Germán López Castro
Y se cumplieron nuestras peores expectativas. El peor escenario posible, el de que la guerra de intereses pasara de jugarse en el campo de la política de sillones y las municiones económicas a emplear las otras armas, las del ejército físico, está aquí. Y ha sucedido de la mano de la potencia con menos pudor a romper el tabú de plantar en suelo europeo la amarga zarza de la guerra que desde nuestro rincón occidental tanto hemos exportado a otras regiones de nuestro mundo en la historia antigua y reciente.
A la voracidad rusa no le bastaba el equilibrio inestable de tener en Ucrania una nación troceada según los intereses ajenos, al estilo de Alemania después de la II Guerra Mundial; situación esta que, de facto, había sido aceptada por nuestros países, que sufren amnesia con otras cuestiones de adhesiones por la vía de los hechos de naciones vecinas, como es el caso del Sáhara Occidental.
Quizás la invasión de Ucrania sea beneficiosa para los intereses rusos a corto plazo, pero es evidente que esta operación militar rusa viene a horadar aún más la gran brecha social y étnica que existe en las naciones vecinas a la extinta URSS. Muchas de ellas, como las repúblicas bálticas, que ahora tiemblan, fueron fagocitadas por la fuerza y vieron cómo el gulag se tragaba a un 10 % de su población. Los colonos rusos pasaron de ser los que controlaban las estructuras de poder de esos países a ser la clase social más baja en el nuevo statu quo, en que el socio preferente no era ya Rusia sino el mundo occidental, efectivo en el abrazo de la Unión Europea y representado en el imaginario colectivo por EEUU.
En el caso de Ucrania, aún planea el recuerdo de las grandes hambrunas que tuvieron que padecer en tiempos de Stalin, después de que perdieran el control sobre sus propios graneros en aras de una colectivización soviética que agravó el hambre del pueblo pero encumbró a sus dirigentes.
La violencia solo engendra violencia, y quizás de aquellos polvos vengan los lodos de la posterior limpieza étnica hacia las minorías rusa y húngara en Ucrania, ejecutadas por los actores del llamado Euromaidán. La Unión Europea blanqueó un alzamiento que amparaba en gran parte el revanchismo. Posiblemente porque solo hizo cálculos económicos. Como sabemos, las consecuencias fueron la anexión de Crimea y la insurrección del Dombás, por un lado, y la integración del fascismo oficial en las fuerzas de seguridad ucranianas, por el otro. Ambas situaciones han ido aumentando la presión de una olla que algún día podría estallar. Y Rusia ha jugado sus cartas ahora, justificándose en esta fractura social para imponer su solución.
Lo sorprendente de todo esto es el triste papel que está representando la Unión Europea, absorbida en todas las negociaciones por la OTAN (en la práctica, EEUU), pero que parece estar cómoda en el papel de observadora. Y es que la dependencia energética que tiene de Rusia es enorme, ya que es uno de sus grandes proveedores de gas, junto con EEUU, Argelia y Nigeria. La debilidad energética de Europa es mayor después de la salida de EEUU de Afganistán, otro país triturado por el afán de lucro extranjero, que supuso el abandono del proyecto de gasoducto que pretendía atravesar este país. Esto, en los tiempos del principio del fin del combustible barato. Mientras EEUU se frota las manos ante la perspectiva de un aumento de exportaciones hacia Europa y se cierran acuerdos a última hora con países tan lesivos con los derechos humanos como Qatar, la voz de Europa tiende a ser tímida por si acaso nos cortan el grifo.
La última medida adoptada, la del bloqueo económico, sabemos que tan solo perjudica aún más a la población, que ya padece las consecuencias de la división y la guerra, y no a los gobernantes. Muy distinto sería si la Unión Europea hubiera decidido poner coto a las grandes fortunas de los magnates rusos, que engrasan la maquinaria de la economía especulativa y los paraísos fiscales europeos. En 2015 se estimaba que la riqueza de los magnates rusos escondida en el exterior era tan desorbitante que ya suponía un valor equivalente al 85 % de todo el PIB ruso.
Una Europa anclada en la corrupción no puede poner fin al lavado de dinero de estas grandes fortunas, cuando ella misma juega el papel de lavadora.
En este panorama mundial en que los recursos naturales son moneda de cambio y combustible de un estilo de vida insostenible que calienta a unos y condena a otros al frío, y en el que se reduce a las propias personas al papel de meros recursos, las oligarquías rusa y europea han decidido, una vez más, sacrificar a los pobres en pos de sus intereses, favoreciendo un sistema que a la postre engorda aún más a los ricos.