Esther Mateo
África. Congo. Robo. Explotación. Esclavos. Minerales. Riqueza. Naturaleza desbordante. Con un río de los más largos del mundo. Mucha gente. Ciudades desbordadas. La mitad de su población es menor de 18 años. Capitalismo. Caucho. Neumáticos. Cobre. Armas. Coltán. Tecnologías. Guerras. Petróleo. Coches eléctricos. Cobalto. Dictaduras. Corrupción. Niños soldados. Niños explotados en las minas sacando cobalto. Dolor.
Y ahí, en ese lugar, que es inmenso, en ese país en el que lo normal es sufrir, nos encontramos con personas como Denis Mukwege. Nobel de la Paz en el 2018. Pero los premios, como él mismo dicen, dan igual. Lo único por lo que importan es porque dan a conocer un problema, y en este caso hablar de Denis Mukwege es hablar de las mujeres del Congo.
Denis Mukwege es médico y repara a las mujeres que llegan a su hospital, Panzi. Sí, las repara porque llegan rotas. Rotas por dentro física y mentalmente. No las trata como víctimas, las trata como supervivientes. “La víctima sufre por su pasado, la superviviente mira hacia el futuro.” Tuvo clara su vocación desde pequeño cuando fue consciente de que los médicos salvaban vidas. Ha podido trabajar tranquilamente en Europa, con la comodidad de los países privilegiados, pero Mukwege ha tenido claro que su lugar era estar con su gente, con miles de mujeres que llegan a su hospital totalmente destrozadas. Violar y atacar a las mujeres es una manera muy barata de hacer la guerra y así lo denuncia cada vez que tiene una oportunidad para hacerlo. Vive en amenaza permanente. Una persona así es muy peligrosa. Aunque sus armas sean una bata blanca, su amor a los demás y su trabajo.
“El Hospital de Panzi es un lugar de paz en el que todo el mundo es bienvenido y en el que continuaré haciendo mi trabajo. Jamás dejaré de predicar la paz. Voy a responder al odio con más amor, para mostrar que el mal nunca vencerá. Trasmitir amor para mí es cuidar de los enfermos y darles esperanza.”