Diego Velicia
Me viene a la cabeza esta frase cuando escucho a esos agoreros pesimistas, profetas de calamidades y despreciadores del mundo clamar contra el individualismo y el egoísmo que campa a sus anchas por el alma de cada habitante del planeta.
Les recomiendo, permítanme el consejo, que pasen una temporada con los ojos y oídos abiertos, acompañando a un familiar en el hospital. Allí encontrarán:
A personas que hacen piruetas con su trabajo y sus horarios laborales para acercarse a acompañar a un familiar o llegar a tiempo a la hora en la que el médico informa de la evolución del paciente.
Aparatitos muy grandes, algunos muy pequeños, de nombres impronunciables que son fruto del trabajo y conocimiento acumulado por distintas generaciones de personas a lo largo de los años y que salvan vidas.
Amigos que, como solo puede entrar una persona por paciente, se ponen enfrente del hospital con una pancarta para que el enfermo se asome por la ventana y felicitarle así el cumpleaños.
Una enferma terminal que, tras 19 años de cáncer, llama por teléfono a un matrimonio amigo para contarles que es el final, despedirse de ellos y agradecerles su amistad a lo largo de la vida.
Sanitarios que emplean su dinero en formarse y su tiempo libre en reunirse con otros para intentar que el sistema sanitario esté mejor organizado, sea más humano y responda mejor a las necesidades de las personas.
Hermanos que llevaban tiempo sin hablarse y se reconcilian en medio de la enfermedad de su padre.
Compañeros de trabajo que hacen guardia a la puerta del hospital para que salga el familiar que estaba con el enfermo y preguntarle qué tal va, escuchar las malas noticias y acompañar solo con la mirada, sin una palabra. Y así, dar consuelo.
Un matrimonio que celebra sus 55 años de matrimonio en el hospital. Él, ingresado y ella, junto a él, con una sonrisa en los labios.
Familiares lejanos que aprovechan el descanso de su trabajo para ir a dar un relevo al acompañante de esa tarde y que se baje a tomar un café.
Enfermos que pasean por el pasillo agarrados al gotero y cuando se cruzan se saludan, se preguntan y van entablando relación. Algunos se hacen amigos así y quedan al salir del hospital.
Personal de la limpieza, celadoras, auxiliares, enfermeras y médicos encantadoras, alegres, serviciales, delicados, volcadas en el enfermo…
Una parroquia como la de la foto, situada frente a un hospital, que hace un mural en una de sus paredes felicitando la Navidad a enfermos y trabajadores.
Ya sé que no siempre es así.
Hay parroquias que se preocupan poco de lo que les rodea.
Personal de la limpieza, celadoras, auxiliares, enfermeras y médicos huidizos, bordes, desganadas…
Enfermos que cuando pasean por el pasillo procuran no hablar con nadie y pasan por el hospital, como por la vida, sin más.
Familiares que tienen mucho que hacer y no pueden acercarse al hospital a dar un relevo.
Matrimonios que discuten en el hospital y riñen por tonterías.
Compañeros de trabajo que no descuelgan el teléfono para hacer una llamada al que falta desde hace algunas semanas.
Hermanos que se pelean por cómo afrontar la enfermedad de un padre.
Sanitarios que van a su rollo, que solo saben hablar de vacaciones y restaurantes y del último congreso pagado por una empresa farmacéutica.
Enfermos terminales que no quieren ver a nadie, ni hablar con nadie.
Amigos que no sacan un rato para ir a la puerta del hospital ni la creatividad para animar a un enfermo.
Negocios que se hacen con algunos aparatos y grandes compañías que se forran con ellos.
Personas que ponen su trabajo por delante de cualquier otra cuestión y piensan que la información del médico no es tan importante como para adaptar sus horarios.
Hay mucho bien y mucho mal en un hospital, como en el resto de lugares de la vida. Nada nuevo en ese sentido. La verdadera maravilla es que todo ese amor, esa entrega y ese cuidado producen auténtica alegría. Alegría en medio del dolor. Y uno no puede por menos que admirarse ante tan hermosa paradoja.