Fuente: elespanol.com
Autor: Hasel-Paris Álvarez Martín
Primero, una definición. El socialismo nace como la exigencia de distribuir entre el pueblo (sociare) la propiedad que unos pocos concentran en sus manos. Su planteamiento es que existe una guerra del capitalismo contra los trabajadores y que el primero crece a costa de los últimos.
Hasta aquí, el lector puede estar ideológicamente de acuerdo o no. Es posible que se identifique más con la derecha: que todo acabe siendo propiedad de Facebook o de Amazon es lo natural, porque el pez grande debe comerse al pequeño.
Quizás el lector no crea en la lucha de clases, por mucho que el multimillonario Warren Buffet reconozca que existe, especificando además que van ganando ellos (los ricos).
Incluso hay quien no cree siquiera en el pueblo o la sociedad (y, por lo tanto, tampoco en el socialismo), con el argumento de que sólo existe la soberanía del individuo.
Pero, piense como piense, el lector seguramente aceptará la definición de socialismo que acabamos de dar. O al menos una muy parecida. Y sin embargo ¡son los autoproclamados herederos del socialismo los que han alterado (e incluso invertido) estas definiciones!
De la lucha de clases a las luchas de toda clase
El progresismo pretende, en distintos grados, que el socialismo renuncie a la centralidad del conflicto capital-trabajo. La lucha de clases ha dejado paso a un rosario de conflictos a los que denominan luchas: el animalismo, la autodeterminación, el indigenismo, la multiculturalidad…
Luchas es uno de esos plurales que, en vez de sumar, restan. Recuerda a Arnaldo Otegi hablando de repúblicas, a la Unión Europea de justicias, a Irene Montero de mujeridades o a Juan Ramón Rallo de igualdades y libertades.
Pero la república sólo tiene sentido cuando une lo distinto, la justicia sólo existe cuando es una sola y, de la misma forma, o hay una única lucha principal o esta correrá el riesgo de diluirse entre muchos frentes. Quien mucho abarca poco aprieta, dice el refranero.
No se trata de renunciar a causas justas, sino de que los árboles no nos impidan ver el bosque. Las teorías clásicas del socialismo consideran que los demás sistemas de opresión (patriarcal, territorial, de castas) han sido abolidos con la llegada del sistema capitalista o absorbidos por este, de forma que sólo la derrota del capitalismo puede acabar con el resto de injusticias.
Las Rosa Luxemburgo, Clara Zetkin o Aleksándra Kollontai no creían en el feminismo como un movimiento de mujeres más allá de la clase social.
Con respecto al open borders y el refugees welcome, el propio Karl Marx escribió que, mientras exista el capitalismo, la inmigración sirve para bajar salarios y dividir a la clase trabajadora. Y sugiere en El Capital que la causa ecologista está también subordinada a la lucha contra el capitalismo: el sistema burgués fue el causante de la “ruptura metabólica entre el hombre y la tierra (…) agotando simultáneamente los recursos naturales y humanos”.
El problema del progresismo moderno es que se rinde en esa lucha contra el capitalismo, aceptándolo desde una perspectiva socialdemócrata (incluso socioliberal), pero insistiendo constantemente en erradicar todo delito de odio y discriminación simbólica.
Para el progresismo, el capitalismo sería, como mucho, un sistema de dominación entre tantos otros: el patriarcado (ejercido por hombres), el binarismo (ejercido también por hombres, pero esta vez en alianza con las mujeres), el eurocentrismo (ejercido por hombres, mujeres e incluso no-binarios nacidos en Occidente) o el especismo (ejercido ya por hombres, mujeres, binarios, ternarios y toda la humanidad en general).
Así, el enemigo deja de estar delimitado en un 1% de grandes capitalistas y se extiende hasta al último de los mortales. Al final, el marco del progresismo se parece poco al del socialismo y mucho al del liberalismo: todos contra todos.
No es el mercado, amigo
El siguiente paso del progresismo es considerar que el capitalismo tampoco es exactamente una opresión más, sino la menor de entre todas ellas. Así aparecen las teorías de la nueva izquierda que consideran al capitalismo como un mero añadido a unos males que empezaron en el Paleolítico: las jerarquías sociales, la religión, el ejército o las agrupaciones nacionales.
Ya era difícil luchar contra el homo economicus de los últimos siglos como para luchar también contra el homo sapiens de todos los milenios. También hay ideas feministas que, retorciendo los textos de Friedrich Engels, ponen al capitalismo como un crío del patriarcado: el sistema machista habría sido el primero en crear la propiedad privada y establecer una lucha de clases entre ambos sexos.
Por tanto, no tendrá sentido abolir la usura hasta que no se puedan abolir los géneros (es decir: nunca).
Mención aparte merecen las teorías decoloniales. El capitalismo sería solamente una fase de los imperios medievales y renacentistas. Los progres lo entienden justo al revés que Lenin (el imperialismo como fase del capitalismo).
Aníbal Quijano, por ejemplo, afirmó que el Imperio español habría sido el origen de todo capitalismo, racismo y sexismo. El Imperio azteca, por el contrario, habría sido pionero de la igualdad, ya que sacrificaba por igual a hombres y mujeres, mayores y menores, ricos y pobres.
