Fuente: El Salto diario
Autora: Lis Gaibar
Un año después de que arrancara la expansión del covid-19 y se declarara el Estado de Alarma, lejos de mejorar, la salud de la población trabajadora ha empeorado. Tanto la salud general como la salud mental. La gente siente más o menos el mismo miedo a perder el trabajo o a no encontrar uno nuevo en caso de hacerlo que el que sentía durante la pandemia. Los problemas de sueño entre la población empleada siguen siendo frecuentes y se continúa recurriendo al consumo de tranquilizantes y somníferos o de analgésicos opioides. La alta tensión —tener muchas exigencias y poco control en el puesto de trabajo— se acentúa hasta llegar a niveles preocupantes, cerca de la mitad de la población asalariada. Y todos estos parámetros tienen algo en común: se intensifican cuando se trata de personas con sueldos que no cubren sus necesidades básicas. Así lo concluye la nueva edición de la encuesta Condiciones de Trabajo y Salud (COTS), realizada por el grupo de investigación POWAH de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) en colaboración con el Instituto Sindical de Trabajo, Ambiente y Salud (ISTAS) de Comisiones Obreras (CC OO).
Salario y salud, una relación directa
Para Albert Navarro, miembro del grupo de investigación POWAH-UAB y coautor del informe, la cuestión de los salarios es fundamental y trasciende de un tema de justicia social: “Los salarios bajos generan enfermedad. Los sueldos que no permiten llegar a fin de mes, los alquileres altos; mantener eso en el tiempo y con intensidad genera problemas de salud”, asevera. Los resultados de la encuesta COTS lo demuestran: mientras entre la población trabajadora global un 53% percibía que su salud general había empeorado con respecto al inicio de la pandemia, el porcentaje subía al 63% entre aquellas personas cuyos salarios no cubrían las necesidades básicas, un 14% más que entre las y los participantes cuyo sueldo era suficiente. Lo mismo sucede con el riesgo de mala salud mental: en el grupo de quienes pueden cubrir lo básico, este riesgo pasó del 49 al 52% de un año a otro, pero en el grupo de personas con sueldos bajos el porcentaje se ha incrementado de un ya preocupante 67% al 74% en 2021.
Un 74% de las personas cuyo salario no cubre sus necesidades básicas tiene riesgo de padecer mala salud mental frente al 52% entre quienes tienen un sueldo suficiente
A Sara Gonzálvez le cuadra el dato. “Desde 2018 mi salud mental ha empeorado muchísimo y sé que el 90% de la culpa es por el tipo de trabajos que he tenido”, asegura. Lleva cinco años, desde los 18, encadenando trabajos temporales, y donde más experiencia tiene es en la hostelería. El empleo más estable que ha tenido hasta ahora, de nueve meses, se lo tuvo que dejar hace dos años cuando experimentó, “por primera vez”, la ansiedad y los ataques de pánico. “Trabajaba en un bar céntrico de Alicante y estaba yo sola para 25 mesas, contratada unas 30 horas y haciendo siempre más de 45, llegué a hacer 70 la semana de las fiestas de Hogueras”, narra. “El sueldo no llegaba a los seis euros, al hacer tantas horas ganaba bastante, pero, ¿para qué me servía si no tenía vida más allá del trabajo? Estiré lo que pude porque al final eres joven y ves dinero, lo necesitas y sabes que no tienes otras oportunidades si no consigues experiencia, pero se llevó mi salud mental y física, adelgacé muchísimo y se agravó el Trastorno de la Conducta Alimentaria (TCA) que tuve”.
Sergio Salas, también miembro de POWAH y coautor del informe, señala un aspecto de la encuesta que apunta en la misma dirección que el testimonio de Sara: la inseguridad laboral —miedo a perder el trabajo, a no encontrar otro o a empeorar sus condiciones— también es mayor entre aquellas personas con sueldos bajos. “Quienes están en una situación más precaria tienen mayor incertidumbre de partida, así que es al grupo que de mayor forma le puede afectar una bajada de salario o un despido”. “Estamos hablando de que ya hay un 13% de trabajadores en riesgo de pobreza en el país, cualquier disminución de salario les mete más en esa espiral”, añade Navarro.
