Jaume Funes: «Necesitamos que el sistema de salud mental pase la mitad de su tiempo en la escuela»

Fuente: eldiariodelaeducacion.com

Nos hacemos eco de esta entrevista cuyo tema abordaremos en el próximo curso de Salud mental en jóvenes.

Funes acaba de publicar un libro en el que aboga, a contracorriente, por un abordaje comunitario de la salud mental que humanice a la sociedad y prevalga sobre los “intereses brutales” de la industria farmacéutica y la lógica del mercado. “Es tal el egoísmo de la sociedad –comenta– que si hablas de salud mental comunitaria parece que lo hagas en chino, porque se entiende que el problema es individual y la solución también”.

Jaume Funes (Calatayud, 1947) escribe y habla, y habla y escribe, y cuando las neuronas le dicen basta, entonces pinta. Y todo lo hace con la misma intensidad. En su último libro, Cuando la vida nos duele (Grijalbo), expone su manera de entender la salud mental, porque nadie se escapa de lo que le gusta llamar “los malestares”; la cuestión, sostiene, es cómo se abordan desde una visión integradora y humanística. Funes se presenta siempre como psicólogo, educador y periodista, aunque posiblemente sea muchas cosas más, y en los últimos años se había centrado en la adolescencia, materia en la que se ha erigido en un gran referente. En realidad, nos comenta, este libro es también para él “un intento de salir de la adolescencia”, pero nos acepta que en esta entrevista no lo hará del todo.

Ahora se habla mucho de problemas de salud mental y no sé si el libro nace de la idea de aprovechar esta oleada. Pero lo que no hace el libro es hablar mucho de la pandemia. ¿Usted no compra esta causa-efecto?

El libro no está escrito para aprovechar la oleada, pero sí que está escrito por culpa de la oleada, porque me llaman muchos periodistas y empezaba a estar cansado de responder continuamente sobre si después de la pandemia vírica habíamos caído en la pandemia de salud mental. Y entonces aparecía una cosa muy típica de nuestra sociedad, que afecta muy directamente a la escuela, que es que cada vez que tenemos una dificultad nos inventamos un protocolo, y automáticamente que lo aplique la escuela. Ahora tenemos el del suicidio, y antes hemos tenido el del acoso, la diversidad de género, etc.

Entiendo, pues, que usted no cree que la pandemia nos haya trastocado tanto.

La pandemia tiene un impacto en la infancia y la adolescencia porque, como pasa siempre, las olvida. Es decir, la escuela se cierra, cosa que se podía entender en las primeras semanas, pero posteriormente el 100% de las medidas de protección de la covid olvidan que hay ciudadanos y ciudadanas que son niños y adolescentes, y que tienen unas necesidades singulares, empezando por el desarrollo psicomotor, que implica andar e ir al parque, cosa que no se puede hacer en un piso de 50 metros cuadrados en el que viven 10 personas. Y continuando por el adolescente de 15 años que está enamorado y no puede dar besos. O por el niño que necesita ver como tú, profe, sonríes cuando él entra en el aula, cuando todos sabemos que había quien reclamaba poco menos que dar clase vestido de buzo.

Durante la pandemia yo también tenía necesidades, pero probablemente las mías eran más prescindibles que las de la infancia y la adolescencia, y tenemos que ver como lo vamos compensando. Pero ahora el discurso es: vamos a diagnosticar cuántos problemas tienen estos niños y adolescentes por culpa de la pandemia. Y esto genera una gran presión, sobre todo a la administración educativa, porque ahora tenemos que diagnosticar a todos los chavales sobre si el desarrollo neurológico es el que les toca o si el fracaso escolar ha aumentado.

Han aparecido informaciones que apuntan en este sentido.

