Fuente: XLSemanal
Judy Clarke
La industria del sexo ‘on-line’ ofrece chatear con mujeres deseosas de satisfacer las fantasías sexuales de sus clientes, a quienes envían sus vídeos eróticos personalizados. Sin embargo, nada es lo que parece. Detrás de estas chicas complacientes hay un ejército de conversadores profesionales entrenados para exprimir las carteras. Un infiltrado nos permite asomarnos a este negocio oscuro.
La matemática es sencilla: ¿cómo puede una chica tener 80.000 suscriptores en OnlyFans y estar siempre disponible para chatear contigo? Exacto: no puede. El reportero especializado en temas de tecnología de la revista norteamericana Wired, Brendan Koerner, reparó en esta evidencia cuando una estrella japonesa de OnlyFans (la red social bajo suscripción donde los usuarios venden o compran contenidos sexuales) le contó que había contratado a una agencia para que se ocupara de atender a sus insistentes clientes.
Los clientes, conviene aclarar, no siempre –de hecho, casi nunca– interactúan con la chica viéndola en directo. Lo que suele ocurrir, si la tarifa de suscripción es limitada, es que ambos mantengan una conversación de texto, y luego ella envíe vídeos sexuales a demanda (que son pregrabados, aunque el usuario no lo sepa) por los que se van desembolsando tarifas adicionales. OnlyFans promete a sus 190 millones de usuarios acceso directo a más de «dos millones de creadores de contenidos sexuales».
La demanda es tal que resulta imposible que las chicas puedan hacer frente a la avalancha de mensajes que reciben cada día. Un problema logístico que la industria del porno ha resuelto con un ejército de empleados autónomos que sostienen la ilusión de que las chicas siempre están ansiosas por interactuar con los clientes de pago. Las agencias que contratan a estos ‘conversadores profesionales’ son opacas, están situadas en países con regulación laxa y, por supuesto, eluden a los medios de comunicación.
El periodista Brendan Koerner quería saber quiénes son y cómo operan estos chateadores y no encontró mejor manera que convertirse él mismo en uno de ellos. Lo que no era tarea fácil. En primer lugar, porque él es norteamericano y las empresas de chateadores o chatters prefieren que residan en países con salarios más bajos, como Filipinas y Venezuela, aunque, eso sí, deben tener un nivel educativo alto para poder adaptarse a personajes diversos.
«Tenemos auténticos esclavos»
Estos chatters cuentan con sus propios foros –a los que se accede por invitación–, donde intercambian experiencias. Allí confiesan que –aunque las agencias prometen sueldos de 500 dólares al día– en realidad trabajan 70 horas a la semana y soportan todo tipo de abusos.
Y, aun así, no es fácil que te fichen porque estas plataformas exigen experiencia previa. Koerner la adquirió trabajando para una compañía, con sede en Serbia, que buscaba escritores para entrenar una inteligencia artificial creada para mantener conversaciones eróticas. Al periodista le pagaban siete centavos por cada línea de diálogo. Eso sí, antes de contratarlo, debía pasar una prueba. «Tenía que crear veinte diálogos relacionados con tener sexo en lugares públicos: diez en la playa, cinco dentro de un coche y cinco en un bosque. Además, me facilitaron una lista de tipos de actos sexuales que tenía que incluir. Me dieron solo 48 horas para completar esta tarea. Para cuando terminé mi quinto diálogo, mi cerebro ya era una charca de fango. Tuve que pedir dos días extra para terminar. Pero el resultado les gustó y me enviaron un contrato, con tales cláusulas de no divulgación y no competencia que nunca hubiera podido volver a trabajar en ningún otro sitio. Les dije que no podía continuar. Jamás me pagaron los 56 dólares que se me debían».
Tras esta primera experiencia contactó con otra agencia que, en este caso, le exigía pasar por un curso de formación antes de contratarlo. El entrenamiento era on-line con decenas de candidatos de todo el mundo.
«Al comienzo de la sesión de entrenamiento, Luka, un ‘maestro chateador’, nos contó: ‘Anoche estuve charlando con un tipo durante cuatro horas. Era auxiliar médico, estaba en el sótano del hospital diciéndome lo estresado que estaba. Y yo: ‘Oh, ¿qué tal si charlamos el resto de tu turno y te distraigo la cabeza de esas cosas?’. Y seguí jugando con el lado emocional del tipo; el hijo de puta se lo tragaba todo. Terminó enviándome una propina de 400 dólares’».
Luka les explicó que, antes de comenzar una conversación, tenían que realizar tres tareas. Primero, comprobar el estado emocional del suscriptor: ¿está feliz, triste, aburrido? Después, verificar la actividad que está realizando en ese momento: ¿qué está haciendo? Por último, y lo más importante, evaluar cuánto dinero está dispuesto a gastar en fotos y vídeos sexuales de la chica a la que estás suplantando. Para subir las expectativas, conviene excitar un poco al suscriptor y enviarle algún contenido a bajo precio. Si el suscriptor cierra la compra rápidamente, hay que reaccionar introduciendo opciones más caras. Para exprimir bien la cartera del cliente, los chateadores pueden consultar el registro de datos de los usuarios en Infloww, el software que la agencia utiliza para administrar sus chats. Infloww rastrea cuánto lleva gastado cada cliente. «Si eres capaz de jugar con los deseos de la gente, maximizas tu flujo de caja al cien por cien –dijo Luka–. Tenemos auténticos esclavos, literalmente: están tan obsesionados y enamorados de la chica que se gastarán hasta 100.000 dólares al mes en cualquier cosa que ella haga».
