Francisco Rey Alamillo
El pasado 11 de julio de 2025, la escritora y columnista Ana Iris Simón anunciaba en su cuenta de X (antes Twitter): “Mi columna de mañana en El País no saldrá publicada porque el medio así lo ha decidido.” La denuncia pública de Simón podría provocar su despido. Cristian Campos, jefe de Opinión en El Español, reaccionó así: “pocas veces he tenido tantas ganas de leer una columna como en esta ocasión” y Rebeca Argudo, periodista en ABC escribió: “Joder, cómo está El País (y el país)”.
¿Qué se censura hoy?
Desde su irrupción pública con Feria (2020), Ana Iris Simón ha sido una voz incómoda. Ha defendido ideas que molestan al pensamiento único: Habla bien de la familia solidaria y de la maternidad. Habla de Dios sin pedir perdón. Critica una izquierda que abandonó al pueblo. Defiende la vida y es contraria al aborto. Rescata valores del mundo obrero, del campo, de los barrios. Y denuncia la precariedad estructural disfrazada de “modernidad”.
Crítica con los dogmas de la izquierda acomodada, con la desigualdad creciente, con el abandono del mundo rural y el vaciamiento espiritual de nuestra época. Su mirada, enraizada en una sensibilidad popular, no es la que suele dominar en las redacciones de los grandes medios de comunicación. Y eso, al parecer, empieza a ser demasiado.
Ana Iris Simón nacida en Campo de Criptana, Ciudad Real se declara conversa al catolicismo: «Yo vengo de una familia no sólo atea, sino atea militante. Yo siempre digo que el ateísmo es una religión proselitista, porque no sólo no creen en Dios, sino que quieren que el resto no creamos»,
Eso no cuadra con el “progresismo de plató” de El País. Un progresismo de élite, que desprecia al pueblo cuando piensa con cabeza propia. Que aplaude la libertad… siempre que no desafíe el guion.
La dirección de El País, bajo Jan Martínez Ahrens, ha evitado justificar públicamente la decisión de censurar su columna. De momento, el artículo sigue sin ver la luz. No ha sido filtrado, ni comentado oficialmente. Pero lo que se censura no es solo una página de opinión: es el derecho del lector a oír otra voz. La pluralidad no puede ser selectiva. O lo es, o no lo es.
No es la primera vez que un medio silencia. Pero en este caso, el escándalo es doble: por la censura y por la hipocresía. Porque El País lleva décadas vendiéndose como adalid de la democracia, la pluralidad, los derechos y la libertad. Pero bajo esa máscara editorial, lo que late es otra cosa: intereses económicos, alineación ideológica elitista y una alergia profunda a cualquier disidencia real.
¿Quién manda en El País?
El País pertenece al Grupo PRISA, controlado en buena parte por fondos de inversión como Amber Capital, con sede en Londres y vínculos con grandes bancos y grupos energéticos. Su exdirector, Juan Luis Cebrián, pasó sin pudor del periodismo a los consejos de administración de grandes multinacionales. Nada nuevo: la línea editorial de El País siempre ha estado subordinada a los intereses del poder especialmente con el Banco de Santander.
En 2021, el fondo londinense Amber Capital —dirigido por el francés Joseph Oughourlian—que controla el 60% del capital. Además, bancos y fondos (Santander, Caixa, HSBC, BNP, etc.) entraron a través de conversión de deuda en capital, representando aproximadamente el 15 %. ¿Y qué significa eso? Que introduce un sesgo clarísimo hacia intereses financieros y bancarios. Las decisiones editoriales se alinean con los intereses de los mercados financieros, de la UE más neoliberal, de las cúpulas políticas globalistas. Que si incomodas a la agenda oficial —aunque sea desde el humanismo, la fe o la crítica social—, te limpian con una sonrisa progresista.
Pero esto no es nuevo. El País ha sido, desde su fundación, el órgano oficioso del sistema de poder surgido de la Transición. Su cofundador, Jesús Polanco, amasó fortuna con favores políticos. Su mano derecha, Juan Luis Cebrián, no solo dirigió el diario, sino que formó parte del Club Bilderberg, esa oscura red de influencia donde se alinean banqueros, CEOs de multinacionales, primeros ministros y arquitectos del nuevo orden mundial.
