Fuente: Salud, dinero y atención primaria, Juan Simó, médico de famlia.
Condiciones de vida que hagan que ésta merezca la pena ser vivida: tarea de políticos, no de médicos.
La medicina ha querido «prevenir» durante tiempo alrededor de los «factores de riesgo» y los «estilos» de vida. Que si el colesterol, el PSA, la osteoporosis, el ejercicio físico regular, las revisiones ginecológicas, la comida sana,… especialmente en los países más desarrollados, bien alimentados, con mayor renta y esperanza de vida. Quienes no lo aprendieron con la crisis financiera de 2008 tienen ahora una segunda convocatoria. Una pandemia y una guerra en Europa para que lo aprendan definitivamente: no son los «estilos», son las «condiciones» de vida (aquí). La crisis de 2008 y las políticas de austeridad aplicadas aumentaron el sufrimiento y la desigualdad social. Las consecuencias asociadas al modo de enfrentar las crisis económicas nos muestran que la mayor parte del malestar o sufrimiento emocional es exógena y de causa social. Y no se soluciona con más médicos o psicólogos, ni con más medicamentos. Los políticos tienen más capacidad de evitar estas consecuencias que los médicos de tratarlas. Los problemas de acceso a un trabajo o vivienda dignos, o los derivados de la imposible conciliación entre el trabajo y el cuidado de pequeños o mayores, orígenes de mucho del malestar emocional prevalente, tienen más posibilidades de resolverse con el BOE en la mano que blandiendo el Vademecum. Por supuesto que hay una parte endógena del malestar emocional que ha de orientarse a la atención médica pero es la menor. Si se aminora el estado del bienestar con unos enjutos servicios sociales, una atención primaria rayana en la beneficencia y una parte creciente de la población atrapada en la precariedad laboral y económica, sin posibilidad de conciliar familia y trabajo, ¿cómo no va a aumentar el malestar emocional? Como dice Marta Carmona en esta recomendable entrevista (aquí), «la gente necesita una seguridad económica, una estabilidad laboral, un mercado que no sea expulsivo, una serie de condiciones de vida que hagan que ésta merezca la pena ser vivida«. Son los políticos los responsables de que esas condiciones de vida se den, para eso les pagamos. Por eso he creído importante difundir, con el permiso de su autor, el siguiente artículo de Abel Novoa titulado «Desmedicalizar el malestar emocional», publicado hace pocos días en prensa local e inaccesible al no suscriptor (aquí).
«la gente necesita una seguridad económica, una estabilidad laboral, un mercado que no sea expulsivo, una serie de condiciones de vida que hagan que ésta merezca la pena ser vivida«
Marta Carmona
Desmedicalizar el malestar emocional, Abel Novoa
Coordinador Nacional del Grupo de Trabajo de Bioética de la Sociedad Española de Medicina de Familia y Comunitaria
En los últimos días se repiten titulares acerca de que el 40% de las personas en la Región tiene problemas de salud mental o sobre el incremento de la utilización de medicamentos psiquiátricos. Inmediatamente el gobierno señala su apuesta por un plan de salud mental para incrementar los recursos asistenciales. Es la conocida estrategia política del enmarque que pretende controlar el debate. Al reforzar el mensaje de que el sufrimiento en un asunto íntimo, personal y privado se evita que se hable de la importancia del contexto social que lo favorece o, directamente, provoca. Determinantes sociales, con indicadores a la zaga de España, como el nivel educativo, tasas de abandono escolar o pobreza, precariedad laboral o habitacional, destrucción del entorno natural y contacto con tóxicos de todo tipo, discriminación (por género, raza u orientación sexual), oportunidades de participación política y comunitaria, sedentarismo, etc. son, todos, factores relacionados con la salud mental de las poblaciones y susceptibles de mejora mediante políticas.
