Imagínate, amigo lector, esta situación: Trabajas para una empresa en la que has intentado mejorar las cosas, has protestado alguna vez por las condiciones laborales y después de un tiempo de sufrir acoso por parte de tu jefe intentando que te fueras de la empresa, te han despedido de forma fraudulenta, los compañeros de trabajo no te han defendido y has perdido el juicio contra la empresa, con lo cual te echan sin indemnización alguna.
Vas por la calle con todo eso que acabas de vivir dándote vueltas en la cabeza y el corazón. Te encuentras con un amigo. Os saludáis y te dice: “Fíjate, me ha contado un amigo, que tenía un compañero en la empresa, que había intentado mejorar las cosas y había hecho alguna protesta sobre las condiciones laborales y la empresa, después de hacerle acoso laboral le han despedido…” Y empieza a contarte tu propio caso sin saber que eres tú el que ha sufrido toda esa injusticia, que tú eres la víctima.
¿Cuál sería tu reacción en cuanto te das cuenta que se refiere a ti sin él saberlo? Me atrevo a asegurar que la más frecuente sería hacerle la pregunta que titula este artículo “¿A mí me lo vas a contar?” E inmediatamente le interrumpiríamos para contarle nuestra versión con todo lujo de detalles, con un tono de “espera que te lo voy a explicar yo, para que te enteres bien”.
¿Cuántos serían capaces de escuchar al amigo hasta el final? ¿Cuántos serían capaces de no interrumpirle?
En los días de Pascua se suele leer el encuentro de Jesús con los discípulos camino de Emaús (Lucas 24, 13-35) ¡Qué sorprendente es la actitud de Jesús con los discípulos! Los discípulos le preguntan si no sabe lo que ha pasado en Jerusalén los días atrás ¡¡¡al que lo ha padecido!!! Y el que lo ha padecido no les interrumpe ¡¡¡les escucha!!!
- ¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!
- ¿Qué cosa? – les preguntó.
Los discípulos le cuentan con todo lujo de detalles: “Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso (…) y cómo nuestros sumos sacerdotes y jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. (…) ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros (…) fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les había aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron”.
Cuando terminan de contarle Jesús les responde. Pero espera que terminen, les deja que le cuenten. Les escucha aun cuando sabe mucho más que ellos de eso que le están contando.
Si cualquiera de nosotros hubiéramos sido Jesús, los discípulos de Emaús no habrían pasado de la primera frase:
- Lo de Jesús, el Nazareno…
- ¿A mí me lo vas a contar? – hubiéramos dicho.
Sin embargo, Jesús les escucha. Y cuando una persona escucha a otra, permite que su corazón se vaya abriendo.
¿Cuántas veces los padres no dejamos terminar de hablar a nuestros hijos porque “de eso sabemos más que ellos”? ¿Cuántas veces alguien nos está contando algo y le interrumpimos porque “no tiene ni idea de cómo fueron las cosas”? ¿Cuántas veces el marido o la mujer interrumpen al otro porque “ya sé lo que me va a contar”? Cada vez que hacemos eso, contribuimos a que el corazón del otro se cierre un poco y nuestra alma se estreche. Escuchar es amar. Como dijo aquel cantante: Ama ¡y ensancha el alma!
Diego Velicia, psicólogo del COF Diocesano