Diego Velicia, psicólogo del COF Diocesano
Esa era la exclamación sorprendida de una chica de 15 años. Las quejas de sus padres no sonarán raras: el orden de la habitación, las relaciones con los hermanos, la responsabilidad en el estudio, la falta de comunicación con ellos… nada nuevo bajo el sol.
Pero la chica se sorprendía de que los padres quisieran hacer que las cosas no fueran así. Ella daba por supuesto que todo eso que hacía era consecuencia de tener 15 años y que, por tanto, no era necesario cambiarlo.
La actitud de los padres era preocupada, casi temerosa, de que esos comportamientos fueran agravándose en el futuro, y ya se imaginaban a su hija unos pocos años después, fracasada en los estudios, casi aislada del mundo y con síndrome de Diógenes.
La adolescencia es una etapa de la vida mitificada. Los chavales la ven como la etapa del disfrute y el riesgo, en la que el caos es lo normal y el orden lo extraño. Por eso mismo algunos padres la ven como el lugar ideal para que sus hijos se arruinen la vida y, por lo tanto, es la etapa que más les aterroriza.
Cuando uno tiene miedo, intenta aumentar el control. Pero en el caso de la adolescencia esto es contraevolutivo. Lo propio de la adolescencia es que haya menos control de los padres que en la infancia, no más. Aquí está el origen de muchos conflictos en esta etapa. Ante pequeñas dificultades del camino, o a veces sin que las haya, los padres afrontan su miedo a la adolescencia de los hijos aumentando el control sobre ellos. A lo cual ellos reaccionan rebelándose a ese mayor control, lo cual confirma el miedo de los padres y muchas veces les lleva a pensar que necesitan aún mayor control. Una espiral devastadora.
La clave de esa transición que es la adolescencia reside en dos preguntas que se plantean en esa edad y a las que todos respondemos con mayor o menor conciencia.
– ¿Quién soy?
– ¿Para qué estoy aquí?
La primera tiene que ver con mis formas de ser, mis limitaciones, mis virtudes y defectos, las influencias recibidas… La segunda se refiere a la orientación de la vida, los objetivos y el sentido de la misma. Son preguntas que siguen abiertas a lo largo de la vida, pero en esta etapa cobran mayor intensidad.
Dice el papa Francisco en el número 261 de Amoris Laetitia “la gran cuestión no es dónde está el hijo físicamente, con quién está en este momento, sino dónde está en un sentido existencial, dónde está posicionado desde el punto de vista de sus convicciones, de sus objetivos, de sus deseos, de su proyecto de vida” Si preguntamos a los padres y madres de adolescentes qué ha hecho su hijo el pasado fin de semana, es posible que muchos lo describan con claridad. Otros no tanto. Pero si les preguntamos cómo creen que se definirían sus hijos a sí mismos o a qué quieren dedicarse sus hijos en su vida (no sólo profesionalmente), es posible que el número de los padres que saben responder a esas preguntas sea menor o que la respuesta tenga mucho menor detalle. Podemos describir con rapidez sus vidas, con sus aciertos y sus errores, pero apenas sabemos cuáles son sus aspiraciones, sus metas.
Por eso es tan importante, al tiempo que nos preocupamos de sus estudios, el orden de su cuarto o sus relaciones sociales, que sepamos acompañarles en el camino de hacerse estas preguntas y responderlas conscientemente. Lo cual no quiere decir que se las respondamos nosotros. Una buena manera de crecer con ellos en esto es hacernos nosotros esas mismas preguntas, tratar de respondérnoslas y que ellos nos vean hacerlo.