La medicalización del sufrimiento aminora la responsabilidad del gobierno y contribuye a empeorar la catástrofe social que estamos viviendo. La administración cuenta con poderosos aliados como son ciertos estamentos corporativos profesionales, las empresas farmacéuticas o el poder industrial y económico. Porque todos ganan con una población infantilizada que se haga dependiente de expertos; con personas desactivadas políticamente, (auto)culpabilizadas por débiles y estigmatizadas, debido a su incapacidad para la adaptación, por una sociedad individualística creyente en el mito, mil veces refutado, del esfuerzo y el mérito. Los poderosos ganan con miles de personas adecuadamente controladas a través de la culpa, enganchados masivamente al juego y otras drogas, legales e ilegales, con capacidad para cronificar la sintomatología, generar dependencia y modular los impulsos emancipadores colectivos mientras se mantiene la productividad laboral.
Qué ocurriría si desde la administración y los expertos se lanzara el poderoso mensaje empoderizador de que el malestar emocional está socialmente determinado y tiene, por tanto, soluciones fundamentalmente políticas de las que hay que dar cuenta; si se trasmitiera que el sufrimiento y la frustración es una parte importante de la vida y que los recursos familiares, sociales y comunitarios informales suelen tener mejores resultados en el medio plazo que los especializados y farmacológicos; si se comunicara que las enfermedades mentales no son entidades biológicas con una causa orgánica y que en nada se parecen a otras patologías como la diabetes o el infarto que siempre se benefician de una intervención experta; si se dijera que los diagnósticos psiquiátricos son consensos de expertos, no entidades objetivas, que progresivamente han ido ampliando sus criterios categoriales, debido a intereses de todo tipo, con la consecuencia trágica de que, aparentemente, cada vez hay menos personas sanas mentalmente.
El sufrimiento emocional tiene fundamentalmente causas sociales, no individuales. Se generan falsas esperanzas cuando se trasmite la idea de que serán los medicamentos, y no la lucha feminista, los que ayudarán a los miles de mujeres adictas a los ansiolíticos mientras asumen trabajos menos remunerados fuera de casa y asimétricos dentro. Las personas somos constitutiva y emocionalmente resilientes. Hay que decir con claridad que la demanda generalizada de asistencia profesional para atender, por ejemplo, a las víctimas del volcán de La Palma es potencialmente dañina y carece de base científica. La intervención psicológica genera daño cuando es innecesaria al re-traumatizar a los afectados cuando se les hace tomar conciencia del estrés que se está experimentado y se les genera una expectativa de potenciales síntomas secundarios; cuando se escarba en sentimientos que pueden aumentar el malestar y dificultar el normal procesamiento emocional, necesitado de un “timing” basado, con frecuencia, en el distanciamiento y el olvido.
Los profesionales sanitarios tenemos que dejar de ser “colaboracionistas”. Tenemos la obligación ética de, en la consulta, ser parte activa de un movimiento de emancipación ciudadana mediante estrategias de acompañamiento no intervencionista, siempre que se pueda, controlando nuestra simplificadora pulsión asistencialista. Ante un problema emocional que demanda ayuda profesional hemos de preguntarnos si considerarlo una enfermedad va a ocasionar más beneficios que perjuicios. Si honestamente consideramos que la medicalización conlleva mayores riesgos, hay que desvincular el problema y su solución del ámbito sanitario; intentar que la problemática que cuenta la persona se circunscriba a su ámbito cotidiano saludable; legitimar y normalizar la carga emocional y su utilidad. Se trata de trasformar el rol de enfermo pasivo por el de una persona con problemas, pero con capacidad y recursos, personales y comunitarios, para enfrentarlos. Hay que mejorar la atención a los síntomas mentales graves, pero con más intervenciones grupales y sociales, con menos medicamentos y más cuidados y apoyo. Los profesionales, fuera de la consulta, hemos de asumir nuestro rol de abogacía social y denunciar que las causas últimas del malestar emocional son políticas y no médicas. Resignificar el sufrimiento devuelve a la sociedad su capacidad para cambiarla y eso, para muchos, es peligroso.