“No llegaba a seis euros la hora pero estiré lo que pude trabajando en el bar porque al final eres joven, necesitas dinero y sabes que no tienes otras oportunidades si no consigues experiencia, pero experimenté por primera vez la ansiedad y los ataques de pánico, adelgacé muchísimo y tuve anemia”, cuenta Sara
El testimonio de May va en la misma dirección. Tiene 21 años y suele trabajar en hostelería en verano para poder pagarse la carrera. Pese a lo bien que le van los estudios, dice que este año le va a ser económicamente imposible matricularse y que tendrá que esperar al siguiente. Generalmente trabaja en un chiringuito de Xàbia, pero este verano está en un restaurante de un pueblo de Lugo. Dentro de las desventajas de trabajar en hostelería —horarios nocturnos, muchas exigencias, sueldos bajos, etcétera— en Alicante no le iba mal —cobraba las horas que hacía, había buen ambiente— y su trabajo le permitía hacer otras cosas —“quedar con mis amigos, leer, hacer ejercicio”—, pero en Galiza le está resultando un infierno. “Me dijeron que en julio me pagarían 30 horas según convenio y 100 euros más por las horas extra, y en agosto 40 horas según convenio y 100 por extras”, cuenta. La semana pasada hizo 60 horas —en horarios partidos— y ha visto en el parte de la empresa que solo tiene apuntadas 28: está cotizando menos de la mitad de lo que trabaja. En julio cobró 650 euros por todo el mes. “Tengo un sueldo de mierda, es que un sueldo de mierda, pero no tengo otra cosa”.
Como Sara, May también vincula un empeoramiento en su salud con las condiciones de trabajo. Se nota más cansada: “Todos los veranos que he trabajado en hostelería solía aguantaba muchas horas de pie, pero este año ha sido demasiado para mí, y además tienes que tener muchas más cosas en cuenta como los protocolos de desinfección”. Sin embargo, sobre todo lo ha notado en su salud mental: “Este año me está pasando que sueño que trabajo, no me había sucedido en mi vida. Me despierto y es como que no dejo de trabajar en ningún momento, y tampoco tengo más vida que el trabajo: mis horarios son diferentes a los de mi novio y mis amigos, esta semana he echado muchas horas… Psicológicamente me ha afectado bastante, y no sabría como explicarlo pero siento que hago todo mal, llego a casa sintiéndome una mierda, pensando que no soy buena para nada… En los estudios me va muy bien, pero en el trabajo este año me siento fatal”.
“Sueño que trabajo, es algo que no me había sucedido en mi vida. Me despierto y es como que no dejo de trabajar en ningún momento. Psicológicamente me ha afectado bastante: siento que hago todo mal, llego a casa pensando que no soy buena para nada”, cuenta May
Las otras variables: edad, sexo y sector
Sara y May tienen varias cosas en común: son mujeres, jóvenes y los trabajos que han encontrado han sido en hostelería, un sector que alberga una enorme precariedad y que al mismo tiempo ha demostrado ser fundamental en una economía como la española, que mantiene una gran dependencia del turismo. Edad, sexo y ocupación son variables importantes en lo que a riesgos laborales se refiere. Según la encuesta COTS, entre las profesiones más comunes, colectivos como camareros y camareras o ayudantes de cocina y preparadores de comida rápida son los que más acudieron a trabajar con síntomas compatibles con el covid-19; son grupos que han visto empeorar su salud notablemente —70% así lo afirma— y se encuentran entre los colectivos que más riesgo de mala salud mental presentan —también siete de cada diez—, junto a trabajadores en tiendas de alimentación, gerocultoras y celadores, entre otros.
“El promedio del 46% de exposición a alta tensión ya es muy alto, pero estamos hablando de que hay un grupo ocupacional donde siete de cada diez empleados están expuestos a este indicador, que es un predictor muy fuerte de mala salud”, señala Navarro
Además, ocupan los primeros puestos en exposición a la alta tensión, un concepto que vincula las exigencias del empleo con el control que se tiene sobre el mismo y que multiplica el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares o mala salud mental: “El promedio entre la población trabajadora es del 44% y eso ya es una locura, pero estamos hablando de que hay un grupo ocupacional donde siete de cada diez empleados están expuestos a la alta tensión”, señala Navarro, que recuerda que todos estos indicadores son “predictores muy fuertes de mala salud”.
Sin embargo, matiza Navarro, no hace falta acudir a ocupaciones específicas para que las cifras se disparen: basta comparar por grupos de edad y por sexo. Desglosa los datos: el 46% de los menores de 35 afirma que su salario no le permite llegar a fin de mes; mientras que esta cifra disminuye al 34% entre los que tienen de 35 a 49 años y al 29% en los mayores de 50. Las inseguridades laborales, añade, también son más acentuadas entre jóvenes: 55% de los menores de 35 años temen perder su empleo (frente al 43% del siguiente grupo de edad y el 29% de los mayores de 50 años). Y un 66,5% de personas de entre 17 a 34 años tiene miedo de ver reducido su salario.
