Don Luis J. Argüello García, arzobispo de Valladolid.
Naciones Unidas promueve el 7 de octubre una jornada llamada “en favor del trabajo decente”. Desde hace 10 años una plataforma eclesial española, ‘Iglesia por el Trabajo Decente’, constituida por Cáritas, Confer, Justicia y Paz y tres movimientos de la Acción Católica especializada —HOAC, JEC y JOC—, se une a esta campaña tratando de sensibilizar a la comunidad cristiana y a la sociedad sobre la importancia del trabajo como expresión de la dignidad humana y su contribución al bien común. Lo que la Iglesia aporta a esta jornada mundial tiene que ver con su propia Doctrina Social, que afirma con fuerza la dignidad humana. Desde esta sagrada dignidad de cada persona, varón y mujer, se va afirmando la dignidad de aquello que vive y realiza. La dignidad también de las actividades que resumimos en la expresión trabajo: unas, remuneradas a través del salario; y otras, sin una remuneración directa, pero que la sociedad ha de reconocer para que pueda producirse una compensación, llamémosle, indirecta.
Sí, es la dignidad humana la que está en juego cuando las condiciones laborales, la seguridad en el trabajo, salarios insuficientes o la falta de posibilidad de poder desempeñar un trabajo la ponen en riego, y surge así esta expresión “trabajo decente”. La Iglesia sugiere que es la dignidad de la persona la que está en el centro y la que da dignidad a todo aquello que realiza, y también reconoce esta dignidad amenazada con las condiciones indecentes que se producen tantas veces en el mundo del trabajo.
También la Iglesia ofrece como referencia el bien común. Si la dignidad hace que afirmemos el derecho al trabajo y éste en unas condiciones que hagan que podamos decir que se trata de un trabajo decente, el bien común, por el contrario, se dirige a cada uno de los trabajadores, recordándoles también su responsabilidad en la construcción del bien común a través de la actividad que realizan en las diversas empresas o lugares donde desempeñan su trabajo. Esta referencia hace que nos planteemos, en primer lugar, que hay muchas personas que quieren trabajar y no pueden; esto tiene que ver con una situación general de la economía. Hay, por el contrario, puestos de trabajo que existen y no encuentran candidatos para poder desempeñarlos. A veces, por falta de formación; otras veces porque las condiciones salariales o laborales que se ofrecen ni son decentes ni logran atraer a personas. Pero también, reconozcámoslo, hay un estilo de vida y unas expectativas en nuestra sociedad, especialmente entre los candidatos al trabajo más jóvenes, que hace que se rechacen muchos puestos de trabajo. Incluso, surge un movimiento de entender la propia manera de vivir, la autonomía, la libertad de moverse de acá para allá, junto al elogio desmedido de la autorrealización personal, que todo ello provoca que haya personas que rechacen la contribución al bien común asumiendo tareas y trabajos.
Dignidad y bien común nos sirven para situar el camino del trabajo decente, pero, además, la Iglesia, ofreciendo estos dos polos ya tantas veces citados del bien común y de la dignidad, establece un criterio para poder organizar el mundo del trabajo en nuestra era. Es lo que San Juan Pablo II llama en ‘Laborem exercens’ la prioridad del trabajo sobre el capital. Traducir este principio no es sencillo porque vivimos en una economía globalizada en la que el capitalismo mundial establece a veces estrictas condiciones de juego, pero es bueno que, en esta permanente aportación que los cristianos quieren realizar a la sociedad en la que viven, recordemos permanentemente esta prioridad.
El trabajo, además, ha de hacer posible que la familia se constituya y que los matrimonios abiertos a la vida no encuentren en la falta de trabajo, en las condiciones laborales o en la dificultad para acceder a la vivienda un motivo para no poder transmitir la vida a una siguiente generación; por eso también San Juan Pablo II en ‘Laborem exercens’ ofrece la categoría de salario familiar con el reconocimiento del trabajo remunerado de algunos de los miembros del matrimonio y también del trabajo no remunerado, pero tan importante, del cuidado de la familia, el cuidado de los hijos y de su educación para ayudarlos en su crecimiento y desarrollo integral como personas.
Son muchos, pues, los factores que entran en juego a la hora de promover el trabajo decente. Es, sin duda, una oportunidad en este comienzo de curso para volver a caer en la cuenta de lo que significa para los laicos católicos la vivencia de la caridad social o política. Además, el 7 de octubre es el día de la Virgen del Rosario, una fiesta instituida en el siglo XVI para conmemorar la ayuda de la Virgen para lograr una victoria.
Que podamos también ahora lograr una victoria sobre las condiciones indecentes de trabajo, sobre los atentados a la dignidad humana y sobre la quiebra del bien común; que María y sus actitudes nos ayuden a todos para comprometernos en favor de la dignidad, del bien común y del trabajo decente.