Fuente: El confidencial
Autora: Ana Iris Simón
En tercero de carrera, nuestro profesor de realización nos mandó hacer un corto de un solo plano. Algunos de mis compañeros experimentaron con el fuera de campo, con las voces en off o con las luces y las sombras; yo escogí colocar un vaso lleno de agua tapando parte de la lente para que, a medida que los personajes bebieran o simplemente lo movieran, se fuera creando un juego de opacidades.
También elegí subvertir la moral y la tradición clerical cristianas: la protagonista era una monja interpretada por mí misma que se saltaba el voto de castidad y amaba, más que a Dios, a su creación, el hombre. Lo amaba literal y explícitamente, aunque con la imagen emborronada por el vaso de agua, convenientemente lleno. La pieza era en blanco y negro y, además de un hábito improvisado, había desnudos y gemidos con una banda de cornetas y tambores sonando de fondo.
Se proyectó primero en el aula y después en un cine del centro de Madrid, porque mis compañeros lo eligieron como el mejor de entre todos los cortos presentados en clase. Que la mayoría lo escogiera como su favorito no me hizo plantearme que quizá la blasfemia no fuera tan rompedora como yo pensaba. Que no solo estaba ampliamente aceptada sino que era, incluso, aplaudida.
Como algunos de los chavales que aparecen en Amén: Francisco responde, el documental de Disney+ dirigido por Jordi Évole, tenía pendientes en la cara y llevaba el pelo de colores. Naranja, para ser precisos, con el lado derecho de la cabeza rapado al dos. Con varios de ellos compartía no solo estética y edad, pues tendría entonces 20 años, sino también el afán de hacer preguntas cuya respuesta no me interesaba escuchar, pues su sentido no era saber ni conocer nada, sino dejar claro quien era yo a través de ellas.
Así, cada vez que me cruzaba un católico le daba siempre la misma tabarra, porque el ateísmo seguramente sea de las religiones más proselitistas que existen: le cuestionaba la postura de la Iglesia sobre el aborto, su complicidad con los pederastas, que no hubiera monjas dando misa o la hipocresía de tener el Vaticano lleno de oro y corrupción mientras predicaban el reparto de la riqueza. Nunca les planteaba cuestiones relacionadas con su fe, nunca les mentaba la Santísima Trinidad ni les preguntaba si que la casa del padre tuviera muchas moradas implicaba que, según los méritos en la tierra, así íbamos a ser alojados en el cielo. Tampoco me interesaba por algunas de las materias de su doctrina social, como la económica; jamás le pregunté a ninguno de ellos por la teología de la liberación. Por eso veo a mi yo veinteañera en muchos de los jóvenes interlocutores del Papa Francisco en el documental de Évole.
Para quien no lo haya visto, una explicación que quizá debería haber dado antes: se trata de una reunión de veinteañeros que le hacen preguntas al Pontífice. Así de sencillo, y así de interesante. Siendo un formato tan simple, el casting es lo que marca la diferencia y la conversación. De él ya escribió Julio Llorente con tino y brevedad que «entre tanta excepción, lo primero que echa uno en falta es algo, una miaja siquiera, de normalidad». Si uno lo juzga con caridad cristiana, entenderá que, en su intento por ser inclusivos y plurales, sus creadores han caído en lo que caen muchas producciones culturales contemporáneas: obviar que, como escribe Llorente, «la sociedad es mucho más que la reunión de un puñado de minorías».
Quizá haya algún pejiguero que vaya más allá y piense, incluso, que la selección de chavales tiene mucho de corto tardoadolescente de estudiante de comunicación audiovisual; que lo que se ha buscado ha sido escandalizar, pasear ante el Pontífice algunas cuestiones disruptivas y morbosas relacionadas con la juventud. Por eso vemos a una madre joven que se gana el pan vendiendo vídeos sexuales por Internet y que, lejos de verlo como una rémora, afirma que ama su trabajo, a una exmonja lesbiana, a una catequista que acompaña a mujeres a abortar o a una persona no binaria.
Muchos de ellos plantean cuestiones interesantes y dejan algunos momentos que ponen, incluso, los pelos de punta. Es el caso de la muchacha inmigrante que cuenta que, al llegar a España, fue víctima de racismo y acoso escolar, del joven que narra el viaje de su familia en patera o del chaval que sufrió abusos sexuales por parte de un profesor en su colegio del Opus. Uno de los fragmentos más interesantes seguramente sea en la que hablan sobre el aborto, pues además de debatir sobre si una vida lo es o no desde el momento de la concepción, hablan de la maternidad en un sentido amplio, de las dificultades materiales de las familias en general y de las madres en particular. Y de como estas condicionan sus decisiones.
