Fuente: miscosasdehoyydeayer.blogspot.com
Sencillo y genial al mismo tiempo, Narciso Yepes (1927 1997) personifica un importante capítulo de la historia universal de la guitarra. Las páginas siguientes reflejan su hondura religiosa, y reproducen en su mayor parte la entrevista que concedió a Pilar Urbano, publicada en el número 149 de la revista Época en enero de 1988.
A Dios le encanta mi música.
El pretexto de esta conversación es el sillón número 18 de la Real Academia de Bellas Artes que, sustituyendo a Andrés Segovia, ocupará Yepes. Pero el motivo es, como siempre, abrir de par en par el personaje y asomarse a la persona: este hombre de cuerpo pequeño y macizo, rostro tosco, mirada suave como la seda y sonrisa inocente. Este hombre de manos pequeñas y gordezuelas, como nidos de gorrión, pero, ¡ah!, prodigiosamente sensitivas, certeras y firmes en el acorde, audaces y agilísimas en el arpegio. Manos que rasguean, que tañen, que pulsan, que hacen vibrar y estremecerse las cuerdas de la guitarra, como si las yemas de sus dedos fuesen los terminales inteligentes de un portentoso cerebro… zahorí de manantiales musicales. Que eso es Narciso Yepes: un insaciable buscador del agua sonora que duerme en el cuenco oscuro de su guitarra.
Narciso, dígame una cosa con toda sinceridad. ¿Qué es el triunfo para usted?
Me pide sinceridad total, ¿no? Pues así le hablaré. jamás me he preocupado por el éxito, ni por el triunfo, ni por el aplauso… Todo lo que me ha ido viniendo de aceptación, por parte del público o de la crítica, lo he recibido con las mismas dosis de alegría que de humildad. Yo soy humilde de cuna y creo que soy humilde de espíritu. Y en eso no pienso cambiar. Nunca me he envanecido, ni me he endiosado. El éxito no afecta al interior de mi ser. Dicho con más crudeza: mis entrañas no saben qué es la fama. Y eso es bueno. Uno sigue siempre aguijoneado por el instinto de superación. No considero jamás que en nada de lo que hago haya llegado a la cumbre.
Pero usted trabaja con sus partituras y su guitarra para dar esa música a otros…
Sí, ¿y qué?
Luego… está buscando un eco, y que le sea favorable,
Yo recreo la música, primero, para mi gozo solitario. Y, sólo después, para darla a oír a los demás. Cuando doy un concierto, sea en un gran teatro, sea en un auditórium palaciego, o en un monasterio, o… tocando sólo para el Papa, como hice una vez en Roma ante Juan Pablo II, el instante más emotivo y más feliz para mí es ese momento de silencio que se produce antes de empezar a tocar. Entonces sé que el público y yo vamos a compartir una música, con todas sus emociones estéticas. Pero yo no sólo no busco el aplauso, sino que, cuando me lo dan, siempre me sorprende…, ¡se me olvida que, al final del concierto, viene la ovación! Y le confesaré algo más: casi siempre, para quien realmente toco es para Dios… He dicho «casi siempre» porque hay veces en que, por mi culpa, en pleno concierto puedo distraerme. El público no lo advierte. Pero Dios y yo sí.
Y.. ¿a Dios le gusta su música?
¡Le encanta! Más que mi música, lo que le gusta es que yo le dedique mi atención, mi sensibilidad, mi esfuerzo, mi arte…, mi trabajo. Y, además, ciertamente, tocar un instrumento lo mejor que uno sabe, y ser consciente de la presencia de Dios, es una forma maravillosa de rezar, de orar. Lo tengo bien experimentado.
Perdone la humorada, Yepes: es precioso que usted actúe para un espectador divino; pero, si al artista en pleno concierto «se le va el santo al cielo», el público puede pensar que allí está de más…
¡No! ¡Yo toco con los pies bien en el suelo! Yo soy consciente de que hay un diálogo mudo, una corriente mutua de energía que pasa de mí al público y del público a mí. Cuando se tiene el alma llena de fe y de amor, necesariamente se produce esa comunicación. No das notas, das… todo un mundo de evocaciones, de ideas, y de emociones que están entre las notas y en tu mente y en tu corazón y en las yemas de tus dedos. Das… tu vida interior. Al espectador de butaca y al de allá arriba a la vez.
¿Siempre ha tenido usted esa fe religiosa que ahora tiene?
No. Mi vida de cristiano tuvo un largo paréntesis de vacío, que duró un cuarto de siglo. Me bautizaron al nacer, y ya no recibí ni una sola noción que ilustrase y alimentase mi fe… ¡Con decirle que comulgué por primera vez a los veinticinco años! Desde 1927 hasta 1951, yo no practicaba, ni creía, ni me preocupaba lo más mínimo que hubiera o no una vida espiritual y una trascendencia y un más allá. Dios no contaba en mi existencia. Pero… luego pude saber que yo siempre había contado para Él. Fue una conversión súbita, repentina, inesperada… y muy sencilla. Yo estaba en París, acodado en un puente del Sena, viendo fluir el agua. Era por la mañana. Exactamente, el 18 de mayo. De pronto, le escuché dentro de mí… Quizás me había llamado ya en otras ocasiones, pero yo no le había oído. Aquel día yo tenía «la puerta abierta»… Y Dios pudo entrar. No sólo se hizo oír, sino que entró de lleno y para siempre en mi vida.
¿ Una conversión a lo Paul Claudel, a lo André Frossard…, a lo san Pablo?
