Diego Velicia
Me gusta el fútbol. No me paso el día viendo partidos, ni me cojo un cabreo monumental cuando pierde mi equipo, el Valladolid, pero me gusta el fútbol. Algunos de los recuerdos más nítidos de mi infancia están ligados al fútbol: aquel balón lanzado por Platini que se cuela por debajo de Arconada en la final de la Eurocopa del 84. El 12 a 1 contra Malta. El penalti fallado por Eloy contra Bélgica en el Mundial del 86. O en el ámbito local, la Copa de la Liga ganada por el Valladolid en el 84 o la final de la Copa del Rey perdida en el 89.
Esos son los de la infancia. Pero hay un recuerdo que destaca sobre todos los demás, un recuerdo más cercano: el Mundial de Sudáfrica en 2010, cuando fuimos los mejores. Y un momento clave: el gol de Iniesta. La tensión previa al remate, los saltos de alegría cuando el balón llega a la red, los abrazos, los nervios hasta que terminó el partido… Inolvidable.
Tiempo después escuché a Iniesta contar en un documental cómo vivió aquel instante en que recibe el balón delante del portero. Transcribo: “Se para todo y solo estamos el balón y yo. Como cuando ves una imagen en cámara lenta, para mí fue así. Es difícil escuchar el silencio, pero yo en ese momento escuché el silencio y sabía que el balón iba dentro”
La pausa.
Dice la Real Academia de la Lengua que una pausa es una breve interrupción de un movimiento, una acción o un ejercicio.
Antes de escuchar esa explicación de Iniesta había visto muchas veces repetida la jugada de aquel gol. Fundamentalmente para revivir la emoción del momento. Pero desde que le escuché, comencé a mirar la jugada con un interés casi científico. Viéndola desde distintos ángulos. Escuchando distintas narraciones. Intentando percibir desde fuera ese momento clave que narra Iniesta en el que se para todo y escucha el silencio. Y no lo encuentro. Yo no veo que se pare nada. La jugada es una secuencia de pases, errores, botes, rebotes, movimientos continuados sin fin. Pero la pausa existe. ¿Dónde? En el lugar más importante, la cabeza de Iniesta. El resto no la notamos, pero él sí. Quizá más que en su cabeza, la pausa, en ese instante, abarca su vida entera. Toda su vida está en pausa en el momento crucial que se encuentra con el balón ante el portero rival.
Quizá tenemos la imagen de que una pausa es algo que alguien hace y se nota desde fuera. Que hace falta dejar todo lo que está haciendo y tumbarse en la hamaca para hacer una pausa. Pero hay pausas que pueden ser infinitamente pequeñas, casi imperceptibles. Hay pausas que tienen lugar en pleno movimiento. En la pausa cortamos el tiempo y percibimos la eternidad, dice Rollo May.
La pausa es un momento en el que aparentemente no ocurre nada, pero en el que evaluamos la situación, sopesamos posibles decisiones y nos decidimos por uno de los caminos posibles. Es el momento de mirar hacia delante y tomar las riendas del propio destino. Imprescindible para poder decir junto con el poeta Henley, “soy el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma”.
Es cierto que en esa libertad reside también la angustia. Si la pausa antecede a la decisión, a veces el horizonte que se despliega por delante está lleno de posibilidades, pero otras veces está lleno de incertidumbres. Hay quienes prefieren evitar la pausa para no sentir esa angustia. Reniegan de su humanidad. Es cierto que en la pausa nos reconocemos vulnerables. Pero no hay humanidad sin vulnerabilidad.
La pausa es el espacio de la libertad. Sin pausa todo lo que hay es un fatal encadenamiento entre estímulo y respuesta, esclavitud, en definitiva. Pero existe la pausa. Y en la pausa, la libertad. Y en la libertad, la humanidad.
Si Iniesta pudo hacer esa pausa en aquel impresionante momento, ¿no podrás hacer tú una pausa similar y elegir una palabra más adecuada, un tono más amable, un gesto de más amor?