Diego Velicia, psicólogo del COF Diocesano de Valladolid
“¿Por qué no venís este domingo a comer a casa?” le dice una madre a su hija recién casada. Ella acepta la invitación. Luego se lo cuenta al marido que lo asume sin problema. Y allá van los dos el domingo.
Esto pasa un día y nada pasa. Pero si el domingo siguiente se plantea la misma invitación e idéntica aceptación y el domingo siguiente la misma, y al otro igual… llegará un momento en que dos comportamientos se habrán convertido en normas que rigen la relación de ese matrimonio con la familia de ella. La primera es que “todos los domingos se va a comer a casa de los padres de ella”. La segunda es que “ella decide acerca de la relación con sus padres y él acepta”.
Estas dos reglas que regirán la convivencia de este matrimonio ficticio (pueden intercambiarse los papeles en el ejemplo ya que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia) no son dos reglas que se hayan hablado en común. No. Son reglas que funcionan de forma implícita.
Nunca se ha hablado de qué hacer los domingos a mediodía. Ninguno de los dos ha expuesto sus deseos ni ha escuchado los del otro. No han barajado alternativas y han tomado juntos una decisión. La costumbre construye esta norma y lo hace de una forma implícita. Nunca se ha hablado de cómo tomar decisiones acerca de las relaciones con la familia de origen. Simplemente se han ido tomando y eso ha construido la norma.
Muchas de las normas que rigen nuestra vida en la familia, en el trabajo, con los amigos… se han construido así, de manera implícita. Esto tiene una ventaja: ahorra mucho tiempo. ¿Os imagináis debatir y llegar a acuerdos sobre cada aspecto de nuestra vida con las personas que nos rodean? Sería agotador. El ahorro de tiempo es una gran ventaja. Pero hay un inconveniente: las normas construidas implícitamente, son mucho más resistentes a los cambios. Y la vida no deja de cambiar.
Volvamos a nuestro ejemplo y supongamos un acontecimiento cambia el orden de prioridades de uno de los miembros de ese matrimonio. Por ejemplo, nace su primer hijo. Y el marido desea pasar más tiempo con su mujer y su hijo, a solas. Y empieza a cuestionar la norma establecida de ir a comer todos los domingos a casa de los padres de su mujer, “¿por qué no nos quedamos este domingo en casa tranquilamente?” Al hacerlo, cuestiona también implícitamente la norma establecida hasta entonces de cómo se regulan las relaciones con la familia de ella.
El cuestionamiento de aquella regla que se estableció implícitamente puede ser tomado por el otro, en este caso la mujer, como una traición a algo que “siempre hemos hecho así”. Y fácilmente se presenta una crisis.
Lo importante de este ejemplo no es cómo resolver la crisis planteada, sino cómo se ha gestado. Pongamos otro ejemplo. Imaginemos una situación en la que un matrimonio, ante su primera discusión, pasa varios días sin hablarse. Un día reinician la conversación sin volver a tratar el motivo de la discusión. Ambos piensan que es mejor así porque existe el riesgo de volver a discutir. Y esta forma de reaccionar ante las discusiones se instaura implícitamente entre ellos.
No es posible hacer explícitas todas las reglas que rigen nuestras relaciones íntimas. Pero hay algunos temas que conviene abordar explícitamente en la pareja: la relación con las familias de origen, el lugar que ocupa el trabajo en nuestra vida, la gestión de la economía, la educación de los hijos y la forma que tenemos de vivir nuestras emociones.