¡Ah…, yo supongo que Dios no se repite! Cada hombre es un proyecto divino distinto y único; y para cada hombre Dios tiene un camino propio, unos momentos y unos puntos de encuentro, unas gracias y unas exigencias… Y toda llamada es única en la historia…
Dice usted que «escuchó», que «se hizo oír»…, ¿he de entender, Narciso, que usted, allí junto al Sena, «oyó» palabras?
Sí, claro. Fue una pregunta, en apariencia, muy simple: «¿Qué estás haciendo?» En ese instante, todo cambió para mí. Sentí la necesidad de plantearme por qué vivía, para quién vivía… Mi respuesta fue inmediata. Entré en la iglesia más próxima, Saint Julian le Pauvre. Y hablé con un sacerdote durante tres horas… Es curioso, porque mi desconocimiento era tal que ni me di cuenta de que era una iglesia ortodoxa. A partir de ese día busqué instrucción religiosa, católica. No olvidé que yo estaba bautizado. Tenía la fe dormida y… revivió. Y ya desde aquel momento nunca he dejado de saber que soy criatura de Dios, hijo de Dios… Un hombre con una cita de eternidad que se va tejiendo y recorriendo ya aquí en compañía de Dios. Así como hasta entonces Dios no contaba para nada en mi vida, desde aquel instante no hay nada en mi vida, ni lo más trivial, ni lo más serio, en lo que yo no cuente con Dios. Y eso en lo que es alegre y en lo que es doloroso, en el éxito, en el trabajo, en la vida familiar, en una pena honda como la de que te llame la Guardia Civil a media noche para decirte que tu hijo ha muerto…
Esa noticia, ese desgarro, ¿no le hizo encararse con Dios y… pedirle explicaciones? ¿Lo aceptó a pie firme?
¿Pedirle explicaciones? ¿Por qué iba a hacerlo? Sentí y sigo sintiendo todo el dolor que usted pueda imaginarse…, y más. Pero sé que la vida de mi hijo Juan de la Cruz estaba amorosamente en las manos de Dios… Y ahora lo está aún con más plenitud y felicidad. Por otra parte, Pilar, cuando se vive con fe y de fe, se entiende mejor el misterio del dolor humano. El dolor acerca a la intimidad de Dios. Es… una predilección, una confianza de Dios hacia el hombre.
Dios trata duro a los que quiere santos…
Pues… sí. Así es. Pero no es el trato duro, áspero e insufrible de un todopoderoso tirano, sino…, ¿sabré hacerme entender?, la caricia de un padre que se apoya en su hijo. Y esa caricia… limpia, sosiega y enriquece el alma. Y se obtiene la certeza moral y hasta física de que la muerte ha de ser un paso maravilloso: llegar, por fin, a la felicidad que nunca acaba y que nada ni nadie puede desbaratar… ¡Empezar a vivir de verdad!
Oyéndole hablar puede parecer que en usted no hay, como en todos los mortales, el hombre carnal, el bajo mundo de pasiones, la rebeldía del barro… Se diría que en usted hay una espiritualidad de superhombre, o de superángel, sin lucha, sin tentación, sin caída… ¡y sin tibieza ni rutina! ¿No es demasiado sublime para ser real?
Pues no habré sabido explicarme. ¡Claro que hay tentación! Pero también hay gracia. ¿Rutina, tibieza? Si se nutre a diario la experiencia de vivir estando al tanto de Dios, no cabe la rutina: Él interpela de continuo con preguntas y con solicitudes nuevas… Y uno va de hallazgo en hallazgo. ¡Nada es igual! Todo es novedad. Ya le dije que Dios no se repite nunca… Ciertamente, yo no le planteo rebeldía a Dios: hacer las cosas bien me cuesta, como a cualquiera. Pero, desde la libertad para decir «No quiero», decido decir « Sí quiero ». Porque, además de creer en Dios…, yo le amo. Y lo que es incomparablemente más afortunado para mí: Dios me ama. ¡Cambiaría tanto la vida de los hombres si cayesen en la cuenta de esta espléndida realidad!
Pero el mundo camina en otra dirección… justo la contraria.
Sí. Es tremendo que el hombre, por cuatro cachivaches técnicos que ha conseguido empalmar, se haya creído que puede prescindir de Dios y trate de arreglar esta vida con su solo esfuerzo… Pero ¿qué está consiguiendo? No es más feliz, no tiene más paz, no se siente más seguro, no progresa auténticamente, pierde el respeto a los demás hombres, utiliza mal los recursos creados…, y él mismo es cada vez menos humano. La sociedad tecnificada y postindustrial de este siglo que vivimos ha perdido su norte. Está equivocada. Marcha fuera del camino … ; por eso no avanza verdaderamente. Y esto lo afirmo y, si me lo pone por escrito, lo firmo.
Otra cuestión: de un tiempo a esta parte, y refiriéndose a terroristas que han asesinado, se dice «no es posible estrechar unas manos manchadas de sangre». Mi pregunta es comprometedora. Yépes, ¿usted daría la mano a un etarra asesino?
Hay manos que se manchan de sangre apretando un gatillo, hay manos que se manchan de sangre provocando una guerra o practicando un aborto… Hay manos que se manchan firmando leyes que van contra la Ley Natural… Pero no hay ninguna mano definitivamente indigna. El hombre, por muy abyecto que sea, siempre está a tiempo para dejar de serlo. Vivir es eso: estar todavía a tiempo.
Supongo, pues, que usted no es partidario de la pena de muerte.
¡En modo alguno! ¿Quién es el hombre para disponer de la vida de otro hombre? Castigo al delincuente, sí. Pero pena de muerte, nunca. Quizás porque soy converso creo más que otros en la capacidad de regeneración y de redignificación del ser humano. Y no se debe cercenar esa posibilidad.