Diego Velicia, psicólogo del COF Diocesano
¿Os ha pasado en alguna ocasión que ante un momento de gran belleza habéis sentido simultáneamente el gozo de disfrutar aquello y la pena de experimentar que se termina? Ante una obra de arte, una comida especial, una música increíble, el placer de una relación sexual, un libro que os ha atrapado, un espectáculo de la naturaleza…
Me pasó en el Canal del Duero a mediados de enero. El día había amanecido muy frío y con una niebla espesa que casi se podía apartar con la mano. Una inmensa cencellada cubría árboles, construcciones, arbustos, campos… Me encontraba cerca de Sardón de Duero y decidí parar el coche para dar un paseo y contemplar el espectáculo.
Caminé junto al canal. La niebla se pegaba a las plantas, a los caminos, a los grandes pinos… congelándose y dando lugar a formas espectaculares. Plantas insignificantes que en cualquier otro paseo pasaban desapercibidas ese día parecían mágicas, como si tuvieran un valor infinito. Los árboles, cubiertos por el hielo, atrapaban la atención de forma casi hipnótica. Hice fotos. Me detuve a contemplarlo, a mirar embobado de un lado a otro. No parecía real. Estaba entusiasmado.
A medida que disfrutaba del espectáculo, iba creciendo una pena dentro de mí: “te tienes que ir, no puedes estar aquí todo el día y además el hielo irá deshaciéndose y esto volverá a ser como siempre”. La emoción del momento se fue empañando con la tristeza de que tenía que terminar.
Tras un rato de pelea interna conseguí arrancarme a mí mismo de aquel lugar. Emprendí el regreso a mis quehaceres con la sensación de haber vivido una especie de milagro y con la tristeza de no poder quedarme allí. (Quien haya vivido esa sensación alguna vez entiende de qué hablo). Llevaba unas cuantas fotos en el móvil para intentar revivir ese momento más adelante. (Quien haya hecho eso alguna vez en su vida sabe que no es lo mismo, aunque no me resisto a acompañar este artículo con una foto de ese día para haceros un poco partícipes de aquella belleza)
Conducía mascullando qué hacer con esa sensación tan agridulce. Esa mezcla de alegría y tristeza tan inseparable.
Lo primero que se me ocurrió fue que quizá hubiera sido mejor no haberme parado a contemplar el espectáculo. De esa manera no hubiera aparecido la tristeza. “La forma de que la belleza no se termine es que no empiece”, pensé. Es como anestesiarse, evitas el goce del placer y de esa forma impides la tristeza. Pero pensé que actuar así convierte toda tu vida en algo triste. Pasado un tiempo me molestaría tanto ver a los demás disfrutar que acabaría intentando que no lo hicieran. ¿Quién querría vivir al lado de alguien así de amargado? Idea desechada. Seguí pensando.
La segunda idea fue buscar otras experiencias que me proporcionaran una sensación similar de disfrute y aprovecharlas a tope. Es difícil porque no siempre consigues el mismo éxtasis. Pero si las exprimes a tope, si aprovechas cada segundo de placer… igual consigues evitar la tristeza posterior ¿no? Ahora bien, ¿quién garantiza que después de cada éxtasis no viene un nuevo bajón? Y vuelta a buscar otra experiencia y vuelta al bajón… Y así en un bucle sin fin. La perspectiva no parecía muy halagüeña, aunque confieso que esta solución me atraía más que la primera.
Por último, recordé que alguien me dijo que toda belleza que vivimos en nuestra vida es señal de una belleza infinita. En medio de la tristeza de que ese momento termine hay una gran esperanza, la de la belleza que no termina. Se trata de disfrutar el goce del momento sin buscarlo de forma obsesiva. Aprender a convivir con esa tristeza sin intentar apagarla y sin que aplaste. Vivir creyendo que este tipo de situaciones nos adelantan un destino mayor. Me pareció el mejor plan de los tres. Y en esas estamos.