El 46% de los menores de 35 años afirma que su sueldo no le permite llegar a fin de mes, una cifra que disminuye al 34% entre los que tienen de 35 a 49 años y al 29% en el caso de los mayores de 50. El 55% de los jóvenes temen perder su empleo y el 66% ver reducido su salario
“Los jóvenes están más expuestos a la inseguridad laboral y las mujeres asumen una doble carga de trabajo o suelen tener empleos peor pagados”, argumenta Salas para explicar el motivo de que estos grupos salgan peor parados en varias secciones de la encuesta, como la mala salud mental y general o el consumo de psicofármacos. Fátima M., activista en Orgullo Loco Madrid, apunta en la misma dirección: “Afecta a jóvenes y mujeres porque son quienes tienen más dificultades para encontrar trabajo; cuantas más opresiones tienes, menos posibilidades de tener un trabajo digno”. En cuanto a los niveles de indicadores de mala salud en profesiones de hostelería, la activista lo ve lógico: “El sistema económico de este país, sostenido por empleos precarios y basado en el turismo de masas, favorece unas condiciones de trabajo que no cumplen el mínimo que deberían tener las personas trabajadoras”.
Además de su nefasta experiencia en aquel bar de Alicante, Sara pasó por otro establecimiento justo antes del estallido de la pandemia —momento en el que la echaron—, estuvo unos meses en una franquicia, trabajó en un chiringuito —donde sufrió un ataque de pánico que acabó, narra, con ella en urgencias por el mal trato que recibió por parte de sus empleadores— y encadenó otros contratos como dependienta en tiendas de ropa, de los que conserva mejor recuerdo. Ahora, por fin, ha encontrado un trabajo como librera —todavía no indefinido, así que la incertidumbre permanece— en el que se siente bien. En cuanto a May, solo desea acabar en el restaurante, no ve nada positivo en su trabajo; quiere dejarlo pero necesita el dinero y no tiene ninguna alternativa.
“El sistema económico de este país, sostenido por empleos precarios y basado en el turismo de masas, favorece unas condiciones de trabajo que no cumplen el mínimo que deberían tener las personas trabajadoras”, expone Fátima M., de Orgullo Loco Madrid
Los datos de COTS reafirman que este miedo es generalizado en el sector de la hostelería: “En estas ocupaciones de camarero y ayudante de cocina, el 57% de los encuestados están preocupados de perder el trabajo (frente al 42% de la media), el 84% temen no encontrar un nuevo trabajo en caso de perder el actual (la media es de 65%) y al 79% le asusta que disminuya su salario (frente al 62% de media)”, enumera Navarro. “En la hostelería buscan aprovecharse de jóvenes que están desesperados y por eso hacen contratos de mierda con sueldos bajos, hay gente más mayor que está en esa situación, pero creo que los jóvenes estamos más expuestos”, resume Sara. La hermana de May, de 17 años, también trabaja de camarera y sus padres a menudo tienen que pedir ayuda a May para pagar facturas. En este contexto, es difícil anteponer la salud a la supervivencia.
Políticas para evitar pastillas
“Si hubiera unas condiciones de trabajo dignas para todas las trabajadoras, disminuirían mucho los niveles de malestares psicológicos”, resume Fátima M., que se muestra preocupada por el aumento de consumo de diazepinas que muestra la encuesta COTS, un fármaco recurrente entre mujeres y con un acusado aumento entre jóvenes durante la pandemia. “Son drogas legales y parece que al ser legales no son problemáticas, pero son drogas que permiten trabajar y seguir siendo productiva, por eso las mujeres las consumen tanto, porque puedes seguir cuidando de personas dependientes puesta hasta arriba de orfidales que les han recetado sus médicos de cabecera”.
La activista de Orgullo Loco Madrid reconoce que sí parece haber un intento de acercamiento por parte del gobierno a la cuestión de la salud mental aunque, considera, “siguen sin llegar a la raíz del problema, que son unos trabajos precarios, unos precios de alquileres altísimos, etcétera”. Se refiere a las declaraciones de Yolanda Díaz en materia de salud mental. “La ministra dijo que iba a crear una comisión, eso es un punto de partida, pero a ver qué pasa”, expone Navarro. “La mala salud mental se previene, entre otras cosas, cambiando las condiciones de trabajo y vida: habrá que ver si esa comisión está pensada para atacar el fondo de la cuestión, que es cómo cambiamos estas exposiciones nocivas, es decir, cómo hacemos que la gente, entre otras muchas cosas, tenga mejores salarios”.