies y encadenados– también sufren, pues “en medio a tanto bien somos forzados/ llorar y suspirar de cuando en cuando”, como dice otro gran poeta del siglo XVI. Si amo sin correspondencia, sufro; si el amado me corresponde y se va de viaje, sufro; si está a mi lado –y encima y debajo de mí– y gozo infinitamente, sufro incluso más, porque no hay ningún goce infinito que, frenado por el tiempo, no roce dolorosamente en sus raíles. También los amantes apaciguados que envejecen juntos sufren: los reveses del otro, sus malentendidos, sus enfermedades, sus vulnerabilidades crecientes. Entre el “Amor” de Gaspar Noé y el “Amor” de Haneke se puede recorrer todo el arco de dolores que, inseparables del goce, la memoria y el aprendizaje vital, configuran la orografía del amor. Pocos han sabido exponer de un modo más descarnado y sutil este bellísimo dolor, inherente al conflicto voluntad-deseo, de imposible resolución incluso en el más idílico de los romances, como el director chino Wong Kar Wai en sus películas. Podemos adjetivar este amor, con desdén liberador, como “romántico”, pero no hay nada liberador en liberarse del dolor –el miedo, la inseguridad, la muerte– cuando se ama a otra persona, salvo que queramos precisamente liberarnos del amor y llamar a esa ausencia –blindada en la indiferencia de los intercambios digitales o en la seguridad total de los castillos– con el mismo nombre que a su opuesto dolorido.
Entre cuerpos, en el espacio y en el tiempo, todo es potencialmente doloroso. Ese dolor es inseparable de la belleza. El misterio de un cuadro de Rembrandt, que hay que explorar infinitamente, es doloroso, porque es doloroso no acabar nunca de mirar un objeto. Las catedrales, los bosques de hayas, los poemas de René Char, la música de Silvia Pérez Cruz, la ingenuidad de una niña que salta en un charco con zapatos nuevos, el cuerpo luminoso y pasajero que no se ha de tocar, duelen tan intensamente como intensamente nos vinculan a un mundo que hay que proteger y hacer durar. Algún defensor de las pasiones indoloras podría decir que el amor es como una flor: “Si es una flor, no duele”. ¡Pero es que las flores duelen! Más roja que el comunismo, la amapola es la bandera de la belleza más incómoda y modesta. Ese color duele. Y no porque, como la rosa de los poemas renacentistas, nos recuerde la caducidad de la vida; ni tampoco porque, convencidos militantes ecologistas, la vivamos amenazada por el cambio climático. Duele porque es un enigma; que ese rojo exista, y que no lo hayamos inventado nosotros, nos obliga a mirarlo –y vigilarlo– como si nos fuera a matar; y hace daño dejarlo vivir a nuestras espaldas para seguir nuestro camino. Así que ocurre exactamente lo contrario. Proclamar “si es amor, no duele”, y proclamarlo con empaque moralista y displicente, como si se tratara de una evidencia emborronada por el patriarcado, es lo mismo que regañar al amigo que llama “flor” al jazmín sobre el que se inclina: “No, hombre, si es una flor, no huele”. Las flores huelen, los otros duelen.
Hay algo, pues, política y moralmente peligroso en la negación organizada del dolor enraizado en el espacio y en el tiempo. Contra el “duelo” salimos tecnomédicamente de nuestros cuerpos a un exterior donde no corremos ningún riesgo; ni siquiera el de tropezar ya con una cursi amapola comunista. Si queremos acabar con la fealdad, lo mejor es acabar también con la belleza; si queremos acabar con la mentira, lo más eficaz es acabar también con la verdad; si queremos acabar con los duelos, lo más radicalmente seguro es acabar también con los compromisos. Porque todo viene en el mismo paquete, sí, y como en racimo y de la mano; y si se puede –y se debe– aliviar la ciática y buscar una vacuna contra la covid-19 (y contra el machismo, la desigualdad y la ignorancia) no hay utopía más peligrosa que la de creer que se puede amar otro cuerpo sin exponer el propio y sin exponer también el alma; la de creer que la felicidad es un producto sanitariamente garantizado y la infelicidad una enfermedad o un crimen; la utopía de la confusión –es decir– entre felicidad y seguridad. Esa es en realidad la distopía “romántica” en la que vivíamos cuando disrumpió el virus nuestro sueño. Y que deberíamos sacudirnos de encima antes de ceder a la tentación del autoritarismo tecnocientífico y sus promesas de normalidad indolora.
Tenemos derecho a las condiciones sociales para ser felices, pero no la obligación individual de serlo. Es un buen momento, en efecto, para reivindicar, al contrario, nuestro derecho inalienable a sufrir sin cuervos ni paños calientes. Nuestro derecho al luto y sus bellezas. “Antes muerto estaré que escarmentado:/ ya no pienso tratar de defenderme/ sino de ser de veras desdichado”. A Quevedo hoy le hubiesen suministrado un inhibidor de serotonina y no habría escrito más sonetos de amor. Si es amor, duele siempre; y si es solo deseo, al menos escuece.