Diego Velicia, psicólogo del COF Diocesano de Valladolid
¿No tienes ningún defecto? No sigas leyendo este artículo. Seguramente tengas otras tareas más provechosas que hacer.
Este artículo te puede interesar a ti, que de vez en cuando te dices a ti mismo… ¡qué burro eres!, tienes que cambiar esto, tienes que mejorar este otro aspecto… o tienes que dejar de hacer tal cosa o de comportarte de tal manera. O a ti, tan consciente de tus defectos como incapaz de dejar de mirarlos por un momento.
Las personas tenemos defectos y la mayoría somos conscientes de cuáles son esos defectos. A veces porque nos lo dicen los demás, otras veces porque nos damos cuenta analizándonos a nosotros mismos, o porque tropezamos con ellos una y otra vez.
De vez en cuando intentamos trabajar esos defectos, pulirlos, aminorarlos… Acabamos de comenzar el año y muchos se han (o nos hemos) hecho propósitos para este año nuevo: tener más paciencia con los hijos, ser más puntual, más ordenado, no ser tan controlador, leer más, no dejar absorberme tanto por el trabajo, ser más sociable… En definitiva, trabajarse un poco a uno mismo.
No es difícil recordar cómo ha rodado la cosa respecto de algún propósito que nos hayamos hecho en algún momento de nuestra vida. Las fases son algo parecido a esto:
1. empiezo con ganas, me pongo a ello,
2. estoy alerta sobre el defecto, lo tengo un tiempo bajo control,
3. pero un día el asunto se tuerce un poco,
4. intento que no se me vaya de las manos
5. y cuando me quiero dar cuenta ya he vuelto a las andadas.
6. El final es conocido: de perdidos, al río.
Voy a tener más paciencia con mis hijos y al cuarto día he perdido los papeles. Quiero mantener el orden en casa y cuando me paro a mirar, el desorden me invade… Me he propuesto salir más, ver a más gente y cuando me doy cuenta, el espíritu del ermitaño me ha vuelto a poseer.
Aquí se presenta la prueba de fuego. ¿Qué pasa dentro de mí cuando miro los muros del propósito mío, si un tiempo fuertes, ya desmoronados?
Pueden aparecer dos sentimientos. Uno es la vergüenza, el otro, el remordimiento. Los dos comportan un malestar emocional, pero su efecto es muy diferente.
La vergüenza parte de una minusvaloración propia, «soy un desastre, no valgo para nada…» Cuando el propósito se desmorona se reafirma esa premisa de partida y provoca una cascada de desprecios: “ves, es que no vales para nada, no sé cómo te atreves a intentar cambiar, si nunca lo vas a conseguir…” Una autocondenación, que amplifica el malestar de la persona, la lleva a la desesperanza e incluso al autocastigo. Evitará nuevos intentos de trabajarse, por el miedo al malestar que aparece tras la caída. La persona que siente esa vergüenza de sí misma está más centrada en su propio malestar que en los beneficios del posible cambio, para ella misma o para los demás. Irá abandonando cualquier intento de trabajarse.
El remordimiento, por el contrario, surge de la conciencia de un hecho concreto (“he vuelto a caer”) pero con el que no llego a identificarme (“soy más que ese fallo”). El remordimiento nos lleva a decirnos algo así como: “Es un asco volver a caer en esto, pero ya sabías que no iba a ser fácil, lo has hecho bien un tiempo y has vuelto a caer, mañana te toca volver a empezar”. No evita el malestar de la caída, pero disminuye su eco y aumenta las posibilidades de intentarlo de nuevo.
Para no acabar identificándome con ese fallo, es indispensable contemplar también las partes buenas de mí, mis cualidades. Trabajarse es también acrecentar mis cualidades y saber que mis defectos no me definen por completo. Que soy algo más que eso. Posiblemente mis defectos me acompañen a lo largo de mi vida. Aprender a convivir con ellos será imprescindible.
Aceptarse para poder trabajarse, en este caso, el orden de los factores sí altera el producto.