Para estas teorías, que Blackrock esté extrayendo minerales de Extremadura es una cuestión secundaria. Lo prioritario sería que los propios extremeños pidan perdón por haber extraído plata americana en el siglo XVI. Y, a ser posible, que se disculpen ante mexicanos como el millonario Carlos Slim, accionista del susodicho Blackrock.
La estación final de este progresismo es negar la propia existencia del capitalismo. Así lo escribió en Twitter la secretaria de Feminismos de Unidas Podemos, Sofía Castañón: “Ey, varón blanco-cis-hetero, ¡enséñanos quién te oprime, que no lo vemos!”.
Es decir, no habría ninguna explotación para la mayor parte de la clase trabajadora española (masculina en un 54%, blanca en un 80%, cishetero en un 90%).
Otro ejemplo: Pablo Simón (politólogo de cabecera de Más País) piensa que, como hay menos trabajadores manuales industriales que en el siglo pasado, la conciencia de clase ya no moviliza a los actuales precarios, parados, oficinistas y pequeños autónomos. Por lo tanto, la izquierda debería olvidarse del conflicto capital-trabajo y optar por hacerse bohemio-burguesa (o como se dice en España, pijo-progre), volcándose en cuestiones más frescas, más identitarias, más eco-lesbo-indigenistas.
Simón y los suyos creen (¡de forma sincera!) que convencer a un rider de que es clase obrera supone una dificultad mayor que convencerle de que la masculinidad es tóxica, el futuro es comer ensalada de insectos, Franco va a volver, vandalizar la estatua de Colón es lo justo, las niñas tienen pene y por el mar corren las liebres.
Capitalismo inclusivo: fase superior del progresismo
Al progresismo ya no le interesa el viejo sujeto revolucionario (aquello de Julio Anguita: la unión de sindicalistas, socialdemócratas, comunistas y cristianos de base). El nuevo sujeto revolucionario progre se compondrá principalmente de «mujeres, migrantes, gais, lesbianas, trans, negros, amarillos y marrones”, en un eje interseccional con “Greta Thunberg, una feminista adolescente, una trans de diez años” y con el núcleo irradiador trans-marica-bollo-queer. ¡Porque la alianza de obreros, campesinos y trabajadores intelectuales era demasiado difícil de explicar!
Entonces, y a medida que Amazon prepara un apartado de productos Black Lives Matter, Uber lanza una sección de comida vegana y el boletín financiero Forbes promociona a la activista trans Elizabeth Duval,surge una nueva idea en el seno del progresismo. ¿Y si el capitalismo fuese en realidad un aliado (más o menos incómodo) en la lucha contra los cis-hetero-patriarcados y los privilegios blanco-cristiano-coloniales? ¿Y si la plenitud del nuevo sujeto revolucionario fuese unir lo negro, amarillo y marrón con la marca Benetton, poner a Greta y las niñas en algún documental de Netflix o subir lo marica-bollo-queer a una carroza de Vodafone? Esta es la fórmula Biden, tan aplaudida por Yolanda Díaz e Irene Montero.
Para el capitalismo es muy sencillo formar parte del sujeto revolucionario progresista. Es el sistema con mayor velocidad de adaptación: no le cuesta nada incorporar más mujeres a las juntas directivas, darle más peso en la organización del comercio a un jeque árabe o a un fuerdai chino, o anunciar nuevos millonarios LGTB en la citada Forbes.
Es el llamado capitalismo inclusivo del Foro Económico Mundial, cuya agenda siguen al pie de la letra los gobiernos progresistas del mundo. La misma brecha entre los más ricos y los más pobres (o incluso mayor), pero ahora con más diversity, más pronombres y más color verde.
A medida que la nueva izquierda y el nuevo capitalismo se alían, necesitan definir un enemigo común. Ese adversario es el pueblo llano: los que Castañón describía como “varones blancos-cis-hetero”, pero incluyendo también a todas las mujeres, racializados y personas LGTB que no se sometan al progresismo. Enemigos todos, traidores, alienados: la mujer que quiere perpetuar la horrible explotación que es la familia, el inmigrante que tiene la bandera española en el balcón, el homosexual que se queja de los menas y la inseguridad ciudadana.
Esta enemistad proviene de que, a diferencia del capitalismo, la clase trabajadora es de adaptación lenta, siendo el principal obstáculo del progresismo.
La necesidad del camionero de conducir durante días y días le convierte en un peligroso contaminador.
Las horas extra del camarero le impiden estudiar la perspectiva de género necesaria para saber a quién servirle la cerveza y a quién el refresco.
La encarecida factura de la luz impide a la vecina ahorrar para comprarse un Tesla eléctrico.
La vejez del tendero de la esquina le dificulta comprender por qué ahora los disfraces que vendía en Carnaval son racistas y los juguetes que vendía en Navidad son sexistas.
Esta es la fase superior del progresismo: la lucha de clases vuelta del revés. Ahora, la izquierda hace piña con el gran capital y apunta contra las clases medias-bajas. Y los trabajadores soportan una doble explotación: la jerarquía económica capitalista y la jerarquía moral progresista.
Así muere el socialismo a manos del progresismo.
*** Hasel-Paris Álvarez Martín es politólogo y especialista en geopolítica.