Sí, El País, que se vende como el bastión del pensamiento libre, siempre ha estado al servicio del poder globalista. Ayer con Polanco y Cebrián. Hoy con Amber Capital y su agenda internacionalista. Dicen defender al pueblo, pero se sientan con quienes deciden sobre nuestras vidas sin que les votemos.
Eso no cuadra con el “progresismo de plató” de El País. Un progresismo de élite, que desprecia al pueblo cuando piensa con cabeza propia. Que aplaude la libertad… siempre que no desafíe el guion.
Hipocresía sin rubor
El mismo medio que dice defender la “diversidad de ideas” y la “libertad de prensa”, silencia una columna sin explicaciones. El mismo diario que se rasga las vestiduras por las libertades en otros países, calla a sus propios colaboradores cuando no sirven al relato. ¿Es libertad de expresión si solo publicas lo que aprueba el Consejo de Administración?
Esto no es nuevo. Ya expulsaron o marginaron a Fernando Savater, a críticos culturales, a analistas que incomodaban. No por ultraderechistas, sino por libres. Porque el verdadero problema de El País no es la derecha ni la izquierda que hacen juego con el mobiliario. Es el miedo a la libertad de quien se sí se enfrenta al sistema.
¿Qué nos jugamos?
Lo que ha pasado con Ana Iris Simón no es un caso aislado. Es un síntoma. Un medio que presume de democracia, pero censura al discrepante, traiciona su misión más sagrada. Porque el periodismo, si no es libre, es propaganda.
La censura —cuando se da en las democracias formales— rara vez es explícita. Opera por omisión, por exclusión selectiva, por silenciamiento estratégico. Y el lector, acostumbrado a recibir sin cuestionar, ni siquiera nota lo que ya no le dejan leer. Quieren una izquierda domesticada, sin raíces ni preguntas. Un feminismo de eslóganes, no de maternidades reales. Una espiritualidad de museo, no de calle.
Y frente a eso, la voz de Ana Iris Simón representa un peligro: piensa por cuenta propia. Habla desde la experiencia, no desde la cátedra. Y eso no se perdona.
Ana Iris Simón no escribe para agradar. Ni para encajar. Su prosa rural, obrera, materna, cristiana, ha puesto nerviosos a quienes creen tener el monopolio del relato. Su crítica no es reaccionaria: es profundamente humana. Y por eso molesta.
Se trata de si los grandes medios están al servicio de una ciudadanía plural o de una élite ideológica que define qué es aceptable pensar y qué no. Es el derecho a la pluralidad, sin pedir permiso al Club Bilderberg.
Que no te callen
Presumen de feminismo, pero censuran a una mujer que piensa por sí misma. Presumen de periodismo ético, pero están al servicio de fondos especulativos, bancos y lobbies energéticos.
Por eso no basta con indignarse. Si dejamos que los grandes medios decidan qué voces merecen ser escuchadas y cuáles deben ser borradas, renunciamos a nuestra soberanía como ciudadanos. Se trata, en definitiva, de la salud democrática de un país.
Hay que señalar a los que disfrazan de progresismo su pacto con los poderosos. A los que en nombre de la “agenda democrática” venden la libertad al mejor postor. No están defendiendo la izquierda. Están defendiendo un negocio. Y si hace falta callar a los que piensan, lo harán. Como ahora.
¿Qué podemos hacer?
Como lectores, tenemos más poder del que creemos. Podemos exigir explicaciones. Podemos abandonar los medios que censuran. Podemos crear y apoyar espacios nuevos, verdaderamente libres. Podemos leer con espíritu crítico. Podemos, sobre todo, no callarnos. Podemos organizar la esperanza de una sociedad más justa, libre y solidaria. Porque si dejamos que censuren una columna sin decir nada, mañana nos censurarán la conciencia entera.





