A los 50 años de la muerte del gran militante obrero libertario
Autor: Rodrigo Lastra
El 24 de octubre de 1975 fallecía en un hospital de Saint Cloud (París) un viejo obrero madrileño de la construcción llamado Cipriano Mera. Había cumplido los setenta y nueve años y se había jubilado hacía sólo cinco. Residía en un modesto piso de la cercana localidad de Billancourt, suburbio proletario e industrial de París, famoso por alzarse allí las grandes fábricas de automóviles Renault en el mayo francés de 1968.

De mediana estatura, enjuto, cetrino, con rostro de campesino castellano labrado por la dureza y la sobriedad. Cipriano era conocido en el hospital donde murió. Durante su ingreso muchos compañeros, amigos o simples conocidos se interesan por su estado. El personal sanitario, celadores y administrativo del hospital se enteran de quién es y de quién ha sido. No porque él lo pregone en torpes anhelos de satisfacer una vanidad que no cultivó; menos aún porque Teresa —compañera abnegada de toda su vida— quiera asombrar a quienes la escuchan o ganarse su conmiseración. Pero no son pocos los visitantes que compartieron sus antiguas y modernas luchas sindicales, le acompañaron en alguno de sus múltiples encarcelamientos por las luchas sociales, o pelearon a sus órdenes en Somosierra, Gredos, Madrid, Jarama, Guadalajara o Brunete durante la guerra fratricida del 36. “Fue un general del Ejército Popular —explican algunos con una leve nostalgia en la voz—, es decir del Ejército de la Segunda República durante toda la guerra de España». Un General, que, sin embargo, volvió a la paleta y al andamio hasta pocos años antes de morir.
50 años después, ya apenas queda el recuerdo de personas con la talla moral de Cipriano Mera. Hoy ya apenas nadie rememora a Cipriano Mera. El que quiera acercarse a su tumba para rendirle un sencillo homenaje como una especie de deber moral, hasta lo tiene complicado. El cementerio en el que está enterrado figura equivocado en la Wikipedia, incluso en las pocas webs que citan su lugar de enterramiento, dicen que su cuerpo descansa en el cementerio parisino de Auteuil, o en el de Boulogne. Pero no. Los restos de Teresa y Cipriano descansan, prácticamente en el anonimato, en el cementerio de Pierre Granier en el barrio obrero de Billancour.
Su tumba es de las pocas del cementerio que es literalmente tierra. Sin lápida, sin ornamentos. Tierra y la maleza que crece en torno a ella. A lo cartujo. La pequeña inscripción con sus nombres está tirada detrás de esa maleza. El anonimato y la pobreza difícilmente podían ser mayores, para uno que había llegado a tener el puesto equivalente a General del Ejército Republicano. Solo esa inscripción, en la que ni siquiera figura su mujer, que fue enterrada junto a su marido en 1978, tres años más tarde; Teresa Gómez Sobrino.
Aquel obrero pobre de solemnidad, que abrazo el ideal anarcosindicalista. y que a pesar de su acérrimo antimilitarismo llegó a mandar el IV Cuerpo del Centro del ejército republicano, derrotó a Mussolini en Guadalajara siendo el responsable de una de las pocas victorias militares republicana y evitó la masacre de Madrid al final de la contienda incivil junto con Julián Besteiro. Sobrevivió al odio exterminador de Stalin y a la pena de muerte a la que Franco le condenó. Aprendió a leer y a escribir con 23 años en el presidio. Estuvo encarcelado decenas de veces lo que no fue obstáculo para que perdonara a sus torturadores. A Mera, la sublevación militar del 36 le pilla en la cárcel Modelo, de la que era asiduo, por ser el presidente del sindicato de la construcción en Madrid durante la gran huelga. Y allí, se encontró por primera vez con José Escobar, su torturador, que a base de golpes le había arrancado parte de la dentadura. Los compañeros le pusieron delante a Escobar, animándole a la venganza. Pero Cipriano, para el que la dignidad del hombre estaba por encima de todas las cosas, le despidió sin más contemplaciones que las de «que se vaya, pobre desgraciado».
Con la guerra ya perdida, el 28 de marzo de 1939, recibió una maleta con joyas y dinero, como otros jefes vencidos del bando republicano, con la idea que de la huida les fuera menos penosa. Sin tocar nada, la devolvió al Banco de España con la nota «De parte de Cipriano Mera». De ahí a los presidios del norte de África, a la pena de muerte finalmente conmutada, y al exilio definitivo francés del que ya no tornaría.

Y Teresa, su compañera fiel, su amante. Teresa, que sola vio morir de penuria a un hijo mientras su amor estaba en la cárcel; la que resistió ausencias interminables y soportó que por encima de ella y de sus hijos, la causa anarcosindicalista que había abrazado Cipriano fuera siempre lo primero; la que llegó al límite cuando en 1947 tuvo que atravesar con su hijo Floreal los Pirineos, caminando en alpargatas por la nieve, y le advirtió al albañil «esta es la última». Fue la única vez que lamentó su destino. Por ella, sólo por ella, Cipriano lamentó desde el presidio «tanta desesperación y tanto sufrimiento». «Teresa -le escribió- perdona mi pobreza».
Derrotado y exiliado, atravesó también clandestinamente las nieves de Pirineo en alpargata para volver al tajo, a su paleta y a su andamio de albañil, y a las luchas sindicales, no buscando más gloria para sí que la de la paleta. En el exilio, fue traicionado por los suyos e incluso expulsado de su sindicato de toda la vida. Vivió en la más extrema austeridad trabajando en el tajo hasta los 73 años.
Unos años antes de morir tuvo una larga conversación con otro militante obrero, Julián Gómez del Castillo, que le fue a visitar a su casa parisina. Julián era por entonces presidente de la editorial ZYX, editorial cristiana de oposición al franquismo, a la que Cipriano había cedido sus memorias para ser publicadas sin querer cobrar nada. Tras una larga conversación, Cipriano le dijo «Espero morir pronto y que la tierra me dé el calor que me negaron mis mejores compañeros». Julián le respondió: “Ese calor que esperas de la tierra, yo le llamo Dios. Lo tendrás.». «El Dios en que tú crees, yo también creo», contestó Cipriano.
Meditar un rato en silencio sobre la tumba de Cipriano y Teresa es una lección sobre lo más noble de la condición humana. Su tumba, como su vida. El desasimiento total. La entrega sin medida, sin buscar nunca ningún reconocimiento. Así es la vida de muchos de los de abajo. Su desposeimiento total tanto en la vida como en la muerte, es la puerta grande por la que habrán entrado en otro lugar. Estoy seguro que ninguno de los gestos de sacrificio y de servicio de Cipriano y Teresa ha quedado en el vacío. Ese calor de la tierra a la que aspiraba Cipriano, es Dios para los que tenemos fe, y seguro que lo tiene.







Conmueve el ejemplo de Cipriano y Teresa por su coherencia vital, y por un compromiso llevado hasta el final. Es obligación de todas que no se olviden ni sus nombres, ni sus vidas. Gracias por recordarlos. Salud.