Autor: Víctor Manuel Arbeloa
Fuente: Diario de Navarra
Un concepto, soberanista, de nacionalismo es aquel convertido en verdadera “religión de sustitución”, que tiene la nación como entidad divinizada
Como todo el mundo sabe, José Andrés Gallego es el historiador profesional navarro vivo con más obra en su haber. Una obra ubérrima y variada. Cuando en los mediados ochenta me vino a las meninges la idea y el proyecto de lo que había de ser la Sociedad de Estudios Históricos de Navarra, la primera persona a la que recurrí fue José Andrés, entonces investigador científico en el CSIC, y todo fue sobre ruedas. Si los responsables del Premio Príncipe de Viana de la Cultura le hubieran conocido bien, hace años que se lo habrían concedido sin vacilar.
Uno de los temas que más y mejor ha estudiado es el nacionalismo, un concepto poliédrico, que lleva a múltiples equívocos, y al que ha dedicado miles de páginas ¿Qué es el nacionalismo? Pocos mejor que él pueden decirlo.
Según los antiguos griegos, y según la doctrina cristiana primitiva, patente todavía en el reciente discurso del papa Francisco a nuestro presidente Pedro Sánchez, la estima y el amor a la nación propia, como lugar de nacimiento, de vida y comunidad de coterráneos, de familias que trasmiten cultura, no son solo legítimos, sino todo un deber de justicia. En los viejos tratados de moral formaban parte de la virtud de la justicia, como un aspecto de la caridad. Es lo que propiamente hemos dado en llamar “patriotismo”. Al nacer en Europa las primeras sociedades políticas soberanas desgajadas del imperio, se llamaron a veces “naciones”, viejo nombre latino antiguo (de “nasci”, nacer), que servía para denominar toda clase de pueblos, pero incluían dentro de ellas, como lo muestra la historia de concilios, colegios y universidades desde el siglo XIII, “naciones” menores, conjuntos de personas vinculadas por la sangre, la lengua, las costumbres y la cultura, sin soberanía política alguna: los estudiantes navarros en Bolonia dentro de la “natio hispánica”, o el colegio navarro de París.
Pronto se distinguió entre el amor legítimo a la nación y a la patria y el amor excesivo e injusto, generalmente despectivo para otros, que eran distintos y no pertenecían a la mayoría dominante o más importante, y para eso se inventó en el siglo XVIII la palabra “nacionalismo”, que hasta el siglo XIX tuvo entre nosotros ese significado, el de “pasión nacional” o “paisanismo”, como lo llamó el gran polígrafo gallego Benito Jerónimo Feijóo. Dos siglos más tarde, el papa Pío XI, llamándolo por su nombre, describiría aquella “pasión nacional” como “el odio y la envidia en lugar del mutuo deseo del bien; la desconfianza y la sospecha en vez de la confianza fraternal; la rivalidad y la lucha en lugar de la concorde cooperación…”
Pero ya el abate Sieyès, que había leído a Rousseau, habló en sus discursos de la Asamblea Nacional francesa (1789) de la “nación” como de “un cuerpo de asociados que vive bajo la ley común y está representado por una misma legislatura”, entendiendo la nación como pueblo y al mismo tiempo como Estado, no solo como un grupo unido por la sangre, las costumbres y la cultura, sino como algo superior que había que construir: del Pueblo la Nación y de la Nación el Estado por medio del contrato social de los ciudadanos.
Nacía así la Nación-Estado o el Estado-Nación, Estado democrático de todos aquellos que quisieran convivir bajo una ley para todos, que garantizase sus derechos y sus deberes, fijados en una Constitución, sin exclusión alguna. Con el nombre tan antiguo como afectivo y sagrado de patria. Con lo que se eliminaba la posibilidad de que en el mismo Estado convivieran “naciones” diferentes: solo se podía ser de la “nación” que era el Estado o separarse para formar un Estado propio.
No fue ese el único concepto de nación que se extendió en ese tiempo por Europa y por el mundo. Para los filósofos y escritores luteranos alemanes Fichte (1764-1803) y Herder, y el católico Schlegel, la “nación” es ante todo una comunidad étnica, dotada de alma, lengua y vocación, que exige un Estado. Mensaje que el romanticismo alemán expandió por toda Europa y que tuvo como consecuencias mayores el principio de las nacionalidades y el derecho de autodeterminación de los Pueblos, que la ONU reservó después a pueblos colonizados y sujetos a dominación extranjera.
Un cuarto concepto, soberanista, de nacionalismo es aquel convertido, ayer y hoy, en verdadera “religión de sustitución”, que tiene la “nación” como entidad divinizada, sagrada, orgánica, supraindividual, intergeneracional, infinita, infalible e indivisible. Con sus dogmas, sus ritos, sus fiestas y sus hierofanías (lengua, raza, etnia, paisajes, costumbres, folclore…). Nacionalismo totalitario, que no necesita justificación, porque es su propia justificación, por encima de cualquier otra. Que sustituye el valor supremo de la libertad que antes protegía y garantizaba el Estado, por la identidad, individual o grupal, valor supremo, que requiere todas las atenciones, es la flor y nata de la cultura -que tiene ya poco que ver con el cultivo del hombre humanista-, y ocupa la centralidad de toda política, cada día más individualista, cada día menos universal.