Lo sé. La otra parte es que, en realidad, la pandemia lo único que hace es ponernos ante un espejo en el que aparecen todas las complejidades anteriores más o menos agudizadas. Es decir, claro que se suicida algún joven más, pero ya era la principal causa de muerte por accidente en España antes de la pandemia. Y antes no era un tema que preocupara en absoluto. Ahora lo estamos consiguiendo –¡Aleluya!–, pero continuamos teniendo el mismo paradigma: ¿qué hacemos con estas vidas que han decidido que no tiene sentido continuar viviendo? Pues volvemos a lo mismo. Ahora la escuela tendrá un listado de señales de hipotético suicidio para hacer prevención. ¡Hombre! ¿A la escuela le has dado tiempo y herramientas y el encargo de que se pare a escuchar qué explican de su vida los adolescentes? ¿Has tenido tiempo para mirar qué dicen en las redes? ¿Has tenido tiempo para hablar de sentimientos? Si tú tienes tiempo no hace falta que vayas buscando señales y síntomas de un supuesto problema de salud mental.

Y a esto le tenemos que sumar una cosa más que obvia: el sistema de atención a la salud mental era antes insuficiente y desastroso, especialmente en la infancia y la adolescencia. Ahora tienes más recursos, pero en vez de poner en crisis el sistema duplicas la red para hacer lo mismo. Por eso me paso el día repitiendo que más psicólogos y más psiquiatras, solo con una condición: que se pasen la mitad de su tiempo en el territorio donde están los niños y adolescentes. No necesitamos un psicólogo más en la escuela, necesitamos que el sistema que se preocupa de la salud mental pase la mitad de su tiempo en la escuela. O en el espacio joven.

¿Poner a un psicólogo en el instituto? Sí, si se pasa la mayor parte de su tiempo en el patio y la cantina; el error sería convertirlo en un profe más, en otro adulto que pregunta si has hecho los deberes

En todos los institutos hay un psicopedagogo.

Y muchos han acabado dando clase. Cualquier figura que pones ahí la acabas pervirtiendo, y lo mismo podría ocurrir si pones a un psicólogo. Ahora bien, un psicólogo que participe de las discusiones del equipo educativo, que buena parte de su tiempo esté en los patios, en la cantina, que tenga una consulta abierta en el mismo instituto, que permita que los chavales le envíen whatsapps, que puedan ir al CSMIJ… un psicólogo de este estilo sí. El error es convertirlo en un profe más y cargarse la oportunidad de que los alumnos vean que hay otro tipo de adulto que escucha y que no es el que le pregunta si hace los deberes o no.

Hay un momento del libro en el que recuerda que parte de los problemas vienen de las infancias sin infancia, pero por otro lado detecto un punto de escepticismo en relación a la neurociencia.

La neurociencia lo único que intenta explicar es que somos personas que tenemos neuronas en un sistema nervioso, y que sin esto ni nos enamoramos, ni comprendemos, ni tenemos problemas, y lo que le interesa son los circuitos neuronales que explican los procesos de aprendizaje y de desarrollo de la infancia. Pero la misma neurociencia sensata, especialmente el amigo David Bueno, te dice que sin didáctica es imposible que la neurociencia explique nada. Yo no veo ninguna contradicción.

Me refería al hecho de que la neurociencia da tanta importancia a los primeros años de vida. ¿Usted también sostiene que la mayor parte de trastornos de jóvenes y adultos tienen este origen?

Esto es lo que considera el psicoanálisis, según el cual todos los traumas de la infancia reaparecen después. Yo creo que no es así del todo, pero sí que somos personas con memoria, y por tanto cuando aparece una crisis muchas veces lo que hace es remover unas aguas en las que hay barro en el fondo. No creo que estemos condenados a revivir los traumas que hemos tenido, no hay que psicoanalizar a la población para ir a sus malestares, pero sí que hay unas etapas de la vida, especialmente los primeros años, en las que se desarrollan aspectos significativos de la construcción neurológica y de la persona, y que según cómo aparecen agujeros. En estímulos de desarrollo, en carencia de afectos o de seguridad. Estos agujeros después son muy difíciles de reparar, y pueden hallarse tras el adolescente al que le resbala todo o no respeta nada porque se ha pasado muchos años pensando que nadie le quiere. El esfuerzo enorme que supone arreglar esto lo habríamos podido evitar si hubiéramos dedicado un tiempo significativo a la infancia.