A Koerner lo llamó también una agencia alemana que necesitaba a alguien que llenara el turno de cuatro de la tarde a doce de la noche de una de sus chicas. El salario: 4 dólares a la hora, sin comisión.
«El gerente de la agencia me envió un memorando sobre la mujer a la que iba a interpretar (normalmente son unas doce páginas), una supuesta estudiante universitaria de 21 años. Pasé dos horas memorizando todos sus detalles: su sushi favorito, su banda de rock preferida, el ancho de su trasero. Tenía casi cien mensajes sin respuesta para revisar cuando empecé, y los suscriptores respondían rápidamente. Fue agotador; tenía que hacer malabares con docenas de conversaciones simultáneas sobre distintos temas sin salirme del personaje».
Fiel al estilo de OnlyFans, la mayoría de las conversaciones fueron abiertamente sexuales. «No podía evitar pensar en lo decepcionados que estarían estos hombres si pudieran verme sentado en mi casa, bebiendo té, mientras escribía órdenes para que manipularan sus genitales o depositaran su semen en ciertas partes de mi cuerpo».
«Mi supervisor (la conversación, al principio, es monitorizada por un tercero) intervino para recordarme que enviara contenido de pago a los clientes que parecían más excitados. Logré que un hombre pagara 30 dólares por unos vídeos cortos que juré que había grabado únicamente para él minutos antes en mi habitación».
Sin embargo, no todos los chats se centraron en el sexo. «Algunos suscriptores, simplemente, querían sentirse un poco menos solos. Un profesor de matemáticas me contó con todo detalle su receta de salmón al horno; un policía de Nuevo México me habló de la parte buena de su trabajo; un camionero y padre soltero me contó el sufrimiento en el que vivía porque su hijo padecía terrores nocturnos…».
¿Fraude de ley o autoengaño?
Dos días después, lo invitaron a seguir a un chateador estrella capaz de mantener docenas de conversaciones simultáneas sin dejar de adaptar su estilo a cada suscriptor. Elvin había desarrollado una capacidad increíble gracias a un sistema de ‘puntos’. Cuando un suscriptor dudaba si comprar más contenido, Elvin lo convencía prometiéndole un ‘punto’ extra si gastaba otros 200 dólares. «Desconcertado por su jerga, Elvin me aclaró: ‘El cliente cree que existe una cosa que se llaman puntos –que en realidad no existen– y que si gana los suficientes podrá follársela’».
El periodista cree que los interlocutores no son estúpidos, sino que se autoengañan para aliviar una compulsión sexual o, en muchos casos, la soledad. Pero hay quien cree que todo el negocio de los chateadores se ajusta a la definición clásica de fraude, sin más, y que debería denunciarse.
Robert Carey, del bufete de abogados Hagens Berman, que se especializa en demandas colectivas, está buscando hombres para iniciar una demanda tanto contra OnlyFans como contra las agencias que contratan a los chateadores. Además del fraude por suplantación de identidad, los usuarios creen que están manteniendo una relación confidencial (así lo asegura OnlyFans) y envían sus fotos eróticas a un tipo que está en Filipinas, que las almacena donde quiere y que puede usarlas en cualquier foro de Internet. OnlyFans ya ha respondido a esto diciendo que ellos son solo intermediarios y que «cada creador está facultado a dirigir su negocio como mejor considere».
Desde luego, no es fácil que un usuario de páginas como OnlyFans se atreva a iniciar una demanda en la que tiene que reconocer que no solo ha estado manteniendo conversaciones sexuales con un tipo con barba cuando creía estar haciéndolo con una chica despampanante, sino que, además, no sospechó nada cuando solo tendría que haber hecho un sencillo cálculo matemático entre el número de suscriptores de la cuenta de la chica y las horas que tiene un día.
Un ‘software’ de la agencia rastrea cuánto ha gastado cada suscriptor en contenido, una manera fácil de seleccionar a los clientes que se puede ‘exprimir’. Algunos gastan hasta 100.000 dólares al mes
Koerner asegura que durante su investigación solo un cliente pareció sospechar: comentó que había escuchado que algunas modelos de OnlyFans contrataban a chateadores profesionales y preguntó si yo lo había hecho. «Respondí que, aunque sabía que pasaban esas cosas, estaba completamente en contra: era demasiado devota de mis maravillosos fans como para menospreciarlos. Con esa simple mentira corté sus dudas de raíz».
En cualquier caso, este fenómeno de suplantación de identidades en el mundo del porno no es nuevo. Las líneas telefónicas eróticas que empezaron a operar en los años ochenta hacían creer a los usuarios que hablaban con una mujer (también había hombres, pero menos) que satisfacía sus fantasías eróticas, cuando en realidad, al otro lado del teléfono, podía estar una trabajadora que lo mismo atendía una línea caliente que el 112, como han reflejado no pocas películas.
Lo que ha hecho el entorno digital es multiplicar el servicio y, en la misma medida, sofisticar la mentira. Tanto que es lógico imaginar que el siguiente paso, aunque inquietante, sería menos fraudulento: conversaciones sexuales con chatbots de inteligencia artificial que incluso no tengan problema en reconocer que lo son. Porque a los usuarios, mientras satisfaga sus deseos, les dará igual quién o qué esté al otro lado.