Autora: Irene Vallejo
Fuente: milenio.com
Una y otra vez, aquí y allá, escuchamos el dogma del credo motivador: si quieres, puedes. La frase llega revestida de optimismo, dispuesta a inyectarnos energías y furia luchadora. Esta oda universal a la fuerza del esfuerzo promete abrir las puertas del dinero, los logros, el cuerpo perfecto, el reconocimiento de los demás. A condición de perseverar, haremos realidad nuestros deseos. Y sin embargo…
Basta mirar alrededor para comprobar que las consignas del pensamiento positivo cierran los ojos a muchas realidades inquietantes. Que no siempre el empeño recibe su recompensa. Que la precariedad nos aleja de nuestros sueños. Que en ocasiones los vientos del azar o la salud soplan en contra. Que a veces chocamos contra muros más altos que nuestras fuerzas. Que no somos culpables de todos nuestros tropiezos. Homero describe en la Ilíada el derrumbamiento de Aquiles, el más valioso y esforzado de todos los guerreros griegos. Furioso por las ofensas del general Agamenón y hundido en el desánimo, el hijo de la diosa Tetis se retira del combate. Nadie discute que es el mejor de todos los combatientes. Ha sacrificado nueve años de su juventud en una guerra interminable, sin escaquearse jamás de los jamases. En ese instante, frustrado y desfondado, entre lágrimas, se ve a sí mismo “como un peso inútil sobre la tierra”. Quien no se haya sentido así alguna vez en la vida que arroje el primer libro de autoayuda. Toda la parafernalia del optimismo mágico coloca la responsabilidad en los hombros de cada cual, y es poco comprensiva con quien lo intenta pero fracasa. Aquel que no alcanza la meta no se ha esforzado lo suficiente. Mientras tanto, sube enteros el prestigio del sacrificio, la espiral obsesiva y la autoexplotación. Escuchamos la melodía huidiza del éxito, nos dejan entrever la tierra prometida del triunfo, pero antes —nos dicen— hay que atravesar los desiertos de la presión y la exigencia extrema. La película Whiplash, dirigida por Damian Chazelle, explora la obstinación malsana en este enfermizo culto por la superación. El joven Andrew quiere destacar en un elitista conservatorio de música. El profesor que dirige la mejor banda de jazz del centro somete a sus alumnos a una catarata de insultos, lanzamiento libre de objetos contra sus cabezas, ataques de furia y patadas al mobiliario, con el supuesto fin de extraer lo mejor de sus estudiantes. Allí todos asumen que la gloria exige soportar dolorosas privaciones e incluso la humillación más degradante. Como repetían en aquella icónica serie de los ochenta: queréis la fama y este será el lugar donde empezaréis a pagar por ella. En sudor, como la maldición bíblica. Hoy, sus herederas contemporáneas, las academias televisivas de talentos, reclutan a jurados cuya misión es recitar los mismos estribillos con actitudes asombrosamente denigrantes. Hay que darlo todo, triunfar a cualquier precio, luchar hasta la extenuación. Esas nuevas formas de ascetismo y penitencia provocan patologías de la voluntad —la vigorexia, la anorexia o la bulimia— que abrazan cada vez más jóvenes con la esperanza de conquistar esa promesa de perfección. Y en nombre de esta competición solipsista se olvidan otras motivaciones poderosas como la alegría y la colaboración que —oh, sorpresa— suelen ofrecer mejores resultados. En la mitología griega, el rey Erisictión cometió uno de los más antiguos delitos ecológicos al talar unos árboles sagrados. Los dioses le castigaron con un apetito insaciable. Nada calmaba su ansiedad por comer: dedicaba todas las horas del día a tragar todo lo que encontraba en su camino. Atormentado, acabó devorándose a sí mismo. El desorden del hambre es una metáfora de la desazón que nos corroe. Si dedicamos demasiadas energías a imponernos una disciplina despiadada, nos convertimos en el mayor obstáculo para mirar más allá de nosotros mismos, respirar, aprender y disfrutar. Ninguna persona debería estar dispuesta a morir por la perfección o desvivirse hasta olvidar la vida. Quien se deja engullir por las obsesiones, no tiene energías para salir a comerse el mundo.