Moisés Mato, director de teatro.
El teatro occidental, con más de veintiséis siglos de experiencia, ha transitado por los mismos derroteros que la humanidad, siempre hambrienta de símbolos y rituales, de historias y de pasiones. Desde la eclosión de la tragedia griega fecundada en los rituales dionisíacos al musical soberbio que las grandes capitales ofrecen en sus paquetes turísticos, pasando por grandes etapas de peregrinación por el desierto, como en la alta edad media, y momentos cumbres como el teatro barroco español o el drama de la Inglaterra de Isabel I, el teatro ha acogido las luces y las sombras de los hombres y las mujeres de todos los tiempos. El canon teatral, como en tantas artes, se perfila y asienta durante siglos y revienta al asomarse el siglo XX. Desde entonces el teatro ha multiplicado sus formas sin dejar de confrontarse con el texto dramático que le había acompañado durante siglos. Vivimos en un momento dónde prima el teatro posdramático (Hans-Thies Lehmann) como secuela de las vanguardias y de los hallazgos de B. Brecht, Meyerhold, T. Kantor, J. Grotowski, A. Artaud,, H. Muller, Gordon Craig, S. Beckett, R. Wilson, J. Fabre, P. Brook, A. Boal y tantos otros. Podríamos citar también a numerosos grupos que han sacudido, a ambos lados del atlántico, el arte de Talía y Melpómene, las musas patrocinadoras de la comedia y la tragedia. Unos y otros, los reconocidos, pero también muchos desconocidos, han enriquecido el arte que algunos amamos y en el que ponemos también algunas esperanzas y no pocos esfuerzos.
En los umbrales del Día Mundial del Teatro cabe congratularse por la salud de este arte milenario que reivindica la preeminencia del cuerpo y el encuentro personal, aunque se sepa acosado por millones de pantallas y realidades virtuales. También parece una fecha oportuna para una reflexión sobre el sentido que tiene, el que puede tener y el que debería tener en un momento tan desconcertante como el actual. Todo arte es hijo de su tiempo y, a la vez, está llamado a desplegar su luz sobre el pasado y sobre el futuro. Las artes escénicas en general y el teatro en particular mantienen las esencias del ritual, del encuentro comunitario y de la palabra y el gesto capaz de aquilatar las esencias del ser humano y la sociedad. Tiene una tarea específica en cada tiempo que no puede circunscribirse sólo a la subjetividad de los creadores, ni siquiera de los grandes genios.
Autores reconocidos como Vargas Llosa defienden que el compromiso del artista debe ser con el arte que practican. Podríamos estar de acuerdo si entendemos que el teatro como representación de toda la realidad se hace cargo de aquello que representa. Si, como nos tememos, el Nobel de literatura se refiere, al proceso técnico de elaboración de la ficción, no podemos compartir esa afirmación. Nada es neutral. Todo contribuye a humanizar o a deshumanizar, a despertar o a adormecer, a construir o a destruir. El teatro por tanto no puede pretender refugiarse en la torre de marfil de las musas. Es un acontecimiento social con todas las consecuencias.
En la Atenas del siglo de Pericles (V a de C.) había dos grandes foros: la Asamblea donde se hacían los primeros ensayos de la siempre imperfecta democracia y el Teatro donde se representaban las tragedias, y luego las comedias. En el primero se debatían las acuciantes cuestiones de la polis y en el segundo se disertaba sobre el alma de los ciudadanos y los conflictos que de ella se derivaban. Eran dos espacios diferenciados y, sin embargo, los dos tenían dimensión pública, es decir política. La realidad de la Asamblea, que debatía si acudir o no a una guerra tenía muchos paralelismos con los argumentos de los héroes y los dioses que se desplegaban en el Theatron. Aristóteles definía en su Poética la función de mímesis y de catharsis en las tragedias. El estagirita insistía en otorgar a la representación una cierta función ejemplarizante ya que debía educar a los ciudadanos en la virtú. Entendía que el teatro tenía una función social en la incipiente democracia griega. Las representaciones formaban parte de la construcción de la identidad colectiva y de sus consecuencias política. Era un teatro que incidía en la historia del momento. Y, sin embargo, en la medida en que las tragedias escrutaban el alma humana apoyándose en todo el proceso cultural que se estaba generando en la época clásica acuñaban referencias que hoy consideramos universales. Antígona (442 a de C.) será así ejemplo de la desobediencia cuando Sófocles la escribió, pero también será un referente de la dignidad durante toda la historia y en nuestros días. Cuando en el 411 a de C. Aristófanes escribe la Lisístrata proponiendo una huelga de sexo por parte de las mujeres como forma de acabar con la absurda guerra que Atenas estaba perdiendo, en el teatro se producía una asamblea paralela, más popular y posiblemente más consciente que la que ocurría en los debates de la asamblea. En nuestros días, ante el absurdo de las guerras esta comedia ha sido recuperada como un símbolo frente a la barbarie.