Aquí quizá se encuentre uno de los momentos más revolucionarios de la cinta, que protagoniza el Papa motu proprio, sin que nadie le interrogue sobre si conoce Onlyfans, si sabe lo que es ser no binario o si se avergüenza de la colonización —esto se lo pregunta la muchacha peruana, con una tez más blanca que la mía—: el Pontífice asegura que creemos haber abolido la esclavitud, pero que solo se ha transformado y sigue existiendo. Y la señala sin pudor y con apellido: la llama «la esclavitud del mercado». Pero nadie le sigue el rollo. Ninguno de los chavales allí presentes, todos ellos muy comprometidos con distintas realidades marcadas por su género, por su orientación sexual o por su condición de personas racializadas sea lo que sea eso, le hace una sola pregunta sobre el mercado. Ni sobre la clase. Ni sobre los ricos y los pobres. Se habla constantemente de opresiones, pero ninguna se le atribuye directamente a la desigualdad social.
La clase no queda patente discursivamente, pero se intuye, claro, cuando nos muestran fragmentos de las vidas de los chavales: la madre que se dedica a vender contenido pornográfico acuesta a su niña en un cuarto modesto, del chaval musulmán e inmigrante intuimos que las ha pasado putas, la única católica «ortodoxa» —de las tres personas que se dicen católicas, una es no binaria y otra proaborto—, es una niña bien que va a una universidad privada. Esto es curioso, pues parece que la productora ha intentado apostar por perfiles poco comunes, salvo en su caso. La única que sigue la doctrina cristiana en su totalidad cumple con todos los clichés de la catolicona española contemporánea: pertenece a una familia numerosa del Camino Neocatecumenal, su posición social parece acomodada, aparece hablando de fincas a las afueras de Madrid con sus amigas en las novísimas instalaciones de una universidad privada.
María, que es como se llama la muchacha, dice en un momento del encuentro que quien tiene fe, nada le falta. Dice que todos los dramas humanos que están contando sus compañeros están muy bien, pero que cuando uno conoce a Cristo y sabe de su amor, no es que nada importe, pero sí que nada importa más que eso. E incluso yo, que pienso como María pero si he podido estudiar en la universidad (pública) ha sido gracias a las becas, siento cierto rechazo al escuchar ese mensaje en boca de alguien que, imagino, no ha tenido demasiadas dificultades en la vida. Al menos, no económicas. Porque, de entrada, parece más sencillo hacerse preguntas y tener el tiempo suficiente para encontrar sus respuestas si uno tiene el estómago lleno y la casa y las facturas pagadas que si no. Y eso incluye las preguntas del alma.
Pero es de justicia señalar a María como la más valiente del casting, pues sus ideas son las únicas que escandalizan al mundo moderno, y seguramente sea injusto hablar de ella como un personaje estereotipado y no hacerlo de algún otro. Como Víctor, que le pregunta al Papa si le puede tutear, seguramente convencido de que hay que abolir toda jerarquía excepto la de las ideas, pues las suyas, cree, son superiores. Del mismo modo que yo no me planteaba que si mi corto blasfemo era democráticamente elegido como el favorito quizá es que mis ideas no eran originales ni antisistema sino las de la masa, este muchacho que usa gorra en interior igual desconoce que otro que tutea al Papa es Abascal, que se refirió a él en el Congreso como «ciudadano Bergoglio». Y que mirar y hablar de tú a tú a quien sabe más que uno porque, como mínimo, ha vivido más que uno, no es disruptivo sino signo de un tiempo soberbio y carente de humildad como es el nuestro. No por casualidad ninguno de sus compañeros, salvo Khadim, que es musulmán, se pone en pie cuando el Papa entra en la sala: la juventud es seguramente el grupo de población más especular, el que más y mejor refleja el estado del momento histórico o la civilización en que les ha tocado vivir. Eso queda claro a lo largo de toda la cinta.
A mitad del metraje pienso en que ojalá Évole vuelva a reunirlos en diez o quince años, cuando no sean tan jóvenes. Ojalá el Papa vuelva a estar presente y ojalá les pongan algunos cortes de lo que dijeron con veintipico. Seguramente alguno siga igual, con el mismo tinte de colores y las mismas ideas. Pero probablemente alguno haya cambiado de parecer y sienta lo mismo que siento yo al ver el corto de la monja y la memoria que entregué junto a él, donde hablaba, por ejemplo, de «subvertir la moral imperante» sin reparar en que la moral imperante era precisamente la mía, la que concibe la subversión como un fin en sí mismo.
