Diego Velicia
Podemos dedicar muchos esfuerzos en el matrimonio a intentar cambiar al otro. Seguramente tengamos motivos para ello, el más importante es que el otro no es perfecto. Y por eso queremos que no sea tan desordenado, que me escuche más, que sea más detallista, que se preocupe más por los hijos, que no se queje tanto, que me haga más caso.
Podemos dedicar muchos esfuerzos en el matrimonio a intentar que el otro nos acepte como somos. Seguramente tengamos motivos para ello, el más importante es que no soy perfecto. Y por eso intentamos que entienda que al final del día estoy cansado, que se dé cuenta de que tengo muchas preocupaciones, que cuando me conoció yo ya era así y tenía tal o cual costumbre, que mi familia es de tal manera.
Imaginemos un matrimonio en el que los dos se aplican intensamente a estas tareas. Ella intentando cambiarle y él intentando que le acepte tal cuál es. Y viceversa, él intentando cambiarla y ella intentando que él la acepte como es.
A mayores intentos de él de cambiarla a ella, más resistencia de ella a cambiar. A más intentos de ella para que él la acepte tal cuál es, más esfuerzos de él por cambiarla. Y viceversa. La espiral de conflicto se agranda. No es difícil prever el resultado.
Imaginemos a ese mismo matrimonio cambiando el foco de los esfuerzos. En lugar de intentar cambiar al otro, cada uno se concentra en cambiarse a sí mismo. En lugar de intentar que el otro le acepte, cada uno se concentra en aceptar los defectos del otro.
Uno se concentra en escuchar más al otro, en mostrarle mejor su apoyo en las dificultades, en expresarle su amor de una forma que le llegue mejor, en tener más en cuenta sus necesidades.
Y, además de esforzarse en cambiarse a sí mismo, se aplica a aceptar aquellos pequeños defectos del otro que a veces le sacan de quicio. Y trata de ser más comprensivo, de tolerarlos con humor, de hablarlos sin amargura, aunque a veces cueste.
Imaginemos la relación de ese matrimonio. Él esforzándose por ser mejor y aceptarla tal cual es. Ella esforzándose por ser mejor y por aceptarle tal cual es. ¡Qué relación tan distinta de la anterior! En una relación así, la cosa tiene otra pinta. Habrá baches en el camino, sin duda. Pero la relación parece fluir de otro modo.
Y la clave está en cambiar el foco de la acción. En lugar de intentar cambiar al otro y hacer que el otro me acepte, se trata de dedicar la misma intensidad de esfuerzo a cambiarme a mí y a aceptar al otro.
Cuando hacemos eso descubrimos que no es tan sencillo cambiar como nos parecía cuando todo nuestro empeño estaba en que fuese el otro el que cambiase. Y es que siempre nos parece más sencillo lo que tiene que hacer el otro para cambiar. Cuanto más se esfuerza uno en cambiarse a sí mismo, más comprensivo se vuelve con los fracasos del otro a la hora de lidiar con sus defectos. ¿O no te ha pasado que llegado un momento determinado te has planteado un cambio en tu vida y has vuelto a las andadas al cabo de un poco de tiempo?
Quizá, sólo quizá, cuando llevemos largo tiempo en esa dinámica de cambiarnos a nosotros y de aceptar al otro, el otro solicite nuestra ayuda para cambiar algo de sí mismo. Cuando nuestros fracasos en cambiarnos a nosotros mismos nos hayan hecho un poco más humildes, puede que el otro pida nuestra ayuda. Cuando el otro se haya sentido querido tal y como es, puede que pida colaboración para cambiar aspectos que, por sí mismo, no consigue cambiar.
Publicado originalmente en Iglesia en Valladolid en junio de 2021