Doce hombres sin piedad

Ana Sánchez

No pasó mucho tiempo entre el estreno teatral de la obra de Reginald Rose en 1954 hasta su adaptación al cine en 1957. En esos tres años ¿cuántos juicios se habrán celebrado y cuántos con jurado? Y podríamos formular esta misma pregunta desde el estreno de la película de Sidney Lumet hasta nuestros días y ampliarla a los que se seguirán celebrando en el futuro.

Un juicio, mejor dicho, la deliberación de un jurado respecto a la culpabilidad o inocencia de un acusado, es la trama principal de esta película, que se desarrolla casi íntegramente dentro de una habitación. En este escenario, en ocasiones agobiante y claustrofóbico, doce hombres, de diversas edades y condiciones, deben llegar a un acuerdo, un acuerdo del que depende la vida o la muerte de una persona. Y es dentro de este marco donde se hace posible la aparición de una duda razonable, una duda que se encuentra inmersa en el entramado de sistema judicial ya desde el derecho romano: “in dubio, pro reo”, una duda que demasiadas pocas veces aplicamos también en nuestra vida cotidiana, haciendo prevalecer en muchas ocasiones nuestros prejuicios y condenas previas a todo aquello que no está en consonancia con nuestra forma de ver las cosas.

El primer paso que se plantea en esta hora y media de deliberaciones es la duda, pero esto carecería de sentido si no fuera seguido de un diálogo. El diálogo se va ampliando poco a poco, desde una especie de cerrazón inicial a la aceptación del mismo: desde la propuesta inicial del protagonista, Henry Fonda, a la aceptación por parte de otro de los otros miembros del jurado, que toma también en consideración la premisa de la duda. Poco a poco se van desgranando las personalidades de cada uno de los doce hombres, reflejo de la sociedad y con los que fácilmente podremos identificarnos en algún aspecto, en algún momento… o en varios de ellos: escucha, prepotencia, inamovilidad, complejos, resentimiento,…

Uno de los retos fundamentales que se plantea es el de ser capaces de pensar con cabeza propia, por encima de lo que puedan decir los demás, aunque sean mayoría e incluso superando las propias ideas preconcebidas que podamos tener, por encima de resentimientos o de tolerancias superficiales. Prejuicios, intereses, influencias,… ejercen una gran presión, tanto sobre la persona como sobre la sociedad en su conjunto; las evidencias, no siempre reales, también las aparentes, ayudan a otorgar credibilidad a decisiones que pueden tener un aspecto más o menos trivial.

En este caso, no se trata de ninguna manera de una cuestión menor: lo que está en juego es la vida de una persona y la única herramienta de la que se dispone en este juicio es la de la duda. Desde ahí, el jurado Nº 8 va desmontando el muro de certezas propio y ajeno, analizando argumentos y cuestionando posturas enquistadas, hasta llegar a hechos objetivos, sobre algunos de los cuales se había pasado por encima durante el juicio y que cobran tanta importancia como la que puede suponer la diferencia entre la vida y la muerte.

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