Aquí entra la escuela, imagino.

El gran derecho de la infancia es a tener infancia durante los primeros años de vida; por lo tanto, el derecho a tener una educación infantil flexible, diversa, en la que ningún niño sea privado de oportunidades, de posibilidades de relaciones, de descubrir otras vidas… Porque si privamos estas etapas después tenemos vidas jóvenes o adultas en las que nos pasamos el día compensando injusticias producidas cuando no se tenían que producir.

¿Considera un error que la etapa 0-3 no sea de escolarización obligatoria?

Todavía continuamos atrapados con la idea de que hay que escolarizar la infancia. No es trata de esto, ni de estar pendiente de las estadísticas de cuántos niños de 0-3 van a la escuela.

¿Entonces?

Todos los niños, en primer lugar, tienen derecho a liberarse de la familia. A no ser un objeto del hogar. Pero en segundo lugar, a causa especialmente de las desigualdades y la sociedad en que vivimos, en la que padres y madres a menudo no pueden proporcionar aquellos estímulos y aquellas vivencias, también tenemos que hacer posible que los padres y madres tengan tiempos para explicar cuentos a sus críos. Sea como sea, todo niño tiene que descubrir otras miradas, otras criaturas, tiene que ver el mundo de otro modo… esto es clave para que la persona que vendrá después tenga un techo básico de desarrollo. Por tanto, la educación 0-3 tiene que ser universal, obligatoria, flexible, diversa… pero tiene que estar al alcance de todo el mundo, y además es un derecho del niño, no es un derecho de los padres a escolarizarlo.

Queda claro que no le gustan las categorías ni las etiquetas, pero en cambio la depresión, la ansiedad, los trastornos de conducta alimentaria… todo esto no son invenciones, ¿no? Pero leyéndole parece que todo esto lo relativice.

No lo relativizo, sino que intento colocarlo en su lugar. Hemos adoptado un sistema de clasificación con el que nos podemos entender todos los profesionales de la salud mental cuando hablamos, pero este sistema, contrariamente a lo que pasa con otros sistemas de diagnósticos, no se basa en indicadores biológicos, sino en descripciones estadísticas. Por lo tanto, los diagnósticos están bien para entendernos, siempre que aceptemos que son descripciones. Si hablamos de depresión simplemente nos estamos refiriendo al hecho de que esta persona tiene una serie de variables estadísticas compartidas. Pero no nos indica nada sobre la causa o sobre si necesita un tratamiento u otro.

Yo siempre digo que todo adolescente al que le aplicas el sistema de clasificación de la salud mental está para encerrarlo. Porque la inmensa mayoría de las conductas convertidas en síntomas se transforman en una enfermedad. De hecho, los que hacen esta clasificación, conforme van haciendo ediciones nuevas te dicen: “Cada día más parte de la vida está dentro del catálogo”. Por tanto, no es que yo lo relativice, sino que hago una demanda de no olvidar la complejidad.

Que se trata de un tema complejo creo que no hay duda.

Yo insisto en que hay una línea continua, y aquí colocamos a la persona deprimida porque se le ha muerto un familiar, al chaval que pasa de todo, a la chica que carga sobre su cuerpo todos sus malestares, a la persona que el lunes se come el mundo y el martes está hundida… Con tantas conductas humanas colocadas aquí dentro forzosamente lo que no podemos olvidar es la complejidad. Por ejemplo, cuando el profe dice: ¿A éste que le pasa? Tú no le puedes decir: es que el lunes en su casa no hay nadie, el martes tiene que cuidar de su hermana, el miércoles no viene a clase porque tiene que ir a comprar… esto es una descripción de su vida.

¿Y por qué no le puedes decir esto al profesor? ¿Porque no tiene tiempo de conocer todas las vidas de todos sus alumnos?

