Juan Velarde Fuertes
Publicado en Revista Ecclesia
Por su extraordinario papel, ciertos papas han pasado definitivamente a convertirse en clave de la historia. Se trata, siempre, de aquellos que han reaccionado con planteamientos adecuados, en momentos de cambios históricos. Uno de ellos fue precisamente el primer papa, san Pedro, al dirigirse al centro del Imperio Romano, donde fue muerto en tiempos de Nerón. Otro, Alejandro VI, quien ordenó el inicio de la colonización de América, y su proyección hacia España y Portugal, que tuvo consecuencias permanentes. En el paso del siglo XVIII al XIX, surgen multitud de tensiones producidas por causa de una colosal revolución científica, sumada al inicio de una revolución industrial de extraordinarias dimensiones, que, a partir de Adam Smith —con la Escuela Clásica de la economía— comenzaron a difundir mensajes potenciadores de la justificación de condiciones laborales en las empresas, que tuvieron características hoy calificadas, justamente, de espeluznantes. Ello motivó que surgiesen reacciones populares, unidas fundamentalmente a los trabajadores que vivían en condiciones atroces; todo ello consolidado en 1848 con el famoso Manifiesto Comunista de Marx y Engels.
Simultáneamente tuvo lugar, a partir de dos revoluciones, un cambio absoluto del orden político, creador de continuos mensajes, con una dureza especial en el caso de Francia, contra la Iglesia católica. Y, al mismo tiempo, basándose en la tesis del materialismo histórico de Marx, buena parte del mundo obrero también se separó del ámbito de la Iglesia.
Leon XIII decidió reaccionar. Lo hizo con la encíclica Rerum novarum, donde se plantearon mecanismos posibles para que empresarios y obreros no mantuviesen una postura radical de lucha, y que ésta no fuese incluso muy violenta.
Toda una serie de economistas, tras la I Guerra Mundial, creyeron encontrar la solución en una aportación, formulada, en principio, por el economista rumano Manoilescu. Las ideas básicas del modelo procedían de la defensa de un sistema corporativo que impidiera, tanto la competencia en el ámbito de cada sector industrial, como entre empresarios y trabajadores. Ese sistema corporativo pasó a tener enorme peso en Europa, y Pío XI buscó, en tal modelo, la base económica de la encíclica Quadragesimo anno. Pero la ciencia económica expuso, entre otras cosas, gracias al avance en la teoría de la competencia imperfecta, que el sistema corporativo conducía, no a una solución, sino a una crisis; mas, también, a ciertas ventajas sociales. Todo este panorama, con los golpes sucesivos de la Gran Depresión de 1930, y con la II Guerra Mundial, se vino abajo, y comenzaron a atisbarse multitud de otros caminos. Tal fue el caso de lo sucedido en Iberoamérica. A partir de las aportaciones de Raúl Prebisch, muy influidas por las tesis de Manoilescu, se generó la convicción de que el sistema de libre empresa y otras derivaciones en la política financiera y en la del comercio internacional —a causa de la cuestión denominada «relación real del intercambio»—, daba lugar a que los países industriales, ricos, automáticamente empobrecían a los exportadores de bienes agrarios. Este planteamiento se enlazó muy rápido con la denominada Teología de la liberación, creada, simultáneamente, en Iberoamérica, desde ámbitos íntimamente relacionados con la Iglesia católica. La conexión del que se denominó Estructuralismo Económico Latinoamericano y la Teología de liberación pasó a ser estrecha, y al mismo tiempo, radicalmente desastrosa para cualquier planteamiento orientado hacia el abandono de la pobreza. En la Iglesia, había nacido, así, un círculo vicioso peligrosísimo. Pero defendido por sacerdotes de talante irreprochable.
Por otra parte, como reacción de los católicos ante los enunciados alemanes vinculados al nacionalsocialismo, surgió, en la frontera de Alemania y Suiza —en la Universidad de Friburgo—, un enfoque económico que resistía las críticas, al revés de lo sucedido con otros anteriores. Y al aplicarlo, en plena Guerra Fría, creó, en la Alemania occidental, la reactivación económica. Se hablaba de la «economía libre de mercado», con anexiones de tipo social. El impacto en multitud de ambientes católicos fue muy grande.
Pero ese conjunto que he señalado, desde la Teología de la liberación, a la Escuela de Friburgo, más multitud de realidades derivadas de planteamientos generados por los mensajes de León XIII y Pío XI, provocaba, como mínimo, confusión. Además, desde el ámbito católico, surgían novedades tan importantes como la aparición —a través de tres políticos claramente vinculados a la Iglesia: Schuman, De Gasperi y Adenauer—, de la Unión Europea.
San Juan Pablo II, con el fin de no incurrir en ningún error científico, convocó en el Vaticano a un conjunto impresionante de los entonces mejores expertos en la ciencia económica. Recuerdo que uno de ellos, Amartya Sen, me dijo que, en esa reunión, el Papa no pretendió convertirse en un experto en teoría económica, sino aprender y asesorarse por aquel conjunto impresionante de los entonces más altos científicos de la economía, en torno al documento que les había enviado, y conocer, por ellos, si existían choques serios con la ciencia económica en sus afirmaciones. El debate fue intensísimo, y me aseguró este gran economista, catedrático de Harvard, que fue amplísimo y, al final, todos señalaban lo oportuna y seria que iba a ser la encíclica.
Esa y no otra es la raíz científica de la encíclica titulada Centesimus annus, por la conmemoración de la de León XIII. Aún no ha recibido ni una sola crítica seria. Esto es lo que convierte a san Juan Pablo II en un colosal orientador de la política económica, incluyendo la que podría denominarse explicación adecuada del papel del capitalismo.
Por tanto, es oportuno señalar que el de san Juan Pablo II es un mensaje que permanece vivo y actual, y no vemos que ningún riguroso economista lo ponga en duda. Es otra clave de la Historia.