Sófocles y Aristófanes se comprometían con su arte, pero también con su tiempo y en gran medida con el futuro. Toda la historia está llena de ejemplos, mucho de ellos lamentablemente silenciados. El compromiso del teatro actual con nuestro tiempo también nos parece ineludible. Brevemente quisiéramos esbozar en este escrito algunos retos que a nuestro juicio son determinantes en este momento y que no podemos dejar de plantear.
El primer reto y posiblemente el más urgente tiene que ver con la libertad creativa. Es una reivindicación común en los sectores más comprometidos de las artes escénicas pero que nos parece insuficiente si, como tantas veces ocurre, se refiere tan sólo a la posibilidad de que un artista decida con total autonomía todos los aspectos de su obra. La libertad creativa, al entender del que escribe esto, debería llegar también a las posibilidades de distribución y exhibición de las obras. De no ser así no hace falta perseguir las obras, basta con cerrarle las puertas. Esta libertad del artista tendrá que sortear también las corrientes ideológicas e incluso los grupos de presión, cada vez con más medios a su disposición, que persiguen e intentan cancelar las ideas que no coinciden con sus estrechos márgenes mentales. Esta suerte de inquisición contemporánea tiene adeptos en todo el espectro ideológico. Y, por último, y como consecuencia de lo anterior, la libertad creativa, debe superar el mayor de los obstáculos: la autocensura, que se interioriza en las escuelas de arte donde se aprende lo que hay que hacer y decir si uno desea triunfar. Muy pronto cualquiera acierta a intuir la lógica del mercado y los caminos a seguir en pos de un trozo de gloria a la vez que el uso del barniz adecuado para que todo lo que hagamos parezca muy social y comprometido.
El segundo reto es la responsabilidad. Llama la atención que, en un tiempo de corrupción generalizada, de crisis climática, de pobreza extrema, de guerras imperialistas, de manipulación total y de explotación brutal, el teatro actualmente no cuente con múltiples propuestas que afronten el fondo de esas problemáticas desde las miradas poliédricas que este arte permite. Más significativa todavía es la permeabilidad de gran parte de los productos teatrales al relativismo moral y a la autoreferencialidad permanente. Muchas propuestas consideradas radicales y rupturistas derrochan un pesimismo a juego con el nihilismo dominante en los grandes medios de comunicación de masas.
El tercer reto afecta a las entidades públicas que, a pesar de poner en marcha departamentos de cultura, de teatro, de artes en general, con personal y sueldo público, se conforman en muchos casos con seguir los dictados de las grandes productoras privadas. Estas deciden que productos pueden resultar atractivos a tenor de su fama y al prestigio que siempre otorgan los grandes medios de comunicación. De esta forma muchos creadores y compañías van a estar excluidos de ese monopolio privado que invade la esfera de lo público.
El cuarto reto implicaría al público que siempre puede y debe ir un poco más lejos de la pasividad contemplativa a la que las grandes instituciones teatrales les invitan. Las posibilidades de participación en la valoración de las propuestas, en la discusión con los creadores, en la generación de nuevos espacios, en la promoción de la actividad teatral, se multiplicarían si la conciencia de que el teatro es una actividad colectiva creciera exponencialmente.
En quinto lugar, conviene señalar las ventajas pedagógicas de la dramatización. En un momento en el que las directivas europeas sobre educación insisten en la digitalización de todos los centros educativos y en la formación permanente para que los docentes estén a la altura de los desafíos tecnológicos cabe hacer algunas reflexiones. El negocio de vender material tecnológico a los centros educativos nos parece desproporcionado con respecto a las ventajas que supone. La mayoría de centros ya tienen suficientes medios tecnológicos. Tanto el profesorado como el alumnado cada vez está más familiarizado con las nuevas tecnologías. Un centro educativo puede mejorar si hay menos alumnos por clase, si se trabaja en equipo, si se reduce la burocracia, cada vez más absurda, si mejora la atención personalizada, si se tiene en cuenta la formación integral, si se promueve la libertad y la responsabilidad… Nada de eso parecen fomentar las recomendaciones educativas de los ministerios empecinadas en la digitalización como si de una fórmula mágica se tratase. El teatro, con profesionales preparados, puede construir espacios de encuentro con el propio cuerpo, con las emociones, con los otros y con el espacio. El teatro, basado en la interpretación, puede ser un espacio para el aprendizaje de la crítica social y para la elaboración de propuestas utópicas. El teatro, como juego colectivo, puede ser una escuela para aprender a tomar la palabra en todo momento, para posicionarse ante la actualidad, para descubrir la vocación, para fomentar la amistad y el trabajo en equipo. En las escuelas falta el espacio político de la asamblea y el teatro. Sin duda, más importante e infinitamente más barato que las pantallas planas.
El teatro se nos antoja un espacio de resistencia. Sin duda puede ser un espacio de resistencia ante la imposición de un pensamiento único, puede ser el lugar adecuado para sacudirnos el miedo, para convocarnos al silencio y a la escucha, al encuentro con la realidad que necesita ser contemplada en perspectiva. Puede ser un espacio de resistencia y de ensayo de la democracia si todas las personas pueden practicarlo. Puede ser un espacio de resistencia, aunque en algunos contextos esté acorralado por el omnipresente mercado, por la miopía institucional o por la superficialidad de muchos creadores.