Es lo que he intentado toda mi vida. Yo me compadezco de los colegas psicopedagogos que tienen que hacer dictámenes que están asociados a ayudas públicas. Yo tengo que poder describir de la manera más rica posible qué parte de la vida de este chaval afecta a su relación con la escuela y el aprendizaje. Pero si te vas al sistema de salud mental, al CSMIJ, y abres el expediente, ahí no te permite poner nada de esto. En la segunda visita como máximo tienes que poner un diagnóstico. Porque si no pones un diagnóstico de la lista no pagan. Y no puedes poner “adolescente que hoy está enamorado y no correspondido”, sino que tienes que poner “trastorno negativista desafiante”. Por eso, si vas a las estadísticas de salud mental el 60% son trastornos límites de la personalidad, porque es el cajón de sastre. En resumen, un diagnóstico sirve si el tratamiento que tienes que aplicar es diferenciado. Si hay una infección tienes que aplicar un antibiótico. Pero detrás de muchos diagnósticos relacionados con la salud mental hay un gran cientifismo y biologicismo, y sobre todo está el gran negocio de la industria farmacéutica.

Sobre esto también le quería preguntar. Usted carga fuerte contra la industria farmacéutica.

Ya me lo dicen, pero es que es así. Si hemos aceptado que lo que somos depende de un sistema nervioso, y que dentro de este sistema hay mecanismos de transmisión neuronales, que son químicos, y hemos aceptado que los podemos modificar, con la palabra y con las sustancias, y que cambiando la química del cerebro cambiamos la conducta de las personas, también tenemos que aceptar un principio, que es que las personas tienen derecho a encontrarse. Pero no podemos llamar a una cosa medicina y a la otra droga. Tenemos drogas de mercado, drogas de farmacia y drogas ilegales. Pero todas son drogas: sustancias que, modificando la química cerebral, cambian la conducta.

En inglés, drugs también quiere decir medicinas.

Hay varias generaciones que han crecido creyendo que para cualquier dolor de la vida tenemos un fármaco que lo puede remediar. Y esto nace del momento en el que las farmacéuticas descubren el mercado de la angustia, cuando se crea el valium y aparece toda la historia de la epidemia de los opioides en EEUU. El libro El Imperio del Dolor explica muy bien cómo se construye una necesidad a partir de los intereses brutales de una industria que lo puede acabar comprando todo. De hecho, ya hace muchos años que la droga que más se consume en España son los psicofármacos, todas las otras han bajado, pero los psicofármacos están en proyección ascendente continúa, porque en realidad la población más drogada son los adultos. Y, siguiendo la lógica del mercado, los fabricantes de benzodiazepinas cada año se inventan algo nuevo para ir vendiendo.

Yo creo que podemos incluso asumir que en determinados momentos de crisis en los que tus habilidades no pueden controlar lo que te ocurre nos podemos ayudar de un psicofármaco, igual como podemos asumir que hay personas a las que fumar un porro en compañía les relaja, pero tienen que aparecer dos cosas que normalmente no aparecen: que el psiquiatra que te prescriba las pastillas te deje el poder a ti para decidir, y que te explique qué te está recetando y sus efectos. Si no, acabamos con vidas condicionadas por intereses de mercado o por poderes profesionales, y aparece este ciclo de dependencia, psíquica más que física, por la que cada vez que la vida me duele necesito una sustancia para seguir.

Todo esto está muy bien, pero ¿qué pasa con los casos urgentes? Le pongo el ejemplo de unos amigos: tienen un hijo adoptado de veinte y pocos años al que a veces le surgen brotes violentos incontrolables y arrasa con todo. Lo han intentado todo, y como que él se iba haciendo grande y fuerte al mismo tiempo que sus padres iban en la dirección opuesta, al final no les ha quedado más remedio que meterlo en una residencia. Y les ha costado encontrarla.

