Autor: Diego S. Garrocho
Ya no hay pobres como los de antes. De hecho los pobres nos dan tanto miedo que, de un tiempo a esta parte, hemos decidido dejar de nombrarlos. A cambio hemos creado una colección de eufemismos solemnes y tecnificados para evitar imponer a las cosas su justo título, aunque la realidad doliente de quienes nada tienen siga ocultándose detrás de las nuevas palabras.
Afinen el oído. Hoy escucharán hablar de colectivos en riesgo de exclusión social, de personas vulnerables o, incluso, cuando la palabra se hace ya insoslayable, recurrimos al nombre genérico de ‘pobreza‘. Es entonces cuando el cursi suspira y aprieta con gravedad los párpados y el canalla levanta el puño. Pero la pobreza en abstracto, estarán conmigo, no es ninguna amenaza. La desgracia, la herida encarnada que supone no tener ni para ti ni para los tuyos, se instala siempre sobre los hombros de personas singulares, con un rostro, un nombre y una historia.
El problema no es la pobreza, sino los pobres. Unos pobres que no tienen que corresponderse con un imaginario subsahariano ni con la herrumbre oxidada de cualquier país remoto. Su vecina de 27 años que vive en casa de sus padres es pobre. Su amigo que habita un pisito de 30 m2 con 40, también.
España pronto será un país de gente pobre y si aplicamos un sesgo generacional podemos concluir sin riesgo a equivocarnos que, de facto, ya lo es. No sólo la vida tal y como la conocieron nuestros padres se ha truncado, sino que el horizonte de expectativas que hace posible imaginar un futuro meramente razonable se ha visto paulatinamente impedido. En pocos días se cumplirán diez años del 15M y en aquel contexto se inauguró un lema tan contradictorio como inquietante: el de una juventud sin futuro que dejó de ser joven pero que mantuvo la fatalidad de un porvenir imposible.
No es que seamos cada día más pobres: es que nadie parece estar dispuesto a remediarlo. Cada día es más evidente que una izquierda embutida en polos de Fred Perry y abandonada a la coartada emocional del antifascismo jamás atenderá a los intereses de las clases empobrecidas. Atacar a la familia, disolver el sujeto universal en favor de delirios identitaristas o renunciar al capital moral y conceptual de la Ilustración parecen estrategias autolesivas a la hora de proteger a los más débiles.
Si a ello le sumamos el insistente coqueteo con la violencia (desde Rentería hasta Vallecas) o la paulatina degradación de garantías civiles tan básicas como la presunción de inocencia o la libertad de prensa, descubriremos, con natural claridad, por qué esta izquierda no podrá representar el interés de los pobres. Para remate, si quieren ver a un izquierdista patrio tartamudear, háblenle de la solidaridad interterritorial o, aún mejor, de la jacobina unidad indivisible de la República.
Pero el problema, como en toda crisis estructural, no es simplemente de sesgo o identidad ideológica, sino que la carcoma se extiende a lo largo de todo el espectro. Uno podría imaginar una derecha conservadora y decente, de esas que anteponen la dignidad y el compromiso a las leyes del mercado, pero entonces no estaríamos en España. Esos pobres de los que tan bien habla el Evangelio (y que Chesterton inmortalizó con la imagen de la golfilla de pelo rojo del arroyo) están naturalmente desprotegidos también a derechas.
Al sedicente liberal español, ese señor del Club de Campo con las iniciales grabadas en la camisa y que viste pantalón lila, los pobres (más aún los pobres del Evangelio) le dan absolutamente igual. Su contraste ideológico con la izquierda es puramente posicional y, sobre todo, confía en poder segregarse por renta de cuantos males acontezcan a su alrededor.
Es el mismo pijerío patrio que no duda en saltarse el confinamiento entre comunidades cuando quiere pasar un fin de semana largo en el campo y para el que el imperio de la ley, tan cacareado cuando quiere machihembrar su condición liberal, sólo le sirve para arrojárselo al contrario. Esta derecha se equivoca si piensa que puede aislarse en sus privilegios. Si el mundo arde no importa cuán grande sea la finca: el humo te acabará llegando.
Vidal-Folch recordaba en sus diarios que el primer desamor tiene un prestigio exagerado. Lo que de verdad nos rompe el espinazo de forma irreparable es cuando se pierde el segundo amor, cuando el fracaso se ha convertido en pauta repetida. Esta lúcida reflexión —que toda persona de bien sabe cierta— es trasladable al ámbito político y social.
Lo dramático no es haber perdido una generación ya que en algunos países como el nuestro, con amplias redes de solidaridad y lazos familiares robustos, ese daño tal vez pueda ser asimilado. Lo irreversible, lo que podría generar una fractura que termine no sólo con la legítima esperanza de tantas personas sino con el suelo emocional que permite nuestro proyecto político común, es que exista una segunda generación empobrecida.
Aristóteles, que no era ningún hooligan subversivo ni ningún comunista peligroso, señaló hace 25 siglos que en todas partes la sublevación tiene por causa la desigualdad. Más les valdría a algunos tomar nota. Yo que ellos, en lugar de abrazar tanta orgía disruptiva y tanta transformación digital, empezaría por hacer caso a los clásicos. Y de paso, volvería a llamar a los pobres por su nombre. Qué menos.