Aquella entrega coincidió con el 15-M, del que fui parte activa en la Puerta del Sol, que a su vez coincidió en sus últimos coletazos con la Jornada Mundial de la Juventud. En aquellos días brotó en mí un anticlericalismo que hasta entonces no había conocido, a pesar de haber crecido en una familia atea: ellos eran la Juventud del Papa, el sistema, los niños mimados del poder, por eso pedían permiso para ocupar el espacio público y no les corrían a palos, no como a nosotros.
Pero el 15-M no fue eterno. Andando el tiempo, tuve suerte y me encontré con alegrías y dolores que me llevaron a hacerme preguntas cuyas repuestas sí quería oír, aunque algunas fueran incómodas. Y con personas generosas dispuestas a responderlas.
Así entendí, por ejemplo, que seguramente lo contrario al aborto legal sea una percha, y que las que se desangren a causa de ella siempre van a ser mujeres pobres, pues son ellas quienes no pueden coger un avión para deshacerse de la vida que llevan en su vientre. Pero también empecé a llamarla vida, porque la realidad es que, aunque un feto no sea un niño, lo será muy pronto si nadie lo evita. Así empecé a plantearme que si una vida no merece ser llamada como tal si no es consciente de sí misma, cuando dormimos deberíamos ser considerados bestias, y a los críos que nacen con enfermedades cognitivas o a los viejos que desarrollan demencia habría que arrojarlos por el Taigeto.
Escuchando lo que hasta entonces solo oía comprendí que sí, que claro que haber protegido y ocultado los abusos a menores en su seno es algo terrible, sin duda la mayor monstruosidad que puede cometer una institución. Y la Iglesia ha sido culpable, por eso ha pedido perdón y seguirá teniendo que hacerlo siempre que sea necesario. Pero no menos cierto es que la asociación automática de los curas con la pederastia no es justa, como no sería justo asociar por defecto familia y abuso sexual aunque sea en el ámbito familiar donde se dan la mayoría de ellos. Nadie en su sano juicio relacionaría automáticamente la vocación de maestro con la pedofilia, a pesar de que la de profesor y alumno sea, por encima de la de sacerdote y fiel, la relación en la que más abusos a menores se dan (según el último informe de ANAR, el 3,7% de los abusos los cometieron profesores y el 0,2% sacerdotes). Y, aunque el de los curas pederastas es un chascarrillo repetido hasta la saciedad, la realidad con frecuencia es más compleja que nuestros dogmas, incluidos —y quizá sobre todo— los dogmas de los que nos consideramos librepensadores. De eso también me di cuenta cuando dejé de preguntar para reafirmarme y empecé a interesarme por las respuestas de los otros.
La Iglesia no es solo imperfecta sino problemática en muchas ocasiones, pero también lo es la pareja o la familia, en cuyo seno se dan los traumas más terribles pero también las vivencias más bellas. O el Estado, en cuyo nombre se va a la guerra y se cometen genocidios, pero cuyo papel social es imprescindible para los pobres. Cualquier ideal, cualquier imagen o arquetipo fracasa cuando se hace carne, eso lo sabe todo el que ha amado. Plantearse entonces que lo óptimo es abolir el amor en lugar de trabajar para que praxis e ideal se asemejen lo máximo posible no es solo una cobardía, sino un error que seguramente deje a quien lo cometa a la intemperie.
Sobre intemperie se habla también en Amén; al borde del llano, la muchacha del Camino Neocatecumenal, María, cuenta que le da mucha pena ver tanta desesperanza a su alrededor, tanta ausencia de fe. Sobre ella, igual que sobre los pobres, no se menta apenas nada en todo el documental. Nadie formula la más mínima duda relacionada con las creencias de los cristianos, nadie le pregunta al Papa ni siquiera una duda teológica de niña de primaria, como la que le plantearé yo a San Pedro cuando me toque picarle la puerta: ¿por qué Dios permite que haya niños que enferman y mueren?
Cuando aparecen los créditos, en lo que pienso es en que hoy este es un documental más de las decenas que se estrenan cada mes en las plataformas audiovisuales, pero en el futuro será un documento estudiado y revisado, que servirá para interrogar, más que al Papa, a nuestro tiempo. Me pregunto qué imagen de nosotros y nuestra cosmovisión, de nuestro momento histórico, se llevará quien, no en diez ni en quince sino en quinientos o mil años, vuelva a esta pieza. A las preguntas sobre Tinder, Onlyfans o la teoría decolonial y a los debates sobre el binarismo de género o sobre si Cristo era blanco, negro o mulato. Y me pregunto, también, si se percatará de que lo que los chavales no le preguntan al Papa —sobre la fe, sobre los pobres—, las ausencias y no las presencias, quizá sean lo más relevante para entender lo que somos.