Y supongo que estará hipermedicado. En el sistema de salud mental estos casos son cotidianos. Trabajémoslo. Lo que no se puede hacer en este caso, como a veces pasa, es enseguida colgar una etiqueta que diga “síndrome de alcoholismo fetal”. ¿Y? Quizás fue por el alcohol de la madre biológica o quizás por el abandono, es que el origen nos da igual. La cuestión es cómo demonios arreglamos una estructura neurológica que ha sido dañada. Y hay un elemento clave, de alguna manera este chaval tiene que percibir que no vuelve a ser abandonado ni maltratado. La combinación de estas cosas es una combinación de posibilidades. Al final, con muchos chavales que la lían continuamente –no hace falta que sean adoptados– llega un momento que se tiene que encontrar el paliativo más útil para que él y tú sufráis lo mínimo. Y posiblemente te dices que la solución no es la medicación pero hasta que no se controle mínimamente no queda más remedio que usar una medicación.

En el libro también se refiere a la destrucción de vínculos, que atribuye al sistema económico y cómo condiciona nuestro sistema de vida, puesto que padres e hijos encuentran cada vez menos tiempos para hacer cosas juntos.

Una sociedad que cambia tan aceleradamente a veces se tiene que plantear –no sé cómo ni cuándo–, si la vida que llevamos es, no una buena vida, sino una vida buena. Esta es una sociedad híper individualista, empezando por el drama de la escuela, que mucha gente valora por las notas que le trae su hijo, y no por el hecho de que aquel niño va a relacionarse y convivir con otros niños y a aprender juntos y encontrar maestros que les ayudarán a hacerlo. Es tal el egoísmo de la sociedad que si hablas de salud mental comunitaria parece que estés hablando en chino, o si hablas de escuela abierta no segregadora, ¿de que estás hablando? Porque el resto de fuerzas van en la dirección contraria, se entiende que el problema es individual y la solución también. Por eso en algún momento del libro recupero la idea de que en algunos países como Japón han creado el Ministerio de la Soledad y me pregunto por qué no hacemos un Ministerio de la Comunidad.

Esta es una sociedad que deshumaniza tanto que no puedes pretender que después la gente esté humanizada: ¡estamos dando pastillas para calmar la angustia a personas que previamente explotamos!

¿Y de que se ocuparía?

Pues, entre otras cosas, que cuando la escuela quiera hacer comunidad tenga fórmulas que le permitan hacerlo. Y lo mismo para el profesional de la salud mental que quiere salir de la consulta y hacer un grupo en la residencia de ancianos. El modelo actual es que voy, pido hora, me dan una cita… este modelo para la salud mental no funciona, como no funciona tampoco para la educación.

Además de esto, esta es una sociedad que deshumaniza tanto que no puedes pretender que después la gente esté humanizada. Estamos dando pastillas para calmar la angustia a personas que previamente explotamos. Estas personas, obviamente, no duermen, pero es que a veces no tienen cama. Imagínate la persona que cobra 800 euros, trabaja de sol a sol, y además tiene que cuidar a un anciano con alzheimer, al final estas cabezas explotan. Hay un umbral de sufrimiento a partir del que cualquier persona estalla.

Sobre aquello de la salud mental comunitaria… es que efectivamente me suena a chino y tal vez a algún lector también le pase. ¿A qué se refiere?

¿Qué pretende el aprendizaje-servicio? Que el chaval vea que aquello que aprende no lo hace solo, y que es útil para otras personas. Cuando hablamos de aprendizaje en grupo en realidad estamos diciendo que no es que yo sepa mucho y tengo que ayudar a alguien que trabaja poco, sino que seguramente este tiene unos saberes que tú no tienes, tú tienes otros saberes, trabajáis juntos y vais haciendo. Esto es hacer comunidad.

En términos de salud mental, lo que hacemos con la persona que vive con un profundo malestar es decirle continuamente: tú estás enfermo. Pero, claro, se le tiene que ayudar a descubrir el contexto, porque a menudo lo que nos afecta es una cuestión social y por tanto la lucha que debemos librar es que nosotros como colectivo tengamos los recursos para gestionar nuestra vida. Si una persona está sufriendo para estar sola necesita a alguien que escuche su vida, pero también necesita descubrir otras vidas, tener relaciones. No hablo de una terapia de grupo, sino de descubrir relaciones en la comunidad. Y cuando en la salud mental decimos que a veces nos falta un mínimo de razones para vivir, también necesitamos que algunas de éstas sean razones colectivas. Por eso yo insisto que a veces la mejor terapia es el compromiso social, dar sentido a tu vida en la medida que das sentido a otras vidas.

Toda persona necesita descubrir otras vidas, algunas de las razones que tenemos para vivir tienen que ser razones colectivas y por eso insisto que a veces la mejor terapia es el compromiso social

¿Pero los problemas de salud mental van a más o no? Si se remonta a sus inicios como profesional, ¿qué diría?

Las comparaciones en el tiempo son un poco odiosas. Si yo en 1974, cuando trabajaba en la calle o en la escuela de FP, aquel 30-40% de adolescentes que eran claramente disociales, es decir, que no encajaban, les hubiera puesto una etiqueta, la estadística habría sido brutal. Habríamos podido decir que uno de cada tres jóvenes estaba perdido en una sociedad en la que las reglas educativas del mundo rural habían estallado en un mundo urbano, en una ciudad como Cornellà que pasaba de 60.000 a 100.000 habitantes en 10 años. Podemos hacer las comparaciones numéricas que queramos. La realidad es que cada época tiene sus malestares y sus dificultades, y objetivamente hoy en día tenemos un volumen importante de dificultades afectivas, emotivas, vitales, de convivencia y de relación, que explotan en los adolescentes, sobre los que lo único que queda claro es que no les hemos prestado mucha atención y tenemos que buscar alguna forma de hacerlo. Porque, más allá de las estadísticas, sí que hay un grupo especialmente importante de personas que malviven en sí mismas, que no encuentran estructuras con las que ser escuchadas y recibir respuestas a estos sufrimientos. Por ejemplo, yo siempre he estado en contra de aceptar que aumentan los trastornos de alimentación. En todo caso, aumenta el número de chicas que solo tienen su cuerpo para expresar su malestar. Y, además, ellas lo dicen: la única manera que tengo de decir lo que me está pasando es hacerme daño.

En el libro se refiere a una especie de “narcisismo moderno” para explicar alguno de estos males, y este sí que sería un fenómeno actual, que nace de la sobreexposición en las redes sociales.

Siempre hemos sido personas que necesitamos la aprobación del otro. No somos solo lo que decimos que somos, sino lo que el otro dice que somos. Y cuando hemos ayudado en el tema de la autoestima, o de la construcción de la identidad, o en el tema de situarse en el mundo, siempre hemos tenido que gestionar el qué soy y qué no soy yo, y qué dice el otro que soy. Un universo de referencias que en el caso del adolescente es especialmente impactante, porque necesitas ser y sentir aquello que los otros, que son como tú, sienten que eres. Cuando llega el mundo digital-virtual lo que seguramente se disloca es la proporción. Si antes para ser yo necesitaba un 30% de aceptación del otro, quizás en este momento es el 70 o el 80%. La dependencia en la identidad de lo que dice otro se ha vuelto exponencial. ¿A qué conduce esto? Al hecho de que cuando ayudas a un adolescente, igual que antes intentabas ayudarle a relativizar el impacto de los otros, ahora todavía tienes que ayudar más. A los padres y madres siempre les digo lo mismo: recuerda cuando tenías 15 años, ¿cuántas veces ibas del armario al espejo antes de salir a la calle? Pues los espejos de ahora hablan. Tú te haces un selfie y cuando tengas cinco likes ya puedes salir a la calle. Tienes un espejo que te está interactuando continuamente, la clave es saber mirar al espejo.

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